La especie de los poetas que han muerto jóvenes –una raza singular de bartlebys: los que han dejado de escribir no por voluntad propia, sino por defunción repentina– constituye un capítulo particular, y muy concurrido, de la historia de la literatura. En España tenemos unos cuantos: Félix Francisco Casanova, aquel adolescente canario –tenía 19 años– que murió en una bañera, luego de aportar al río de la literatura un diario maravilloso, Yo hubiera o hubiese amado; Manuel Antonio, el formidable poeta gallego, marinero y tuberculoso, fallecido con 29; Miguel Hernández, otro tuberculoso, al que Franco dejó morir en una cárcel infecta a los 31; Pedro Casariego Córdoba, suicidado a los 37; y dos que dijeron adiós a los 38: Carmen Jodra y Federico García Lorca, este también por cortesía de Paco. De otro, catalán, encontré hace poco, en una librería de viejo, un ejemplar de su poesía completa, publicada póstumamente. El libro tiene el lacónico título de Poemas y data de 1950; lo publicó el padre del autor, un rico industrial, para honrar la memoria de su hijo. El poeta era Jorge Folch. Murió, con 21 años, por hidrocución, que es lo mismo que electrocución, pero en el agua; es decir, murió ahogado. Y fue una muerte estúpida, si es que hay alguna que no lo sea. Al joven Folch, interesado por la alquimia y las ciencias ocultas, le fascinaba el mundo subterráneo y solía chapuzarse en una cisterna con sifón que había en su casa, desde la que nadaba hasta un pozo cercano, en el que salía a respirar. Pero aquella mañana del 28 de marzo de 1948 lo abandonaron las fuerzas o le dio un pasmo, porque no llegó al pozo y se quedó para siempre en el subsuelo amado (aunque La Vanguardia del día 30 informaba, en la sección de «Muertos por asfixia», de que Folch se había ahogado «mientras se bañaba en el estanque del merendero sito en la calle de Panamá». La tragedia resultaba así más presentable, como un accidente en un lugar de recreo, mientras se tomaba un chocolate con churros, en vez de algo achacable a la insensatez de su protagonista).
Folch, cuyo segundo apellido era Rusiñol, era hermano de un destacado químico y sobrino nieto de Santiago Rusiñol, el pintor y escritor modernista. Su relación con el mundo del arte y la inteligencia le venía, pues, de familia. Vivió tan poco que solo tuvo tiempo de publicar un libro, Creso Livio, en edición privada, que supongo también pagaría su padre, en 1947 (y de la que hoy Iberlibro solo ofrece un ejemplar, por 150 euros; yo pagué 25 por sus Poemas). Pero tanto en este volumen como en las demás composiciones reunidas en Poemas, Folch demuestra una ímpetu, una pujanza, que, de haber llegado a materializarse, lo habría situado en el centro de aquella Escuela de Barcelona del medio siglo, en la que militaron Gil de Biedma, Barral, José Agustín Goytisolo y Alfonso Costafreda, entre otros. De hecho, Creso Livio se considera el primer libro de esa generación, y Carlos Barral y Alberto Oliart, de quienes Folch era compañero en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, firman el prólogo de Poemas, aunque solo con las iniciales. Oliart revela en él: «Se metió en las alcantarillas para ensordecer con el estruendo de sus misteriosas y profundas resonancias –solía contarme cómo repercutían allá abajo, en el mundo muerto, los pasos de los de arriba, de los del mundo vivo». El interés de Folch por las cloacas cuajó en un romance de Poemas, «Tomás el alcantarillero», que empieza así: «Miradle cómo se acerca / jorobado y macilento, / chapoteando las botas / en el canalillo fétido, / los hombros van golpeando / las paredes del estrecho / pasadizo: telarañas / han tapizado su cuerpo; / las que cuelgan va quemando / con la llama del mechero». En la siguiente estrofa resuena aquella experiencia de los ruidos del mundo exterior oídos en las tinieblas del interior: «Sus oídos embriagados / en los repetidos ecos / de las tapas golpeadas / por las ruedas…».
Folch no alcanzó a pertenecer a la brillante generación del 50, pero tampoco se mezcló con otro grupo de poetas que desarrollaban, en la sórdida Barcelona de los 40, una excelente y muy poco estudiada labor poética en castellano. Un grupo en el que se encontraban, entre otros, Juan-Eduardo Cirlot, Julio Garcés y Manuel Segalá, y en el que también tuvo una incidencia significativa el excelente prosista y poeta, aunque persona abyecta, que fue César González-Ruano, que residió en Sitges entre 1943 y 1946. (José María Fonollosa empezaba asimismo su obra, aún deudora de los modelos del 27, pero Fonollosa no se mezcló nunca con nadie). Difícilmente podía tener Folch cabida en aquella constelación de poetas: no compartía las simpatías por el Régimen de algunos de ellos y, sobre todo, pertenecía a otra clase social. Y, aunque era proclive a las tabernas, no frecuentaba las que acogían las tertulias de unos y otros: la cervecería Glaciar, en la que González-Ruano escribía sus artículos, que todavía subsiste en la plaza Real, aunque exenta de escritores e invadida por los turistas; y La Leona y La Jungla, cercanas en nombre y situación –ambas en el Barrio Chino–, donde se reunían los surrealistas –Cirlot, Garcés, Segalá–. Cirlot llevó hasta el extremo, hasta casi la quiebra, la condición de ars combinatoria de la poesía, desarticulándola y permutándola, empapada de símbolos; Julio Garcés, soriano, compuso una obra extraordinaria pero extrañamente silenciada, quizá porque en 1950 emigró a Venezuela y luego al Perú en pos de una bailarina de ballet clásico (también Segalá y Fonollosa se marcharon a América, que entonces tenía mucho tirón): «Mi nombre es soledad mi nombre es nieve / Mi nombre es un pasado de ciudades / Mi nombre es el jardín donde respiro / Lejano y solo y blanco y apartado», escribe Garcés en uno de los grandes poemas de la poesía española del siglo XX, «Mi nombre es ayer»; y Segalá mezcló, más extrañamente todavía, irracionalismo y neoclasicismo, y alumbró unas «poesías medio místicas que tenían poco que ver con su existencia atropellada», como escribió González-Ruano en sus memorias. Folch y todos ellos, aun sin tratarse, configuraron un mundo ya perdido, pero del que es preciso preservar, y releer, una poesía renaciente y sombría, pero también, a menudo, esplendorosa.
Folch, cuyo segundo apellido era Rusiñol, era hermano de un destacado químico y sobrino nieto de Santiago Rusiñol, el pintor y escritor modernista. Su relación con el mundo del arte y la inteligencia le venía, pues, de familia. Vivió tan poco que solo tuvo tiempo de publicar un libro, Creso Livio, en edición privada, que supongo también pagaría su padre, en 1947 (y de la que hoy Iberlibro solo ofrece un ejemplar, por 150 euros; yo pagué 25 por sus Poemas). Pero tanto en este volumen como en las demás composiciones reunidas en Poemas, Folch demuestra una ímpetu, una pujanza, que, de haber llegado a materializarse, lo habría situado en el centro de aquella Escuela de Barcelona del medio siglo, en la que militaron Gil de Biedma, Barral, José Agustín Goytisolo y Alfonso Costafreda, entre otros. De hecho, Creso Livio se considera el primer libro de esa generación, y Carlos Barral y Alberto Oliart, de quienes Folch era compañero en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, firman el prólogo de Poemas, aunque solo con las iniciales. Oliart revela en él: «Se metió en las alcantarillas para ensordecer con el estruendo de sus misteriosas y profundas resonancias –solía contarme cómo repercutían allá abajo, en el mundo muerto, los pasos de los de arriba, de los del mundo vivo». El interés de Folch por las cloacas cuajó en un romance de Poemas, «Tomás el alcantarillero», que empieza así: «Miradle cómo se acerca / jorobado y macilento, / chapoteando las botas / en el canalillo fétido, / los hombros van golpeando / las paredes del estrecho / pasadizo: telarañas / han tapizado su cuerpo; / las que cuelgan va quemando / con la llama del mechero». En la siguiente estrofa resuena aquella experiencia de los ruidos del mundo exterior oídos en las tinieblas del interior: «Sus oídos embriagados / en los repetidos ecos / de las tapas golpeadas / por las ruedas…».
Folch no alcanzó a pertenecer a la brillante generación del 50, pero tampoco se mezcló con otro grupo de poetas que desarrollaban, en la sórdida Barcelona de los 40, una excelente y muy poco estudiada labor poética en castellano. Un grupo en el que se encontraban, entre otros, Juan-Eduardo Cirlot, Julio Garcés y Manuel Segalá, y en el que también tuvo una incidencia significativa el excelente prosista y poeta, aunque persona abyecta, que fue César González-Ruano, que residió en Sitges entre 1943 y 1946. (José María Fonollosa empezaba asimismo su obra, aún deudora de los modelos del 27, pero Fonollosa no se mezcló nunca con nadie). Difícilmente podía tener Folch cabida en aquella constelación de poetas: no compartía las simpatías por el Régimen de algunos de ellos y, sobre todo, pertenecía a otra clase social. Y, aunque era proclive a las tabernas, no frecuentaba las que acogían las tertulias de unos y otros: la cervecería Glaciar, en la que González-Ruano escribía sus artículos, que todavía subsiste en la plaza Real, aunque exenta de escritores e invadida por los turistas; y La Leona y La Jungla, cercanas en nombre y situación –ambas en el Barrio Chino–, donde se reunían los surrealistas –Cirlot, Garcés, Segalá–. Cirlot llevó hasta el extremo, hasta casi la quiebra, la condición de ars combinatoria de la poesía, desarticulándola y permutándola, empapada de símbolos; Julio Garcés, soriano, compuso una obra extraordinaria pero extrañamente silenciada, quizá porque en 1950 emigró a Venezuela y luego al Perú en pos de una bailarina de ballet clásico (también Segalá y Fonollosa se marcharon a América, que entonces tenía mucho tirón): «Mi nombre es soledad mi nombre es nieve / Mi nombre es un pasado de ciudades / Mi nombre es el jardín donde respiro / Lejano y solo y blanco y apartado», escribe Garcés en uno de los grandes poemas de la poesía española del siglo XX, «Mi nombre es ayer»; y Segalá mezcló, más extrañamente todavía, irracionalismo y neoclasicismo, y alumbró unas «poesías medio místicas que tenían poco que ver con su existencia atropellada», como escribió González-Ruano en sus memorias. Folch y todos ellos, aun sin tratarse, configuraron un mundo ya perdido, pero del que es preciso preservar, y releer, una poesía renaciente y sombría, pero también, a menudo, esplendorosa.
(Este artículo se publicó en la tribuna «Otras latitudes», de La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 22 de enero de 2020).
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