miércoles, 25 de diciembre de 2019

El concierto de Navidad

Esta tarde vamos con unos vecinos —y amigos— nuestros, José María y Pau, al concierto de Navidad en el monasterio de Sant Cugat. José María y Pau (que, en catalán, significa 'Pablo', como en el caso de Pau Gasol, pero también 'Paz', como en el de nuestra vecina) son una pareja encantadora y los únicos compradores originarios del piso, junto con nosotros, que siguen viviendo en el inmueble. Nos conocemos, pues, desde hace más de veinte años, y en este tiempo hemos visto crecer a sus hijos, como ellos han visto crecer a los nuestros (además de, ay, vernos envejecer mutuamente), y compartido algunos de los bonitos momentos que suelen darse en toda escalera de vecinos: la luz que se va y nosotros que nos quedamos encerrados en el ascensor; la puerta de casa que se cierra por sorpresa y nos deja en el rellano en pijama y sin llaves; las fascinantes reuniones de la comunidad de propietarios. Y aún hemos vivido más cosas: con José María recuerdo haber ido a un teatro de las Ramblas, hace una década, a ver un espectáculo del añorado Pepe Rubianes (que se quejaba de que lo llamasen Paco Rubiales): pocas veces me he reído tanto. Hoy nos han invitado a acompañarlos al concierto de Navidad, y hacia allí vamos Ángeles y yo, bajo un arcoíris que abarca el firmamento entero, de colores punzantemente nítidos, alumbrado por la lluvia fina que lleva cayendo toda la tarde. El arcoíris traza un arco místico en el cielo, pero lo que nos rodea a ras de suelo es algo mucho más prosaico: la multitud voraz de todas las navidades, una masa de consumidores que recorre con frenesí las tiendas para demostrar, tarjeta de crédito en ristre, su acendrado espíritu navideño. Entramos en el monasterio y admiramos brevemente el suntuoso pesebre desplegado debajo del retablo de Santa Escolástica. Una placa en la capilla nos informa de que la parte superior de la obra fue destruida en 1936. No dice por quién, pero, habiendo ocurrido en el 36, no es difícil suponerlo. Nos sentamos luego al lado de José María y Pau, que nos han guardado sitio. Nuestro banco queda junto a otro hermoso retablo, una pietà de Josep Sala, de 1706, alojada en la capilla del Santísimo, decorada floralmente en blanco y negro. Encima está el órgano del templo, un artilugio enorme que, como todos los órganos, me recuerda a una fábrica en miniatura, con sus claraboyas, sus respiraderos y sus chimeneas. No me resisto a acercarme a contemplar, cerca también de donde estamos, la pieza más valiosa, probablemente, de todo el monasterio: el retablo de Santa Maria de Tots els Sants, obra de Pere Serra, fechada en 1375. Pere Serra estaba más preocupado por el color que por el espacio, y eso se nota en el retablo, cuyos rojos y dorados deslumbran; y también en la iconografía estilizada y minuciosa, aunque no exenta de originalidades: en esta Santa Maria de Tots els Sants, el Niño posa una mano muy blanca en uno de los pechos de la Virgen, como si aferrara una manzana (aquí, también, de la tentación) o asiera un pomo para abrir una puerta. Hoy actúan dos corales, la del Club Muntanyenc ('montañero') de Sant Cugat i la Coral Sant Sadurní, dirigidas ambas por el jovencísimo director Patrick Valls, que se presenta con el pelo largo, pero no coletudo, unas gafas que brillan en la distancia, pese a la penumbra en la que nos encontramos, un traje coherentemente juvenil y una corbata azul celeste. Los miembros de ambas corales aparecen de riguroso negro, aunque las damas vivifican el luctuoso uniforme con bufandas y estolas de colores (y me agrada comprobar que no todas son amarillas). No obstante, en algunos pechos, tanto de hombres como de mujeres, sí descuellan lazos, mariposas o flores amarillas: faltaría más. La sección de cuerda es nutrida, y de los solos se encargarán Irene García, Alejandro López y Héctor dos Santos: los tres, con voces privilegiadas, aunque la acústica del lugar no sea la ideal para que se luzcan. Presenta el acto un cura también joven, con un catalán de Barcelona —esto es, de fonética castellanizada—, lo que me lleva a pensar que es hijo de la emigración o que, por lo menos, no proviene de la Cataluña profunda. En cualquier caso, él también va de riguroso negro. Su toque de color lo da el alzacuellos, que brilla como si fuera una perla que llevase engastada en el cuello. En el parlamento, nos pide que el acto al que estamos a punto de asistir sea también una oración. En mi caso, desde luego, no lo será (o será solo una oración laica, dirigida al dios de la belleza y la emoción). Pero se nota que es un sacerdote que siente lo que vive, o al revés, y eso está bien. A continuación, las corales, fundidas en una, atacan la primera pieza programada: la Misa nº 2 en sol mayor, de Franz Schubert, compuesta por el músico austriaco en menos de una semana, cuando solo tenía 18 años. La voz de la coral, multitudinaria pero única, se eleva como una ola, como una marea que nos bañase, y retumba como un seísmo volátil en las paredes claras de la nave. En esa magnitud asombrosa, destaca la cuña cristalina de la solista, cuyo papel es modesto en esta misa —Schubert estaba más interesado en promover un estado de ánimo devocional, como el cura que nos ha hablado, que en los alardes individuales—, pero que resuelve con transparente eficacia. Me asombra, no deja nunca de asombrarme que los cantantes, como los de estas corales, abran la boca y salga esta maravilla, armoniosa, conjuntada, arrebatadora, bellísima. Yo abro la boca y sale un graznido. Y así ha sido desde siempre: oigo una melodía y reproduzco un borborigmo, algo en los antípodas de mi voluntad, irreconocible, que me brota de dentro como el monstruo de la tripa del astronauta en Alien. Parece no haber conexión entre mi oído y mi aparato fonador, como si un cortocircuito genético me hubiese dejado incapaz de sintonizar, incapaz de cantar. Curiosamente, sí sé reproducir, en el verso, la música verbal que percibo dentro de mí; o eso creo. Pero la música de pentagrama es tan superior a mí como un autobús a una oruga. También me pasma, pensando ahora en Schubert y en todos los compositores, que sean capaces de concebir la frase musical. Yo no puedo: ni siquiera soy capaz de concebir una letra, una coma musical; mi cerebro no procesa sonidos desvinculados de las palabras. Los reconoce, sí, pero se niega a engendrarlos. El suyo, en cambio, sí: transmuta el sentimiento en esa emoción algebraica, químicamente pura, que es la música. Qué maravilla. Qué envidia. Y eso aunque no se entienda nada del libreto. En la misa de Schubert solo identifico varios "Amen" y un puñado de "¡Hossanna!" ("Hossanna in excelsis", creo que dicen), que no dejan de ser expresiones previsibles en una pieza litúrgica. Todo lo demás es una pasta inextricable, pero da igual: como si cantaran la lista de la compra o la alineación del Barça. Tras la Misa de Schubert, le toca el turno a la Kantate zum 1. Advent BWV 61 Nun komm, der Heilen Heiland ('Ven ahora, Salvador de los gentiles'), de Bach. Si el austriaco me ha parecido, lo confieso, algo aburrido, el alemán brilla desde el principio. Beethoven siempre impresiona, componga lo que componga: una nana suya nos encendería a todos. Tampoco aquí se entiende nada, y también aquí da lo mismo, aunque en esta ocasión podamos intuir el desarrollo del texto, puesto que en el programa se incluye una traducción al catalán del texto de la cantata, obra de Erdmann Neumeister, cuya primera estrofa es la del himno homónimo de Martín Lutero, que a su vez lo tradujo del himno de adviento de Ambrosio de Milán Intende qui regis Israel, del siglo IV: Veni redemptor gentium, decía Ambrosio; Nun komm, der Heiden Heiland, escribe Lutero; y Vine, Salvador dels gentils, reza, por fin, la traducción sancugatense. Vigorosamente mecido por los acordes de Bach, observo los movimientos de Patrick, el director: sus gestos espasmódicos se mezclan con parsimoniosos desplazamientos de manos y brazos. Si los primeros dan pie a que sobresalga un instrumento o se subrayen unas notas en particular, los segundos parecen invitar a que el resto del coro y todas las cuerdas y solistas se sumen al pasaje y sostengan una cadencia más ceremoniosa u honda. Y así van sucediéndose las secciones lentas y las rápidas, los recitativos seccos y ariosos, las aceleraciones y los frenazos. La gesticulación de los directores de orquesta es otra de las cosas que siempre me han fascinado: son la música hecha forma; dan al ojo lo que los instrumentos confieren al oído. Von Karajan dirigía como si se estuviera peleando con un endriago. Patrick no llega a tanto, desde luego, pero de vez en cuando suelta un manotazo que tumbaría a un peso wélter. Y ambos lucen una melena muy dicharachera —la de Herbert, más añoso, blanca; la de Patrick, poco más que adolescente, negra—, que contribuye a hacer visible lo tocado. También me encanta la liturgia del concertismo: que el director, justo después de acabar, le estreche efusivamente la mano al primer violín (algo que, a veces, todavía sucede tras una lectura de poesía, sobre todo si se celebra en Centroeuropa o Hispanoamérica); que le regalen flores a la solista; que el director salga del escenario y espere un momento, mientras el público sostiene los aplausos, para volver a saludar, como si lo hiciera requerido por la ovación; o que se ofrezca un bis, que en este caso tampoco falta: una obertura de Beethoven que nos deja, al mismo tiempo, exaltados y serenos. El cura, antes de salir, nos recuerda que el concierto es gratis para el público, pero no para los organizadores, y que se agradecerá que contribuyamos con la voluntad. Dejamos un billete en el cesto que esgrime una parroquiana. Al salir, compruebo que me ha llegado al guasap —que tenía en silencio— uno de esos mensajes guarros que circulan por las redes, y que me ha mandado un amigo rijoso. Mientras sonaba Bach. Ah, qué extraña es la vida, qué contradictoria. 

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