Mi amigo mexicano, Miguel Ángel Muñoz, crítico de arte y poeta, está pasando dos semanas en España, como hace casi todos los años (a pesar, se queja, del muy desfavorable cambio de moneda que ha de soportar: por 23 pesos solo le dan un euro), y ha querido venir a Barcelona este fin de semana para que pasáramos algún tiempo juntos. Nos encontramos el viernes en Boadas, la mejor y más antigua coctelería de Barcelona —creada en 1933 y aún en óptimo funcionamiento—, donde nos damos la bienvenida con sendos martinis, mezclados, no agitados (y con aceituna). Luego pasamos la tarde en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, donde se acaba de inaugurar una exposición de Jaume Plensa. Miguel Ángel acude por interés profesional y yo, por interés de diletante y ganas de conocer más de cerca la obra del artista español que más ha crecido internacionalmente estos últimos años. O, al menos, esa sensación me da. Para acceder al MACBA, hemos de superar las dificultades que plantea la plaça dels Àngels, ocupada por skaters inmisericordes. Se trata de una de esas plazas que se llamaron duras —como la dels Països Catalans, delante de la estación de Sants—, construidas en los ochenta, sin árboles, ni, por lo tanto, sombra, ni césped, ni bancos, ni amabilidad alguna: solo acero, piedra y vacío. Y eso que para el común de los paseantes resulta inhóspito e inconveniente, para los skaters, gente por lo regular desharrapada y amante de la precipitación, es un paraíso: montados en sus plataformas con ruedas, suben y bajan de los cubos de piedra, descienden por las escaleras del museo (y los más temerarios, por los pasamanos de las escaleras) y protagonizan sprints entre los transeúntes, a los que esquivan sobrecogedoramente (para sobrecogimiento de estos, quiero decir). Uno, desnudo de cintura para arriba, mulato, sudoroso, ya treintañero (me parece: pasa tan deprisa que no me da tiempo a calcular bien su edad), pero con cara de alguien a quien esta actividad de patio de colegio parece hacer la persona más feliz del mundo, pasa a escasos milímetros de mi nariz y se pierde entre el gentío al que el sol de marzo (y de cambio climático) está caldeando en la plaza. La Providencia nos permite cubrir la distancia que nos separa del museo sin ser atropellados, pagamos los 12 euros (por persona) que cuesta la entrada y visitamos las salas reservadas a Plensa. He de ir con cuidado al principio: casi destrozo con la cabeza una instalación, formada por barras, que cuelga del techo. Como en muchos túneles del metro de Madrid, he de agacharme para no dejarme el cráneo. Se titula Mémoires jumelles [memorias gemelas], pero, si me doy con ella, podría quedarme amnésico. Plensa trabaja sobre todo —al menos, en esta muestra de su obra— con esculturas, forjados, instalaciones y, en general, piezas grandes: no es un autor minimalista. También gusta de incorporar signos a sus creaciones: letras, palabras, notas musicales: lo espacial y lo lingüístico —o, mejor, lo sígnico— se maridan en la mayoría de sus piezas. Una cortina cuyos hilos están formados por letras de metal (que forman el texto íntegro de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948) separa dos ámbitos de una gran sala; y, como un delicado carillón tipográfico, suenan cuando se tocan. La instalación, que data de 2004, se titula Glückhauf? [¿Buena suerte?]. Plensa transforma el sonido del lenguaje en sonido musical. De hecho, el sonido —pautado, mesurado— está presente en muchas de sus creaciones. Matter-Spirit [materia-espíritu], de 2005, consta de dos gongs enfrentados y el visitante es invitado a golpearlos ("con cuidado", ruega un cartel; no quiero ni pensar en el estrépito que harían aquí los skaters velociraptores de la plaça dels Àngels). Y aceptamos la invitación: tocar un gong es una tentación irresistible, cuando puedes hacerlo (y me recuerda a aquel chiste filosófico: "Cuando el gong suena... es que el mazo lo ha golpeado"). Rumor, de 1998, inspirado en un "proverbio del infierno" de Blake ("un pensamiento llena la inmensidad"), consiste en una gota de agua que cae del techo por un hilo (los techos desempeñan siempre un papel fundamental en la producción de Plensa, metáfora de la elevación y también de la caída en lo mundano) en un platillo: el ruido que hace es líquido y metálico a la vez, como toda la obra del barcelonés: delicada y fuerte. Y más gotas vuelven audible su quehacer: en otra pieza, un chorrito de agua cae sin parar de una botella de vidrio a un cubo, en medio de una enorme habitación en cuyas paredes se alinean puertas cerradas, cada una presidida por una inscripción en francés: joie, identité, air, douleur... En un jardín del museo se encuentra una de las instalaciones más importantes del conjunto: The heart of trees [el corazón de los árboles], de 2007, en la que la figura de un hombre desnudo, sentado —el propio artista, autorretratado—, abraza el tronco de los árboles, rodeándolos con los brazos y las piernas. En sus cuerpos constan inscritos nombres de músicos de todos los tiempos, desde Henry Purcell hasta Igor Stravinsky. Es, como casi todo en Plensa, una obra que fusiona: lo terrenal y lo aéreo, lo mineral y lo vegetal, la cultura y la naturaleza, el lenguaje y el silencio. Para llegar a The heart of trees, hemos tenido que flanquear Tervuren, de 1989, una gigantesca mierda. Pero no estoy criticando la obra: es que Tervuren, inspirada en las palabras de Antonin Artaud: "donde huele a mierda, huele a ser", es una mierda enorme, un entrelazamiento de zurullos, rugosos y marrones, muy verosímiles, que configura una gran bola de heces. No acierto a explicarme el título, que es el nombre de una pequeña ciudad flamenca. No sé qué tendrá que ver ese digno pueblo belga con la mierda, salvo que Plensa haya asociado con ella el palacio que el rey Leopoldo II, el sanguinario explotador del Congo, se construyó allí a finales del s. XIX (y que hoy alberga, acaso en justo desagravio, el Museo Real de África Central) y haya querido criticar, por esta vía sutil y abrumadora a la vez, al monarca asesino. En cualquier caso, es admirable que con lo más despreciable del ser humano Plensa se haya desafiado a hacer arte: que haya querido, y conseguido, transformar lo fecal en algo sugerente y armónico. Otras piezas son de pared: toda una sala está ocupada por una sucesión de fotografías —unas doscientas— de cocinas, de cocinas domésticas, vacías: unas son de viviendas de Dallas, en los Estados Unidos, y otras, de casas de Caracas, en Venezuela, aunque no sabemos cuáles corresponden a una y a otra ciudad. La obra, fechada en 1997, se titula, coherentemente, Dallas?... Caracas?. En Grünewald, de 1996, creo advertir la influencia de Joan Brossa, que también hizo poemas visuales parecidos a este, construidos con líneas y letras y extraños equilibrios (o desequilibrios) ópticos. Y en otra cuyo título cometo el desliz de no anotar nos enteramos, por ejemplo, de que los testículos de un varón mayor de 40 años y de más de 70 kilos pesan 20 gramos cada uno (y el cerebro, 1.200 gramos, aunque en el caso de muchos hombres que conozco, y a diferencia de los testículos, está vacío) y de que su piel ocupa 16.000 cm2 (con razón se ha dicho que el órgano sexual más grande del ser humano es la piel). Nos despedimos de la exposición atravesando la sala que alberga Silence, compuesta por varias cabezas humanas —y solo las cabezas—, alargadas, levemente modiglianescas, que descansan en un entramado de vigas de madera. El silencio —el sosiego, la reflexión— ciertamente se alía en Plensa con el ruido de las cosas. Pero es este un ruido exquisito. Y ambos, quietud y bullicio, se burilan y fortalecen. Lo que sigue sin tener exquisitez alguna es el alboroto de los skaters, que continúan fatigando el cemento de la plaça dels Àngels y la paciencia de los transeúntes. Y hemos de volver a cruzar las trayectorias que describen como si cruzáramos un río turbulento habitado por cocodrilos.
Me parece que J. Plensa consigue estimular la reflexión sin renunciar a la espectacularidad, combinando con gran inteligencia la atracción puramente sensorial con el acicate de las dudas e interrogantes que genera el objeto artístico, y sin que tal recepción deba darse simultáneamente; es decir, una no obliga a la otra y tampoco se excluyen.
ResponderEliminarMe gusta el aspecto inconcluso de algunas piezas y me interesa, en particular, que el carácter contundente (por su tamaño o los materiales utilizados) de otras esté al servicio de la fragilidad, de la transparencia, de la materialización de lo sutil. Me hablan, desde un humanismo que siento cercano, de nuestro andar incompleto por la vida, siempre adaptándonos, siempre vulnerables y por hacer, pero tenaces y firmes en el empeño.
Y una dice todo esto con el descaro de quien no conoce las obras más que por fotos o vídeos. Que me perdonen los entendidos. Amén.
Un abrazo.
Ante obras de arte escatológicas, siempre pienso que nos están robando el derecho a la belleza. Nunca aprecio nada sugerente ni armónico. Bueno, ya me conoces.
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