El Mercantic es, como su nombre indica, un mercado de antigüedades, o de trastos viejos, según se mire. Está en Sant Cugat, no lejos de donde vivo. Quiero entretener esta mañana fría pero luminosa de domingo visitándolo, como he hecho otras veces con Ángeles. En realidad, lo que me atrae es la librería-teatro El Siglo, un extraño local —antiguamente cine; hoy, sala de variedades cuyas paredes están recubiertas de estanterías llenas de libros y en cuya platea se sienta la gente a ver el espectáculo mientras se toma el vermú— en el que se acumulan, con poco orden y aún menos concierto, varias docenas de miles de libros usados. Hace tiempo que no husmeo en sus plúteos, y me apetece volver a hacerlo: las ganas de rebuscar entre libros viejos se acumulan como los puntos del supermercado. Atravieso, pues, el parque Central, que hoy abunda en perros y en niños, me compro El País en la tienda de la gasolinera de Repsol —casi no quedan quioscos en la ciudad, ni apenas papelerías donde se venda la prensa, así que no hay más remedio que hacerse con el periódico en estos santuarios de los combustibles fósiles, que dentro de no mucho también desaparecerán— y cruzo la avenida Rius i Taulet para subir las escaleras que conducen al recinto del mercadillo. En las horas punta, entre las once de la mañana y las dos de la tarde, se pagan dos euros por entrar. Son las doce, así que me toca apoquinar. Me recibe la voz de melocotón de una cantante contratada por la organización para amenizar la visita. Me fijo a continuación en sus piernas, tan sedosas como su faringe, y empiezo mi deambular. En toda realidad compleja, como sin duda es esta del Mercantic, nuestras inclinaciones orientan nuestra percepción. En la inmensa y heterogénea masa de objetos que me rodean, reparo en cuanto tiene que ver conmigo, o con mis deseos. Así, las máquinas de escribir, que durante los treinta primeros años de mi vida fueron compañeras fieles, familiares, en casa y en el trabajo, y que hoy resultan extrañas como los dinosaurios y solo sirven ya para decorar un aparador en el estudio o el mueble de recibidor. Veo, por ejemplo, una lexicón 80, un aparato jorobado y, pese a ello, de aire militar, por su color caqui, con el que he mecanografiado infinidad de informes en la oficina. Piden 40 euros por él; dentro de unos años, será el doble. Distingo también remotas Underwoods, Remingtons arácnidas y Brothers andróginas. En realidad, las máquinas de escribir son solo un ejemplo de la obsolescencia tecnológica que ha enviado a muchos otros artilugios que se consideraban imprescindibles al cuarto de los cachivaches o, sin más, a la basura (perdón, al punto verde): máquinas de coser, cámaras fotográficas, cajas registradoras y teléfonos de baquelita. Me llama la atención también, aunque esto todavía no haya caído en el abismo de lo inútil —aunque todo se andará—, un gorro de mujer policía inglesa, parecido a un bombín, con la cenefa ajedrezada que caracteriza las prendas de cabeza de los bobbies. El vendedor, cetrino, salta ante mi presencia como picado por un tábano y se apresura a subrayar que es "original" y que solo cuesta 20 euros. Lo descarto: no es caro, pero no me cabe. Muchas tiendas anuncian que hacen muebles a medida, lo que me sorprende un poco: se supone que el Mercantic es un mercado de cosas antiguas. Otra, llamada incomprensiblemente "Le Cirque de la Mouche", se ofrece a restaurarlos. Esto ya tiene más que ver. Entro en algunos bazares polvorientos y en penumbra. Los libros que haya en los estantes atraen siempre mi atención. Veo varios ejemplares de la colección "Artistas Españoles Contemporáneos", dedicados a pintores como Manuel Barbadillo, Juan Gutiérrez Montiel o Josep Guinovart, escritos por poetas: Jacinto López Gorgé, Manuel Ríos Ruiz y Cesáreo Rodríguez Aguilera, respectivamente. Me parece lógico: los poetas son los más capacitados para ejercer la crítica de arte, como también han hecho José Hierro, Antonio Gamoneda, Rafael Santos Torroella, José Corredor-Matheos, Luis Javier Moreno o Juan Luis Calbarro, entre muchos otros, porque solo ellos disponen de los instrumentos y la flexibilidad necesarios para analizar el lenguaje del ojo con el lenguaje de las palabras, siendo ambos, en rigor, incompatibles. Veo también un Anuario legislativo de Hacienda, tan disuasorio por su asunto como por su tamaño. Cuando salgo del local, el dueño les responde a unos clientes que le han propuesto algo: "¡Ningún poblema! ¡Ningún poblema!". Esa debería ser la divisa de la vida: Ningún Poblema. Los poblemas son lo que nos deprime y nos acogota. Paso por delante de una tienda de subastas (durante algunos años, en los 90, asistí con regularidad a una sala de subastas que había en la calle Valencia; nunca hice ninguna adquisición espectacular, pero era divertido pujar y, a veces, conseguir lo que quería) y luego echo un vistazo a un enorme almacén de muebles viejos, de cuyo techo penden docenas de lámparas de araña: parece una colonia de artrópodos. Entro, por fin, en El Siglo, donde no hay nadie tocando, pero ya mucha gente asestándose buenos pinchos y cervezas. Las mesas que ocupan, y ellos mismos, están pegados a las baldas, de modo que resulta imposible mirar los libros. No obstante, por lo que puedo ver, en esta zona han colocado los menos atractivos, al menos para mí: superventas, colecciones populares y novelas con poco interés literario y ninguno bibliográfico. Me adentro en la zona de librería propiamente dicha y empiezo a indagar. Es demasiado grande como para investigarlo todo, así que me centro en mi interés primordial, la poesía, aunque está dispersa en varios puntos del establecimiento. Hurgo en todos. La melancolía me invade enseguida, como me sucede a menudo. Aparecen números de colecciones venerables —La Mano en el Cajón, Rondas, Ámbito Literario, entre otras— hoy literalmente desvanecidas en el polvo. También muchos ejemplares dedicados. Las dedicatorias lucen, en las páginas de respeto, como pecios del naufragio de un amor o una amistad, o como ejercicios de hipocresía, esto es, de conllevanza social, que han desembocado en lo que en realidad las animaba: la nada. Por suerte, no doy con ningún libro mío, dedicado o no, aunque sí con un volumen colectivo de homenaje a Gerardo Diego, publicado por Devenir, en el que participé hace 25 años con un poema de los que escribía entonces, entre gongorinos y nerudianos. Muchos de estos libros dedicados lo han sido a la misma persona, una poeta de muchos kilos, cuyos herederos, es obvio, han decidido desprenderse de una biblioteca de muchos kilos también. Entre estos, descubro un poemario, Silence d'or, de Marie-Alice Korinman, que todavía conserva la tarjeta de presentación que insertó entre sus páginas cuando se lo dedicó a la interfecta. Marie-Alice Korinman fue una pintora y poeta francesa radicada en Castelldefels, que escribía tanto en francés como en español. Era mayor y muy bella. Tenía una melena blanca. Fuimos amigos. Yo la visité en su casa de la playa varias veces y le prologué una buena novela, Luz de invierno. Ella me regaló dos cuadros que aún cuelgan en mi comedor. El número de poetas que me son desconocidos es abrumador. También abundan autores que tuvieron alguna relevancia, siquiera local o anecdótica, en los años 60, 70 y 80, y que hoy no están en ninguna parte: en ningún manual, en ninguna antología, en ningún recuerdo, sino solo aquí: en el cajón de los libros desechados. Tanto esta tenacidad por escribir —y publicar— versos como la ineludible caída de casi todos en el olvido me conmueven tanto como me avergüenzan. No faltan varios títulos de Mario Ángel Marrodán, aquel prolifiquísimo vate —escribió más de 400 libros— a quien algún colega harto o maligno, o ambas cosas, dedicó este simpático pero venenoso epigrama: "Caramba, dijo el cartero, / tres libros de Marrodán / ¡y estamos a dos de enero!". Me llaman también la atención los muchos ejemplares que localizo de unos mismos títulos. Por ejemplo, de La partenza, de Francis Vielé-Griffin, aquel decadentista amigo de Mallaramé, y Poemas, del argentino Jacobo Fijman, ambos publicados por Olifante. No sé por qué hay tantos aquí. ¿Se saldaron en algún momento? Si no los tuviera los dos, los compraría. Los que sí compro son otros, como una primera edición de Ciclo do cavalo, del gran António Ramos Rosa, publicado en Lisboa en 1975. Desgraciadamente, el librero ha intuido el valor del libro —por otra parte, de aspecto anodino— y lo ha tasado en 20 eurazos. Localizo más libros interesantes, pero para hacerlo he de subirme a una escalera y trepar hasta una estantería amenazadoramente alta. La poesía me importa (todavía) mucho, pero no quisiera morir por ella, y menos partiéndome el cuello en una librería de segunda mano. Con toda la precaución de que soy capaz, repaso los volúmenes de la sección y descubro un cuadernillo de la Fundación Cultural Generación del 27, de Málaga, con poemas de un viejo amigo, aunque hoy nuestra amistad esté, si no truncada, sí abollada. No obstante, es un poeta magnífico, al que he dedicado una cariñosa atención crítica, y el libro, además, está dedicado, con una caligrafía sinuosa, llena de eses que se encrespan y ges que se sumergen, a la misma poeta gorda cuya biblioteca, esa sí, han saldado sus causahabientes. Me lo quedo, pues. Y también me quedo con Poemas, la poesía completa de un poeta barcelonés, Jorge Folch, que estaba destinado a formar parte de la generación del 50, pero que murió ahogado en 1948, a los 22 años. En 1950, dos de sus amigos de la carrera de Derecho y con inquietudes literarias como él, Alberto Oliart y Carlos Barral, publicaron el volumen —pagado por el padre de Jorge, Joaquín Folch— que reunía toda la poesía que había escrito en su corta vida. Pese a la calidad del hallazgo, el precio es alto: 50 euros. Comparo precios con el móvil —bendito sea— e iberlibro me informa de que hay otros ejemplares en librerías de Barcelona a mitad de precio. Yo soy muy mal regateador, quizá porque no me gusta regatear. Pero no puedo resistirme a hacerle notar al encargado del local —un mexicano que me ha contado, cuando le he preguntado por el precio de una curiosa edición de Los alcaldes de Daganzo, de Cervantes, publicada en 1916 por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, que en Guanajuato se representan cada año los entremeses cervantinos— la enorme diferencia que hay entre el precio de su ejemplar y el de otros que se pueden adquirir en la ciudad, y, para mi sorpresa, el hombre, tras comprobar en el ordenador que lo que le digo es cierto, me lo rebaja a 25 euros. Y, como el cuadernillo de mi amigo poeta no tiene precio marcado, también me pregunta para determinarlo: "¿Está vigente?". No entiendo lo que quiere decir: "¿Que si está vigente su poesía?", le repregunto. "No, si está vivo él". "Ah, sí, está vivo, muy vivo, aunque, según dice, lleno de achaques". Me lo deja en cinco euros. Antes de marcharme, no puedo resistir la tentación de echar un ojo a los libros de viajes: estoy escribiendo sobre Chipre y me gustaría encontrar con lo que documentarme. No doy con nada sobre Chipre, pero sí con dos títulos interesantes sobre Inglaterra: una segunda edición de Londres para turistas pobres, de Joaquín Merino, de 1969 (que, de hecho, me da rabia encontrar, porque esa es una idea que yo también había tenido: escribir una guía para sobrevivir con poco dinero en Londres, una de las ciudades más caras del mundo, pero que deseché al dejar la ciudad del Támesis: es imposible hacerlo si no se vive allí), e Inglaterra vista por los españoles, de Luis de Castresana, publicado por Plaza & Janés en 1965, un extenso compendio de lo que han escrito cronistas, escritores y periodistas españoles que han visitado la Pérfida Albión a lo largo de la historia. Y, de nuevo, también eso es algo que en algún momento tuve intención de compilar, aunque en este caso todavía no he renunciado del todo a hacerlo. De cualquier modo, ambos libros constituyen una cura de humildad: en literatura, lo que se le ocurra a uno, seguramente otro lo ha escrito ya. El reto no será, pues, inventarlo, sino mejorarlo. Es importante recordarlo.
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