Mi amiga Teresa hacemos hoy una visita al palacio Gaviria, de Madrid, que acoge la exposición Brueghel. Maravillas del arte flamenco. Como llego con alguna antelación a la cita con Teresa, aprovecho para despejarme un poco más de la noche escasamente dormida —ayer me acosté a las tres y media de la madrugada— con otro café con leche en una cafetería situada delante del palacio. Es uno de esos establecimientos galdosianos, con azulejos en las paredes, carteles manuscritos que anuncian el "día de la gamba", gente tomando chocolate con churros en las mesas, y camareros gordos y huraños que te sirven el café como si te tiraran una granada y que luego recogen la taza vacía pasándote el brazo por delante de la cara cuando estás leyendo el periódico. Reunido ya con Teresa, cruzamos la calle y entramos en el lugar. Advierto entonces otro detalle galdosiano: en el vestíbulo hay una tienda de empeños, un puesto de aluminio y poliuretano, parecido a los vestuarios para los albañiles que instalan en las obras, pero con cristales, tras los cuales un señor también gordo y huraño departe con alguien. La entrada al palacio Gaviria, inaugurado en 1851, es majestuosa, pero está muy deslucida: necesita una rehabilitación urgente. Entiendo la razón del deterioro cuando Teresa me explica que, antes de ser sala de exposiciones, fue discoteca y, antes de eso, el centro asturiano. De su pasado como sala de fiestas conserva infinidad de arañazos, quemaduras y quebrantos en las paredes, causados, sin duda, por la actividad febril de los danzantes. No sé hasta qué punto los asturianos contribuyeron a este deslustre, aunque algo de culpa también deben de tener: cuando escancian sidra, lo ponen todo perdido. Nada más comprar las entradas, pregunto por los aseos. La vigilante, con diligencia inusitada, no solo me indica dónde están, sino que hasta me acompaña hasta ellos (sin entrar). Los lavamanos son grandes conchas de cerámica, y los grifos salen de la boca de unos grifos. En la exposición, lo primero que uno aprende es que Brueghel no es un apellido, sino una saga, y muy intrincada. El fundador de la estirpe, y el autor más celebrado de todos, es Pieter Brueghel el Viejo (Pieter I), que tuvo tres hijos, dos de los cuales también se dedicaron a la pintura: Pieter Brueghel el Joven (Pieter II) y Jan Brueghel el Viejo (Jan I). Un hijo de este, Jan Brueghel el Joven (Jan II), emuló asimismo a sus antecesores, bajo los auspicios de Rubens, y procreó once hijos, cuatro de los cuales serían también pintores: Jan Pieter, Abraham, Philips y Ferdinand. Por si todo esto fuera poco, una hija de Jan I se casaría con el pintor David Teniers el Joven, hijo de David Teniers el Viejo y padre de David Teniers III, y Jan II tendría, de su segundo matrimonio, otro hijo pintor: Ambrosio. Maravillas del arte flamenco recorre este tortuoso camino de pintores a lo largo de los siglos XVI y XVII —Pieter I nació alrededor de 1525 y Abraham murió en 1690—, en el que se cruzan otros grandes de la pintura neerlandesa del Barroco, como Rubens o el Bosco. Del Bosco, precisamente, admiramos en una de las primeras salas Los siete pecados capitales. No sin alguna duda, identificamos los siete. Y uno, la ira, lo vemos materializarse en la sala, cuando una señora muy pintiparada, parada delante del cuadro, y un señor con audioguía y aspecto de militar jubilado se quejan en voz alta, para mi pasmo y el de Teresa, de que me excedo en mi examen del cuadro. "Parece que sea suyo", dice el individuo. En mis centenares de visitas a museos de todo el mundo jamás me había encontrado a nadie a quien le molestase que otros visitantes observasen con atención las obras expuestas, ni se me había pasado por la cabeza que algo así pudiera perturbar a ningún amante del arte. Mando a la pareja de censores a hacer gárgaras y continuamos la visita. La exposición abunda, como era habitual en la época, en motivos mitológicos y religiosos. Reparamos en La Virgen de las cerezas, de Joos van Cleve, y, sobre todo, en Guirnalda de flores con las tentaciones de San Antonio, de Jan II, donde las flores, de colores firmes, enmarcan una escena con personajes infernales —monstruos, brujas, criaturas del inframundo—, cruzada por una cinta en la que se lee, en español, Todo es engaño. A la matanza de los inocentes, un tema muy popular en la época, que también cultivaron Pieter I y sus descendientes, se dedican dos cuadros casi iguales: Paisaje invernal con la matanza de los inocentes, de Marten van Cleve, fechado hacia 1570, y Paisaje con las matanzas de los inocentes, de Jacob Grimmer. Aunque es un tema bíblico, ambos pintan una escena flamenca. En el centro del Van Cleve, un soldado está meando contra un árbol: el chorrito describe una elegante parábola; a su alrededor, otros mesnaderos persiguen a los niños, o los cadáveres de estos yacen en el suelo. Grimmer compone algo muy parecido, aunque esta vez el paisaje está nevado y nadie orina. Ambos son cuadros, como muchos de la saga Brueghel, narrativos y detallistas, llenos de sucesos y personajes. En una de las salas más grandes del palacio, cubierta de espejos —una de las mejores pistas de la discoteca que fue—, vemos un ejercicio no de imitación, sino de copia —algo asimismo frecuente en el Barroco—, por parte de dos miembros de la saga Brueghel: Jan II y Ambrosio. El primero firma, en 1630, cuatro alegorías: del olfato (llena de flores), del aire (llena de pájaros), del oído (llena de pájaros, instrumentos musicales y relojes) y del fuego (llena de armas, monedas, cañones y campanas: productos de la fundición). El segundo, en 1645, otras tantas, casi calcadas a las de su padre, aunque asignándoles el nombre de los cuatros elementos de la naturaleza, y, todo hay que decirlo, con menor fuerza pictórica: la tierra (con monos, calabazas enormes y un campesino segando), el agua (con tortugas, langostas y cangrejos), el aire y el fuego. En la obra de los Brueghel, y de sus contemporáneos, es muy común la presencia de plantas y animales exóticos, traídos a los Países Bajos por comerciantes y marineros desde las colonias recién establecidas en el Lejano Oriente. Reconocemos en numerosos cuadros avestruces, pavos reales, loros, cacatúas, tucanes y guacamayos, así como vegetaciones exuberantes que no corresponden a la flora europea. La producción de Jan II tiende a la alegoría: suyas son también una de la paz, con angelotes que tocan la flauta a lomos de un cisne, gente que baila, come pollo y langosta, y se magrea felizmente, edificios, jardines y árboles cargados de frutos; otra del amor, con la estatuilla de un niño meando (la micción era un motivo celebrado en aquellas época, aunque no sabemos muy bien qué tiene que ver con el amor), que nos recuerda inevitablemente al Manneken Pis bruselense, una pareja en el centro de la escena con él acomodado entre los senos de ella —uno de los cuales está desnudo—, otra pareja, ahora de cisnes, acariciándose el cuello, y, de nuevo, gente bailando, edificios (que simbolizan el triunfo de la inteligencia sobre la naturaleza) y árboles frutales; y, en fin, una tercera de la guerra, con leones, lobos y águilas devorando a las presas, armas y armaduras (preciosas) apiladas, y la estruendosa irrupción del dios Marte, que, sin embargo, no transmite la suciedad ni el horror del combate, sino una trepidante sensación de serenidad. También de Jan II, muy prolífico, es El paraíso terrenal, pintado hacia 1625, un tema clásico del arte occidental, aunque en este caso con una escenografía rara, más propia del diluvio universal: la escena se compone de parejas de animales, entre los que no figura la serpiente, ni tampoco el hombre y la mujer: la tríada protagonista del relato edénico brilla por su ausencia. En una exposición de pintura flamenca no podía faltar Rubens, y aquí está, con un conjunto de cuadros en los que sobresalen, y nunca mejor dicho, unas ninfas lechosas y muy bien alimentadas. Destaca Tres ninfas con el cuerno de la abundancia, aunque, para verlo bien, hay que alejarse: de cerca, los reflejos de los focos lo velan hasta hacerlo desaparecer. Quizá por la deficiente iluminación, al acercarme a la cartela informativa me he confundido y he leído: "Tres ninfas con el cuerpo de la abundancia", lo que, en cualquier caso, no carece de sentido: si algo tienen sus cuerpos, es abundancia. Debajo de las ninfas, llama la atención un macaco. Probablemente su presencia se explique para resaltar la belleza de las ninfas: el viejo truco de las bellas y la bestia. En Maravillas del arte flamenco hay cuadros de flores, bodegones y naturalezas muertas por todas partes. Abraham Brueghel, otro alegórico, aporta una Alegoría del verano con naturaleza muerta de frutas, en la que se distinguen una breva, una granada abierta y una calabaza que parece un cerebro, pero es evidente que el vigor de sus antecesores se ha diluido: su obra es más plana, menos expresiva; el neoclasicismo lo ronda, y no sale indemne de ello. Jan I y Jan II firman, al alimón, una Naturaleza muerta de tulipanes y rosas en un jarrón de cristal que reposa sobre una mesa, aunque la prolijidad del título no se corresponde con la exigüidad de lo representado, que es un mero ramo de flores. Otro pintor de la época, Jan van Kessel el Viejo, nos sorprende a Teresa y a mí con un fantástico Estudio de mariposas e insectos, pintado en mármol, que Teresa quiere tocar y, cuando se van los que nos rodeaban, finalmente toca. No le preocupan ni mi moderado escándalo ni la posible presencia de cámaras en la sala: le gusta disfrutar totalmente del arte, también con el tacto. "Es rugoso", me dice con una sonrisa algo maliciosa. Durante un rato, ando inquieto por la posibilidad de que un vigilante aparezca para trincarnos y acompañarnos a la salida, o algo peor, pero, por fortuna, no sucede. El Estudio lo componen dos cuadros con imágenes de insectos y lepidópteros alrededor de un murciélago en el centro. Ambos estallan de precisión y de color. Los animales son los mismos (con alguna excepción: la mantis religiosa está en uno, pero no en el otro), aunque en posiciones diferentes. El mármol brilla con una sedosidad líquida. La última sección de la exposición, titulada "El baile de los pobres", agrupa las obras dedicadas a la representación de las clases más humildes de la sociedad flamenca. Vemos Un gaitero y una caminante en una aldea, de Pieter I, con líneas muy marcadas y expresivas; el Baile de boda al aire libre, de Pieter II, de cuya abigarrada escena a Teresa le llaman sobremanera la atención los prominentes culottes de los danzantes; Las siete obras de la misericordia, también de Pieter II, que cabe interpretar como el contrapeso de aquellos siete pecados capitales del Bosco que tan mal sabor de boca me han dejado al principio, gracias a la señorita Rottenmeyer y al agrio subteniente; y los seis cuadros de Marten van Cleve que integran Boda campesina, cada uno de los cuales refleja un momento del proceso matrimonial: la presentación de regalos (uno de cuyos personajes parece que vaya a estamparle en la cabeza a alguien el taburete que constituye su obsequio), la bendición del lecho nupcial (que hace un cura con un hisopo), la vida de casados (que se manifiesta turbulenta: mientras dos se besan, uno sale por la ventana, ayudado por una mujer)...
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