He leído estos días un libro estupendo: El encargo. Un abogado en el juicio del procés, del abogado Javier Melero. Supe de él por un artículo de Vargas Llosa en su tribuna de El País. En ella, el hispano-peruano —un no nacionalista que acumula nacionalidades y que hasta ha querido ser presidente de una nación— lo elogiaba calurosamente, ponderando sus virtudes narrativas y la calidad de su prosa. Vargas Llosa lleva mucho tiempo entregado a la dudosa causa del neoliberalismo —y del españolismo feroz que aún representa, ay, Ciudadanos— y como novelista aporta ya bien poca cosa, pero sigue siendo un buen crítico literario. Además, entre las cosas que alababa del libro había unas cuantas que captaron mi atención. Siempre hay que fijarse en eso: en las citas que el reseñista transcribe, o en los detalles que subraya, del libro reseñado, antes que en las grandes ideas que formula, si es que formula alguna. Y Vargas Llosa decía que Melero prestaba mucha atención a cómo vestían las personas de las que hablaba, a los licores que tomaban —también el propio Melero—, a sus rugosidades humanas y morales. Eso me indujo a pensar que El encargo, probablemente, no sería el enésimo tostón sobre el laberinto político del procés, ni sobre su dimensión jurídica —insondable—, ni sobre sus consecuencias socioeconómicas —más insondables todavía—, sino un relato con calor y color, vívido y distinto. Y no me equivocaba. El encargo es la descripción de la defensa de uno de los principales líderes soberanistas, y consejero de Interior, cuando se produjo el seudoreferéndum del 1 de octubre de 2017, Joaquim Forn, que le es encomendada a un abogado penalista, Javier Melero, contada por Javier Melero. Lo más interesante de este planteamiento es que Melero no es independentista, más aún, se halla muy lejos del independentismo. Lleva tiempo defendiendo a los sumos sacerdotes del catalanismo —al mismísimo Jordi Pujol; a su hijo y presunto sucesor, el inefable Oriol Pujol; y al padre putativo del movimiento independentista, el mefistofélico Artur Mas— por los desmanes cometidos en el uso de la caja de los dineros, propios y ajenos, pero nunca ha compartido su ideología. Antes bien, Melero participó de la ideología contraria —estuvo, siquiera fugazmente, en la fundación de, ay de nuevo, Ciudadanos—, aunque se desvinculó pronto de la iniciativa, y de aquellos polvos hoy solo conserva los lodos de la amistad con uno de los españolistas más reaccionarios y repulsivos del país, el también catalán Arcadi Espada. De hecho, el rechazo de Melero del nacionalismo se hace extensivo también al español (pese a la lealtad que le guarda a Espada), a cuyos portavoces, mediáticos y políticos, dedica no pocas críticas: sus más cutres representantes en el juicio, los abogados de VOX, personados como acusación popular, Ortega y Fernández, los reyes de la brillantina, reciben algunas de las más lacerantes: "eran menos incisivos que un calippo (...), dos de los peores interrogadores jamás vistos en los tribunales españoles", dice de ellos. La labor de Melero ha sido, con los zombis de Convergència y ahora con los líderes del independentismo, estrictamente profesional. Por eso su defensa, en el reciente juicio celebrado en el Tribunal Supremo, no ha tenido, frente a la de los demás letrados, un carácter político, sino rigurosamente técnico, que le ha valido algunas críticas, pero muchos más elogios. Sus desvelos no se han visto culminados por el éxito —todos los acusados han sido condenados, y a Forn le han caído diez años y medio de prisión, más la inhabilitación absoluta, por sedicioso—, pero, como se enseña a todos los estudiantes de Derecho en primero de carrera y recuerda el propio Melero, su trabajo "es de medios y no de resultados". En El encargo tienen cabida, alrededor del eje central de la narración —la defensa jurídica de sus clientes en el juicio por el procés—, los gustos del autor, que dibujan una personalidad singular y, en muchos casos, admirable, y que son expuestos con ironía y sentido del humor: le gusta, por ejemplo, el boxeo, del que es incluso practicante. Como trasunto de esa condición, cada capítulo del libro aparece precedido por algún epígrafe alusivo, normalmente manifestaciones de púgiles famosos. El primero es revelador: "¿Por qué te has hecho boxeador?", le preguntan a Barry McGuigan, campeón mundial del peso pluma. Y McGuigan responde: "No servía para poeta". (Ay, si todos los que no sirven para poetas en España se dedicaran al boxeo, nuestro país sería una potencia mundial en este deporte). A Melero le encanta también comer y beber: la gastronomía no es para él un mero ejercicio de supervivencia, como acaso sea la abogacía, sino un placer y un signo de civilización, y no es raro, sino frecuente, que en el libro, entre sesión y sesión del juicio, refiera sus sofisticados pero contundentes menús: lengua con bogavante, rabitos de cerdo con anguila o callos con patata y morro. También es un amante de los espirituosos, como todo hedonista que se precie, y sabe gozar del vino, el dry martini o el gimlet, "hecho de ginebra y lima Rose's, y rematado por una guinda verde y desesperanzada". En un pasaje del capítulo 5 (cuyo epígrafe recoge aquella sabia reflexión de Mike Tyson: "Todo el mundo tiene un plan hasta que le cae la primera hostia"), transcribe este diálogo con un amigo suyo: "—¿Te acuerdas de aquel pasaje [de El largo adiós, de Raymond Chandler] en que el cliente pide un cóctel muy, muy seco, y el barman le responde que si lo quiere en polvo? —dijo. —Me gusta más aquel en el que el detective le pregunta al barman qué clase de cliente era el tipo al que buscaba, y el barman le responde: 'de los mejores, callado'". En tercer lugar, si es que todo lo que estoy diciendo admite una clasificación, es un admirador de las mujeres, cuya belleza nunca deja de ponderar. Lo hace con delicadeza, desde luego, contenidamente, porque incurrir en un exceso, y hasta en una levedad, en esta materia puede conducirnos hoy a los infiernos del denuesto público, la jauría digital e incluso los tribunales de justicia. Pero lo hace. Cuando refiere la actuación de una traductora del esloveno en el juicio —que interviene para hacer inteligible la deposición de unos diputados europeos, cuyo testimonio ha solicitado Raül Romeva, otro de los encausados—, escribe: "La traductora era una mujer muy hermosa y lamenté sentidamente la ausencia de más diputados balcánicos". Melero tiene en esto, como en tantas otras cosas, muy buen ojo: las mujeres de Centroeuropa son de las más bellas del mundo. El abogado es, en fin, lector y cinéfilo, y, en general, amante de las artes. Entre sus aficiones literarias, destaca el gusto por la novela negra, y, coherentemente, entre las cinematográficas, por el cine negro, que tanto tiene que ver con la justicia, y, como el boxeo, con el ataque y la defensa. En general, en El encargo Melero se muestra siempre atento a las cuestiones formales, que no son sinónimo de superficiales, sino, strictu senso, de la forma, esto es, de la manifestación visible del contenido: cómo viste la gente, cómo se peina, cómo habla, qué lee, cómo respira. Y eso le da un relieve singular, a la vez crítico y bienhumorado, a la narración. Esta inclinación no solo no perjudica los asuntos de fondo del libro, sino que los subraya: los vivifica. Y esos asuntos son el desarrollo del proceso judicial que ha condenado a los líderes del procés y el ejercicio de la defensa de Forn que ha hecho Melero: es fascinante conocer de primera mano, y desde dentro (aunque con la reserva que impone el deber de confidencialidad, que nunca deja de percibirse), los intríngulis, estrategias y razonamientos que sigue el abogado para la mejor suerte de su defendido. A la justificación (o no) del independentismo, en cambio, Melero le dedica muchísimas menos páginas. Lo despacha con resignación algo desdeñosa y cierto cansancio, el mismo cansancio que sentimos los catalanes no independentistas por esta historia desafortunada e inacabable. Para rematar, tras todas estas peripecias, se esconde cierto ánimo existencial, la asordinada certidumbre de que, en realidad, todo da lo mismo, todo queda en nada, lo cual no es pretexto para la negligencia o la inacción —como en las labores de rescate después de un terremoto o la reanimación de los infartados, uno ha de hacer lo que tiene que hacer, sean cuales sean las expectativas del resultado—, pero sí otorga una sombría lucidez a los actos, una callada desesperación. Reveladoramente, estas son las últimas líneas del libro: "Los cuatro meses que habíamos pasado en el Supremo ya difuminaban sus contornos y se precipitaban con las cálidas ráfagas del viento de junio hacia el silencio y el olvido". Curiosamente, entre los muchos abogados que Melero cita en El encargo, hay uno que fue compañero mío en la facultad de Derecho de Barcelona, Pau Molins, un guaperas con el que no tuve apenas trato, y cuyo atractivo, por lo que cuenta, sigue inmarcesible. Molins es uno de los pocos miembros de mi promoción que ha destacado en el mundo del Derecho: en El encargo comparece como defensor de Santi Vila, el judas del independentismo, pero también ha cosechado fama defendiendo a la infanta Cristina —la proba esposa, que lo ignoraba todo de los negocios de su marido, Iñaki Urdangarín—, a Sandro Rossell —el expresidente del Barça que consiguió fuera declarado inocente, después de pasar dos años en la cárcel—, a Narcís Serra —por unos sobresueldecillos de nada— y hasta a Félix Millet, uno de los saqueadores del Palau y uno de los mayores virtuosos del latrocinio que ha dado jamás el catalanismo político. Semejante ristra de clientes adinerados (normalmente, del dinero de otros) ha hecho, como refiere Melero al ver su despacho en Barcelona, ampliamente iluminado, que Molins estuviera "en condiciones de iluminar un agujero negro". Otro estudiante en aquella facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona de los turbulentos años 80 se ha convertido también en miembro destacado de la abogacía patria, y, en su caso, nunca mejor dicho: Juan José Aizcorbe, que entonces militaba en Fuerza Nueva o en algún otro grupúsculo fascista, y que luego se ha recauchutado en defensor de causas condicentes con su ideología: las Juntas Españolas, el Grupo Intereconomía, don Alejo Vidal-Quadras, la familia Franco y, final y apoteósicamente, VOX, por el que ha sido elegido diputado en las últimas elecciones generales. A Aizcorbe lo recuerdo yo en una asamblea más o menos revolucionaria en la facultad. Ya no me acuerdo de si fue a raíz del golpe de Estado de Tejero o para protestar por alguno de los conflictos que sacudían entonces las calles de la joven democracia española. Estábamos todos reunidos en el Aula Magna, inflamados de ardor reivindicativo, cuando Aizcorbe, que seguía con inquietante atención las intervenciones de los sucesivos oradores, pidió la palabra. Lo escoltaba un gorila de varios metros en todas direcciones que no abrió la boca, ni falta que hacía: su presencia era suficientemente elocuente. Aizcorbe se limitó entonces a decir, ante el silencio estupefacto de los reunidos: "Mientras haya asambleas como esta, ¡habrá palos!". Y allí se quedó, al amparo de su Mike Tyson particular, blandiendo el bate de la mirada, hasta que la reunión se deshizo. Después se marchó, supongo, a apalear a alguno díscolos. Este Aizcorbe es hoy un padre de la patria.
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