sábado, 8 de febrero de 2020

Benito Pérez Galdós. La verdad humana

Hoy mi amiga Teresa y yo vamos a visitar la exposición Benito Pérez Galdós. La verdad humana, que ha organizado la Biblioteca Nacional con motivo del centenario de la muerte del escritor canario. Hacía tiempo que no me dejaba caer por la Nacional: desde que hube de hacer algunas averiguaciones sobre César González-Ruano, un escritor, por cierto, en los antípodas, literarios y morales, de Galdós. Hay cola para entrar. Una mujer detrás de nosotros le dice a su acompañante, otra mujer, que ella ha venido a docenas de exposiciones en la Biblioteca y que nunca había encontrado una cola como esta. Es verdad, alguna gente espera para entrar. Pero esto no es nada comparado con Londres: allí las filas que se forman para visitar las exposiciones —da igual que sean de pintura o de macramé— son monstruosas, épicas, vaticanas. Y aquí solo hay docena y media de galdosianos. Yo me considero galdosiano únicamente por Fortunata y Jacinta, que leí con deslumbramiento, maravillado por la capacidad arquitectónica de Galdós: por su fuerza y su habilidad para levantar el prodigioso edificio narrativo del libro. Aparte de Fortunata y Jacinta, no lo he leído demasiado —algún episodio nacional, alguna otra novela, que recuerdo poco—, pero esta se basta para que considere al escritor canario uno de los grandes autores del siglo XIX europeo. Galdós iba para hombre de orden —había nacido en una familia de militares, que lo envió a Madrid a estudiar Derecho—, pero, tras un primer curso de leyes, se dio al periodismo y, lo que es peor, a la literatura. También se pronunció muy pronto contra el estatus político: aplaudió la Revolución Gloriosa que depuso a la reina Isabel II en 1868 y la proclamación de la Primera República en 1873. De Galdós sorprende la versatilidad y el polifacetismo: en lo más suyo, la literatura, menos poesía —era un hombre inteligente—, escribió de todo: novela, cuento, teatro, ensayo, artículos (colaboró en infinidad de periódicos, muchos de cabeceras memorables: El Ómnibus. Periódico de Noticias e Intereses Materiales, Revista Mensual Tyflofila, Alma Española, El Progreso Agrícola Pecuario, y hasta fundó uno: La Antorcha, en 1862), libros de viajes y traducción (vertió al castellano Los papeles del Club Pickwick, de su admirado Dickens, y la publicó en La Nación. Diario Progresista: en el ejemplar que se exhibe en la exposición, donde aparecía como un folletín, por entregas, el texto de Galdós está al lado de un anuncio de aceite de bellotas), y fue asimismo editor: en 1896, llevó a juicio a quien lo había sido suyo hasta entonces, porque desconfiaba de que le pagase lo que le correspondía, y decidió hacerse editor él mismo, lo cual le procuró no pocos dolores de cabeza. Además de todo eso, Galdós tocaba el piano (vertical, no de cola; el que se muestra en la exposición luce dos candeleros encima del teclado) y el armonio; pintaba (se exponen algunas marinas, una de ellas en una pandereta); y nunca, hasta sus últimos años, renunció a la actividad política: fue diputado a Cortes por Guayama, en Puerto Rico (la práctica de presentarse por circunscripciones que no tienen nada que ver con uno, aún hoy practicada cuando se trata de que algún notable no se quede sin escaño en el que acurrucarse, tiene, como se ve, una larga tradición), y luego, entre 1907 y 1916, por Madrid y Las Palmas, primero en el Partido Liberal y luego en la Conjunción Republicano-Socialista, una coalición de partidos republicanos y el PSOE. Viajó bastante, y de sus recorridos por Inglaterra y Escocia, a donde fue a visitar a su amigo José Alcalá Galiano, dejó un libro muy interesante, La casa de Shakespeare, del que aquí se muestra una primera edición, sin fecha de edición, aunque se estima publicada hacia 1895. En La casa de Shakespeare, Galdós recuerda cuando se asomó al libro de firmas de la casa natal del escritor inglés y vio, asombrado, que no figuraban nombres españoles: «Creo —escribe— que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta…». Junto con ejemplares de la primera edición de prácticamente todos sus libros, las vitrinas acogen pilas y pilas de las cuartillas en las que los escribía: tacos gruesos, grisáceo-amarillentos y cubiertos de una caligrafía menuda, inclinada, generosa en tachaduras y enmiendas, hecha a plumilla. Galdós fue candidato el premio Nobel en 1912, pero los tradicionalistas, que nunca le perdonaron sus ideas progresistas ni la crudeza, pero a la vez el calor humano, con los que exponía las condiciones de vida en la España de su época, conspiraron para que no le fuera concedido. Asombrosamente, aquellos tradicionalistas eran españoles. Prefirieron que lo ganara un alemán, el hoy olvidado Gerhart Hauptmann, a que lo hiciera un compatriota. La España cainita nunca defrauda; y los partidarios de la reacción, menos que nadie. Su éxito entre las mujeres creció a la par que su éxito literario. Los testimonios de sus amigos y contemporáneos apuntan a una soterrada predilección por las meretrices. No obstante, parece haber mantenido copiosos amoríos con actrices y cantantes, de las que se encontraba muy cerca —y nunca mejor dicho— por su condición de dramaturgo de fama. Aunque su pareja más célebre fue la también novelista Emilia Pardo Bazán, con la que mantuvo una relación de veinte años. La Pardo Bazán era una escritora de fuste, pero no era precisamente una belleza. Juan Valera, con su habitual malignidad, dijo de ella que «parecía una sandía», una impresión que no puede sino ratificarse a la vista de las imágenes que se conservan de doña Emilia en los años en que se acostaba con Galdós. Pese a ello —o quizá por ello, nunca se sabe—, su atractivo era indudable, al menos entre escritores y artistas: además de su largo idilio con don Benito, mantuvo otros, más breves pero no menos intensos, con el catalán Narcís Oller y el navarro Lázaro Galdiano; y los mantuvo al mismo tiempo que otorgaba sus favores a Galdós, lo que, comprensiblemente, no agradó a este, que reflejó su disgusto en dos novelas: La incógnita y Realidad. Por su parte, el escritor mantenía otra relación con la modelo Lorenza Cobián, de la que nació la única hija que reconoció, María. Como se ve, el mundo sentimental de Galdós fue de todo menos tranquilo. De su romance con la Pardo Bazán han quedado las muchas cartas que esta le escribió, algunas de las cuales se muestran en la exposición, donde queda constancia de que aquel cuerpo monumental no solo no suponía ningún inconveniente, sino que era motivo de holganza y excitación: «Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de la Academia y de tonterías. ¡Pero antes morderé tu carrillito!», le escribe en una carta de 1889. Los últimos años de Galdós, aunque se encontraba en la cúspide de su gloria, no fueron fáciles: siempre endeudado hasta las cejas —recurría a usureros para sufragar las muchas obligaciones que había adquirido como amante y no dejaba de dar dinero a todo aquel que se lo pidiese—, se fue quedando ciego: por eso aparece con gafas oscuras en las fotos de esa época y en una breve grabación —la única que se conserva de él— que se proyecta en una de las salas, donde aparece con gorra, gabán, bufanda, bastón y acariciando a un perro. A Galdós le gustaban los chuchos: en muchas fotografías aparece así, con un perro cerca. Su ceguera, como es natural, también le impedía escribir, pero, para no dejar de trabajar, le dictaba sus obras a su secretario, Pablo Nougués. El escritor murió en 1920. Acompañaron el cortejo fúnebre por las calles de Madrid 30.000 personas, entre las que apenas se contaban autoridades. Su sepelio constituyó un homenaje del pueblo llano. El Estado, en cambio, no dijo ni mu. La España oficial, la España conservadora y cutre, una vez más, desdeñó a un hijo insigne, un autor a la altura de Dickens o Balzac, un testigo lúcido, feroz y misericordioso de un siglo turbulento. La exposición despliega, a lo largo del recorrido, un vasto aparato gráfico: reconocemos el famoso retrato de Galdós hecho por Christian Franzen, en el que aparece meditabundo, con la cabeza apoyada en la mano; otro retrato del Galdós joven, obra de Manuel García el Hispaleto (un apodo que pretende evocar, supongo, al clásico Canaleto, pero que a mí no me suena bien), donde transmite una serenidad que podría confundirse con la indiferencia, o incluso con la vaciedad; los dos óleos que Sorolla pintó del escritor (en uno de los cuales, también célebre, aparece con lazo, bastón y pipa; el otro está en la Hispanic Society, en Nueva York); el busto en escayola de Victorio Macho, autor también de la enorme escultura del escritor en el Retiro (a cuya inauguración en 1919 asistió este ciego y en silla de ruedas, aunque quiso levantarse para tocar el busto y lloró al reconocerse); y, entre las muchas fotos, una en su quinta de San Quintín, en 1911, con Margarita Xirgu, la principal actriz de su época, cuyos rasgos no son finos, sino más bien los de una campesina. También abundan los carteles de las películas inspiradas en sus libros, como Tristana, que dirigió Buñuel; Fortunata y Jacinta, protagonizada por Emma Penella; o El abuelo, de la que José Luis Garci hizo un almibarada versión, como casi todo lo suyo, en 1998. Por su parte, la mucha gente que asiste a la exposición no para de hacer fotos. Y, mientras yo acabo de verlo todo, a Teresa le da tiempo de meterse entre pecho y espalda otras dos exposiciones de la Biblioteca: La Constitución por Forges y El exilio republicano de 1939, ochenta años después. Eso sí que es eclecticismo y capacidad de absorción cultural.

1 comentario:

  1. El día 9 de enero me planté en Madrid para ver esta exquisita exposición.No tengo tus conocimientos pero disfruté de las explicaciones de una magnífica guía.

    Un abrazo, Eduardo.

    ResponderEliminar