Hoy, Día Mundial de la Poesía, estoy invitado a participar en una lectura de poemas en uno de los centros de El Corte Inglés en Barcelona. El Corte Inglés se parece, a estos efectos, a una caja de ahorros: su Ámbito Cultural es el encargado de mantener viva la llama de la cultura en la empresa. Recuerdo haber presentado la antología Poemas japoneses a la muerte en el centro de la plaza Cataluña hace muchos años ya, y leído poemas, con los amigos de los beneméritos Papers de Versàlia, en el de Sabadell, hace demasiado tiempo también. Aunque la que más recuerdo no es ninguna de mis intervenciones, sino otra, del poeta nortemaericano John Giorno, cuando vino a Barcelona a presentar La sabiduría de las brujas, publicado por DVD ediciones. Hizo, en el reducido espacio del Ámbito Cultural de la plaza de Cataluña, una lectura espectacular: letánica, hipnótica, maravillosa. Cuando salgo del metro, advierto que el lugar al que me dirijo está muy cerca del Hipercor que fue objeto de uno de los peores atentados de ETA, en 1987, y que me hizo hacer algo que he hecho muy pocas veces en mi vida: sumarme a una manifestación. Cruzo el parque de Can Dragó, en el que muchos abuelos juegan a la petanca. Al llegar a El Corte Inglés —que se llama como el parque: Can Dragó—, pregunto al chaqueta roja de la entrada dónde están los ascensores. El hombre, que junto con los hacedores de fotocopias y los cobradores de peaje de las autopistas (de estos hay bastantes en Cataluña) debe de hacer uno de los trabajos más aburridos del mundo, me indica que vaya al fondo y que, al llegar a óctica, gire a la izquierda. Le hago caso y en óctica giro a la izquierda. Me sorprende que haya tan poca gente: los pasillos están casi vacíos y los vendedores se dedican a charlar discretamente o arreglar un poco más los ya arregladísimos mostradores y prendas. He quedado con Victoria, la encargada de organizar el acto, en la cafetería, en la sexta planta, pero, cuando llego, no la encuentro. Hago tiempo tomándome un agua con gas (nada de alcohol: estoy de servicio) que me sirve un camarero sudoroso. Tampoco hay allí mucha gente, y ninguna todavía en el espacio que nos han reservado para la lectura, al fondo. Hoy actuamos Daniel Barbadillo Dubón, a quien no conozco; Alejandro Duque Amusco, un poeta —y estudioso de Vicente Aleixandre— reconocido, aunque tampoco haya coincidido nunca con él; y yo. A la hora convenida, me acerco al rincón de la lectura, donde ya están quienes supongo son Alejandro y Daniel. Este nos confiesa que es su primer recital. Me sorprendo un poco, y aún más al enterarme de que solo ha publicado un libro: se titula Almas perpendiculares, y tiene una cubierta que luce dos dibujos de una mano haciendo una peineta: uno de la palma y otro del dorso. La cosa promete. Alejandro y yo ordenamos la lectura según el formato clásico: por edad. Daniel abrirá el fuego y Alejandro tendrá el privilegio del último turno; yo quedo en medio. El escaso público que se ha juntado cuando empezamos viene todo del lado de Daniel. Luego se añadirán más personas sin relación con él. Pero, al principio, su claca funciona bien. Escucha con atención cordial, y hasta aplaude, los poemas que desgrana de su ópera prima, escritos, según nos informa, tras una ruptura amorosa, como terapia y exorcismo. Aunque él lo plantea con algo más de crudeza: "Estaba en la mierda y escribir los poemas me ayudó a sobrevivir". Se nota, desde luego, que no estaba de muy buen humor cuando los compuso: dice mucho "mierda", "puto" y "puta". Son piezas sencillas, juveniles (o más bien adolescentes, aunque Daniel tiene ya sus buenos treinta años), escritas a borbotones, románticas, enfurruñadas, caóticas; las lee, además, con alguna precipitación y sin pausas, la peor combinación posible cuando se recita en público. Al concluir su turno, me pasa el micrófono (solo hay uno, que hemos de compartir) y me arranco con las piezas a las que suelo recurrir en las lecturas con un público, digamos, no especializado: algunas décimas, unos haikus, un poema sobre la muerte, otro sobre el amor y quizá algo más erótico o, si estoy travieso, incluso pornográfico, como una sextina soez (pero hoy no lo hago: El Corte Inglés impone mucho). Hay que sobreponerse al rumor que enmarca la lectura, y que proviene de la media docena de mesas de la cafetería ocupadas por vecinos que han venido a merendar o, simplemente, a echar el rato. En realidad, no importa mucho: la poesía tiene que sobreponerse a este ruido ambiente, si es que es poesía. Además, el sillón chéster en el que estamos sentados es muy cómodo, la alfombra en la que descansan nuestros pies parece buena (de hecho, parece persa) y hay agua de sobra para refrescar la garganta. Alejandro cierra la sesión con un puñado de poemas de sus varios libros, de buena factura, sobrios y melancólicos. Victoria, que por fin ha aparecido en la cafetería, nos agradece la lectura —a Alejandro, desgraciadamente, lo llama Alfonso (un error más en el nombre del poeta sevillano, al que El Corte Inglés no parece haberle pillado el punto: en un primer anuncio colgado en las redes aparecía como Antonio)— y da paso a la intervención del público, en caso de que quiera intervenir. Daniel aprovecha para preguntar si alguien más quiere leer poemas, y en eso me parece advertir un rasgo más de la generación poética a la que pertenece: la lectura tumultuaria, el poetry slam. Un hombre que se presenta como José Luis y que, al llegar al chéster, me desliza que ya nos conocemos, que preparamos oposiciones juntos —debe de ser cierto: al sentarse entre el público, he pensado que su cara me sonaba, aunque no recordaba de qué—, lee deprisa del móvil una serie de haikus. Después, dos chicas, Victoria y Eli, leen, también del móvil, y también deprisa, poemas breves, urgentes, tanto que no me da tiempo a apreciarlos. Curiosamente, todos lo hemos hecho en castellano. Narcís Comadira y Joan Margarit también estaban invitados al acto, pero no han venido: la representación de la poesía en catalán recaía en ellos. Por fin, entramos en debate cuando Victoria nos hace algunas de las preguntas que suelen hacer, en ocasiones como esta, las personas que no tienen demasiado trato con la poesía: cómo nos iniciamos en ella, qué nos inspira, cómo la escribimos. Daniel contesta entonces que él escribe poemas desde hace dos años y que le da igual la forma, que él escribe lo que le sale del pecho, sin pensar y sin corregir; lo que surge, y como surge, ahí queda. Podrá discutirse el contenido de su afirmación —y yo lo hago a continuación—, pero no su coherencia (su teoría se refleja muy bien en su práctica) ni su franqueza. De nuevo, es una actitud de la generación youtuber, o instagramer, o comoquiera que se le llame, capitaneada por Elvira Sastre (la lugarteniente hispana de la adalid planetaria Rupi Kaur). Opongo a esa posición irreflexiva, casi eructante, la necesidad de la técnica en la poesía, que es un arte, pero también un oficio; una técnica que se adquiere leyendo mucho, leyendo de todo y, sobre todo, leyendo bien, y cultivando después, con paciencia, minuciosamente, las herramientas de la escritura, que son las de la inteligencia y el espíritu, pero encauzadas por la práctica y el análisis crítico. Y no se trata de conocer la técnica, las técnicas, para configurar una enciclopedia poética en la cabeza (aunque esto tampoco esté mal), ni para presumir de ciencia, sino porque amplía las posibilidades de decir lo que se quiere decir, y de decirlo mejor: porque sirve a los propósitos comunicativos de uno. De mi no sé si intempestivo o anticuado parlamento, el jefe de seguridad del centro —¡el jefe de seguridad!—, impecablemente trajeado, como todos los directivos que han venido al final para saludarnos, me confiesa que le ha gustado en particular lo que he dicho sobre la conveniencia de leer mucho y de leer bien; y añade que me ha leído, y que le gusta lo que hago —¡el jefe de seguridad!—. Este admirador secreto y de la secreta, grave e impoluto, y José Luis, a quien le dedico un libro y con el que confirmo que sí, que durante algún tiempo en el que me poseyó la locura de hacerme profesor, hace casi treinta años, formamos parte de un grupo de preparación de oposiciones, han acabado por alegrarme el día.
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