Hace algunos días, antes de que la borrasca Gloria copara todas las noticias, se produjo en España una catástrofe terrible, que podría haber sido más terrible aún: una explosión en la petroquímica de Tarragona. Tarragona lleva muchos años, décadas ya, conviviendo con el peligro: forma parte de su realidad cotidiana. Cada cierto tiempo hay algún incidente. Por suerte, ninguno ha sido como Chernobyl o Fukushima, pero nos recuerda que la amenaza planea sobre la provincia (y más allá). Esta vez fue algo más que un incidente: explotó un tanque de veinte toneladas de óxido de etileno, un gas muy inflamable que se utiliza para fabricar materiales destinados a coches y ordenadores, perteneciente a la empresa IQOXE. Murieron tres personas y siete más resultaron heridas, algunas muy graves. De los tres fallecidos, dos eran trabajadores de la planta, pero el tercero, no: el tercero era un frutero que estaba en su casa, a tres kilómetros de la explosión. Supe de su fallecimiento con asombro y desolación. Al parecer, el estallido sembró de metralla la zona. Pero la metralla no eran pequeños —aunque siempre mortíferos— fragmentos metálicos, sino piezas grandes como armarios. Uno de ellos, de 800 kilos de peso, salió disparado, voló los tres kilómetros que lo separaban del inmueble donde vivía el hombre, e impactó en él. No dio en su piso, sino en el de arriba, donde en aquel momento, por fortuna, no había nadie. Pero el golpe fue tan brutal que el suelo del apartamento se hundió y aplastó al inadvertido frutero. ¿No es increíble morir así? ¿No resulta inconcebible que uno se despida de este mundo porque un pedazo de metal de casi una tonelada, despedido por una explosión en una fábrica química, destruya el piso de tu vecino y sus cascotes te caigan encima, cuando estás en tu casa echando una siesta o viendo la televisión, y te hagan picadillo? Una muerte tan rocambolesca, tan inimaginable, me hizo pensar en un viejo programa de televisión, Mil maneras de morir, una serie norteamericana, estrenada en 2008 (no es, pues, tan vieja), que recreaba formas insólitas de perecer, presentadas siempre como casos reales (indicando nombres, fechas y lugares, y con especialistas —médicos, psicólogos, ingenieros— que explicaban científicamente las circunstancias de la muerte), pero tan inverosímiles que uno siempre las sospechaba fruto de la imaginación desenfrenada de los guionistas. ¿Cómo puede uno morir empalado por una señal de tráfico? ¿O por esnifar hormigas rojas? ¿O atragantado por un tanga comestible? ¿O aplastada por sus propios pechos? ¿O al fotocopiarse el trasero? ¿O por calzarse una salchicha de bratwurst en el muslo para simular un pene privilegiado? Sin embargo, a esta lista, que parece un delirio dadaísta o lisérgico, podría añadirse otra pregunta: ¿Y aplastado por el piso del vecino como consecuencia del impacto de una esquirla de una tonelada escupida por la explosión de una planta química a tres kilómetros de distancia? ¿Qué probabilidades tenemos de morir así? ¿O de cualquier otra manera absurda? Yo tuve una prima a la que nunca conocí. Era una prima segunda: hija de una prima hermana de mi padre. Vivía con sus padres en una tranquila ciudad de los Pirineos franceses. Una mañana se fue al colegio, como todos los días. Iba andando, porque la escuela estaba cerca. Y con todo el cuidado del mundo: no corría, no hablaba con desconocidos y cruzaba las calles cuando el semáforo estaba verde. Pero aquel día hacía viento, y una ráfaga violenta despegó una teja de un tejado, que le cayó en la cabeza y la mató en el acto. ¿Qué probabilidades hay de que el viento arranque una teja y de que, entre todos los lugares en los que podría dar, nos dé justo en la cabeza y nos liquide? Pienso a menudo en las formas de morir y en la forma en que moriré yo. Leí, ya no recuerdo dónde, la reflexión de un autor sobre alguien atropellado por un tren. Alguien a quien atropella un tren, decía el escritor, ya no será jamás más que alguien a quien ha atropellado un tren: es un hecho tan absoluto, tan devastador, que toda su vida, sea quien sea, haya hecho lo que haya hecho, se sumirá en el pozo de ese accidente abrumador. Como el frutero de Tarragona: que se tratara de un buen padre, un frutero honrado, un gran hombre, desaparecerá en el abismo instantáneo de una muerte por aplastamiento; o como mi prima: que fuese una delicada niña de doce años y apuntara a una vida plena, llena de alegrías y tristezas, como todas las vidas, se borrará en la disparatada tragedia de una teja que cae. Una buena muerte honra toda una vida, escribió Petrarca. Pero una muerte descabellada la emborrona toda. ¿Cómo será la mía?, pienso. Lo más probable es que, como casi todos, muera en una cama de hospital o en la de una residencia de ancianos; quizá, con algo de suerte (aunque no estoy seguro de que sea una suerte), lo haga en casa, en mi cama. Pero quizá me esté destinado algo menos común. ¿Como Esquilo, a quien le habían augurado que moriría aplastado por una casa (como el frutero de Tarragona) y murió, en efecto, aplastado por una casa, que resultó ser el caparazón de una tortuga que había dejado caer un águila y que le fue a darle en la cabeza? ¿O como el filósofo Crisipo de Solos o el poeta Julián del Casal, que murieron de un ataque de risa? ¿O como el astrónomo danés Tycho Brahe, que se fue al otro barrio por aguantarse el pis? ¿O como Li Po, que, borracho en una barca, murió ahogado al intentar abrazar el reflejo de la luna en el agua? (Yo ni me emborracho ni monto en barcas). ¿O como el rey Maximiliano I, por una indigestión de melones? (A mí me gustan mucho los melones). ¿O como Isadora Duncan, que expiró estrangulada por su propio chal, atrapado entre las ruedas del coche de su amante? (Por suerte, yo no uso chales). ¿O como aquel presidente de la República francesa, sexagenario o septuagenario, que falleció cuando copulaba con cierta mademoiselle mucho más joven? (Por suerte, yo nunca seré presidente de la República francesa). Sea como sea, solo deseo que no constituya un caso digno de figurar en Mil maneras de morir. Y que no me atropelle un tren.
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