En la horquilla del plátano que veo por la ventana de mi estudio —allí donde el tronco se ramifica para formar la copa, que ahora es una filigrana de varas festoneadas por botones primaverales y hojas incipientes—, una pareja de palomas ha hecho el nido. Cuando nos establecimos aquí, este y los demás plátanos del parque —y los naranjos, y las higueras, y los chopos— eran solo unos frágiles pimpollos que ni sombra daban, de tan famélicos como estaban. Pero han prosperado y ahora no solo dan sombra, sino también cobijo a muchas criaturas. Las palomas cuyas evoluciones sigo por la ventana son más robustas y de un color gris más homogéneo que las clásicas palomas de ciudad. Sospecho, pues, que no deben de ser palomas, sino alguna otra especie emparentada. Pero mis conocimientos ornitológicos son muy escasos. Alcanzo a distinguir un gorrión de un buitre y, si me concentro, a un cuervo de una cotorra argentina, que se significan fácilmente, pero se me escapan las sutiles diferencias entre casi todas las demás especies. Estos días, y sin moverme de la silla, practico el birdwatching, una actividad que siempre me ha parecido, como la pesca o la contabilidad, atrozmente tediosa. Aunque la verdad es que las palomas —o lo que sean— pasan poco tiempo en el nido. A veces llega una —en otras ocasiones, más raramente, las dos—, se posa en alguna rama aledaña y, poco a poco, a saltitos, se mete en el cubil. Allí no suele hacer nada, salvo mirar alrededor, con esos golpes de cabeza sincopados, típicamente pajariles. Solo de tarde en tarde picotea algo o recoloca una ramita. En el nido, por lo que alcanzo a ver, no hay huevos ni polluelos. Esta pareja aún no ha criado. Por eso, seguramente, la casa está tan solitaria. Además, los pájaros no están recluidos por el coronavirus. Pero la contemplación de las palomas me ha permitido asistir también a algunos momentos dramáticos: cuando una urraca se ha posado, con vigorosos graznidos y aleteos, en las ramas del mismo árbol y ha ahuyentado a las pacíficas palomas. Las urracas tienen una bien ganada fama de ladronas, y gastan mala leche. Con las palomas huidas, las picazas —a las que, curiosamente, también se llama maricas— dan unos cuantos saltos alrededor —y alguna vez dentro— del nido y, frustradas por no haber encontrado nada que llevarse al pico, pero satisfechas de su dominio territorial, o quizá debería decir arborícola, alzan otra vez un vuelo blanquinegro y se alejan en busca de nuevos domicilios que allanar. Las palomas tardan en volver. Cuando lo hacen, de nuevo saltan, miran, picotean y se marchan otra vez. Salvo por la llegada de visitantes indeseados, su vida doméstica es escasa y muy monótona.
La pandemia lo ha alterado todo. Ha alterado el mundo. Nuestra vida no tiene nada que ver con la que manteníamos en lo que, tras apenas tres semanas de encierro, nos parece illo tempore, una época remota, una eternidad. Las rutinas han cambiado. Las costumbres, también. ¿Pero realmente es todo distinto? ¿Nada permanece igual a como era? No. Algunas cosas no se han modificado. Como en la antigua Galia, sometida al yugo romano, pero donde resistía una aldea de galos irreductibles, aún hay cosas que no se dejan doblegar por el virus, núcleos de resistencia indomeñable, héroes de las cosas como siempre han sido. Como Jordi Hurtado y Saber y ganar. Cada tarde, a la hora de la siesta, ahí está Jordi, como siempre, con sus gafas chirriantes, su sonrisa dentífrica y sus hipérboles concursiles (que no concursales), interrogando a los innumerables sabelotodos que, desde hace 23 años, lo alimentan a él y a su familia y nos procuran a los demás, benditos sean, unas siestas inenarrables. Jordi —cuyo padre, por cierto, es de Garrovillas de Alconétar, en la provincia de Cáceres, como el padre de otro Jordi sobresaliente, Évole— ha superado casi un cuarto de siglo a los micrófonos de Saber y ganar, una operación de corazón y multitud de memes, y mantiene el cutis tan terso como el primer día. Jordi Hurtado es el Astérix y el Obélix de la televisión pública, el monolito de 2001: Odisea en el espacio, la fortaleza inexpugnable de Hohensalzburg, el pilar que nunca falla, la deidad eterna. El coronavirus no podrá con él, de hecho, ninguna catástrofe cósmica podrá con él, y eso me consuela y fortalece. Es bueno que algo nos dé certidumbre en estos tiempos de tribulación.
Otro reportaje de la televisión —cuyo consumo ha crecido exponencialmente con la reclusión por el coronavirus; y creíamos que estaba muerta— me hace reflexionar. Entre las muchas actividades que se han potenciado —y difundido por las redes sociales— para combatir el aislamiento está la música. Compositores e intérpretes se conciertan, y nunca mejor dicho, para deleitar a sus compatriotas con sus himnos, romanzas y melodías. Como de lo que se trata es de no dejar de hacer, de seguir haciendo, aunque el mundo se hunda, y de que los demás se enteren, los melómanos continúan, infatigables, tocando sus instrumentos y llenando el aire, tan viciado por la covid, de salutíferas notas. Pero yo me pregunto si ese frenesí interpretativo agradará a los vecinos. No dudo de que tocar la ocarina sea llevadero, pero sospecho que un maestro del piano, el trombón de varas o el bombo practicando en casa, o grabando algo para lanzarlo a las ondas y aliviar así el confinamiento de sus congéneres, no va a aliviar precisamente a algunos de esos congéneres: los paredaños. A veces pienso que una de las medidas contra la pandemia que deberían adoptar las autoridades sanitarias es promover el conocimiento y la aplicación del desafío de Pascal, según el cual "la infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación".
Ayer fui a hacer la compra: ya no me quedaba nada en la nevera. Gracias a Dios, no me encontré a ninguna muchedumbre en el Consum, aunque, ya en la caja, hube de esperar casi media hora a que una clienta concluyera una compra que ocupaba varios contenedores y que debía de alimentar no solo a su familia, sino a toda la urbanización en la que seguramente vivía. Como siempre, me había puesto en la cola más inteligente. Cuando me tocó el turno, y contabilizados ya todos los productos, recordé algo que también quería adquirir, pero que no puede coger uno de los estantes: está guardado bajo llave. "¡Y una botella de ron!", le dije a —o más bien exclamé ante— la cajera. Me pregunto si la animosa dependienta captó la referencia. Pero yo me sentí como John Silver el Largo y sus quince hombres sobre el cofre del muerto. Aunque no llevara un loro en el hombro.
Cuantos más días pasan de reclusión, más se refuerzan los comportamientos que acentúan el llamado distanciamiento social. Parece como si la gente, ante un número de infectados y muertos que no disminuye, radicalizara su aislamiento, se separara aún más de todo. Hoy, cuando he ido a comprar el periódico, me he encontrado con que la quiosquera, que ya se vestía como un buzo y se alejaba del mostrador cuando te acercabas a pagar (en una cajita que había dejado, donde se tenían que echar las monedas), había puesto una enorme caja de cartón delante de ese mostrador para que te mantuvieras a un metro más de distancia. Ahora casi hay que tirar las monedas a la cajita, como un jugador de baloncesto.
Algo bueno que nos ha traído la pandemia es vivir rodeados de héroes. Para los medios de comunicación, muchos, muchísimos lo son: médicos y enfermeras, policías y militares, conductores de autobús y cajeras de supermercado, camioneros y enterradores. Los mensajes se inflaman con cantos a su esfuerzo y abnegación, a su denuedo y sacrificio. Y es verdad que ante la situación excepcional a la que muchos trabajadores se enfrentan, su dedicación y su entrega también son excepcionales, sobre todo las del personal sanitario, que combate a la enfermedad en primera línea. Pero a mí, la verdad, no sé si me gusta esta inflación de semidioses, tan pregonada. Entre otras razones, porque los heroísmos suelen compensar grandes flaquezas, igual que muchas palomitas de los porteros de fútbol esconden grandes descolocaciones. En una sociedad sensata, que procura por el bien de sus ciudadanos y no solo por el medro de los privilegiados, no deberían hacer falta los héroes, sino solo trabajadores responsables y dotados de los medios adecuados para ejercer su responsabilidad. Por otra parte, ensalzar a los héroes de hoy supone desconocer —y ser injusto con— los heroísmos de todos los días, exigidos por unas condiciones de vida lamentables: el de la madre sola que ha de apechugar con un trabajo de mierda y varios críos; el del anciano olvidado por su familia que, no obstante, lucha por seguir viviendo con dignidad; el de la inmigrante que, sin papeles y lejos de su familia, no deja de fregar suelos o cuidar a viejos o enfermos para alcanzar el sueño, siempre postergado, de una vida mejor; el de la infinidad de seres anónimos y olvidados, en fin, que penan, que sufren, pero que, aun así, se esfuerzan cada día por darse, por respetar al otro, por ayudar cuando pueden, por pasar con entereza, y con provecho para todos, esta cosa incomprensible que es vivir. Bien está que se reconozca la generosidad presente de nuestros sanitarios y gendarmes, pero mejor estaría que nos preocupáramos todos —y los responsables públicos, los primeros— porque el heroísmo desapareciera, de una vez y para siempre, de entre nuestras necesidades.
Hoy he encontrado en el buzón un ejemplar del último número de la revista Turia, el correspondiente a los meses de marzo a mayo. Me ha dado una gran alegría. Primero, porque pensaba que Correos ya solo funcionaba simbólicamente; y segundo, porque el hallazgo me ha devuelto una chispa de la normalidad perdida: de aquella normalidad en la que uno enviaba libros por correo a los amigos, o los recibía; o iba a las librerías y los compraba; o quedaba con colegas para charlar de las últimas publicaciones o lecturas; u hojeaba revistas culturales aquí o allá; o asistía a presentaciones o conferencias, o las daba. En fin, todo aquello que conformaba, para su regocijo o su tortura, el cosmos social en el que se mueven los escritores. Turia ha aparecido como siempre, puntual y gordezuela, cargada de letras, rebosante de reseñas. Entre ellas, por cierto, una mía sobre el último poemario de Francisco Javier Irazoki, excelente, El contador de gotas. Y con poemas de buenos amigos: Javier Lostalé, Jordi Doce, Mariano Peyrou, José Ángel Cilleruelo, Cecilia Quílez, Rafael Fombellida, Mercedes Cebrián, José Luis Morante... Turia —sus hacedores, sus distribuidores, sus colaboradores— ha sido mi heroína del día.
Algo bueno que nos ha traído la pandemia es vivir rodeados de héroes. Para los medios de comunicación, muchos, muchísimos lo son: médicos y enfermeras, policías y militares, conductores de autobús y cajeras de supermercado, camioneros y enterradores. Los mensajes se inflaman con cantos a su esfuerzo y abnegación, a su denuedo y sacrificio. Y es verdad que ante la situación excepcional a la que muchos trabajadores se enfrentan, su dedicación y su entrega también son excepcionales, sobre todo las del personal sanitario, que combate a la enfermedad en primera línea. Pero a mí, la verdad, no sé si me gusta esta inflación de semidioses, tan pregonada. Entre otras razones, porque los heroísmos suelen compensar grandes flaquezas, igual que muchas palomitas de los porteros de fútbol esconden grandes descolocaciones. En una sociedad sensata, que procura por el bien de sus ciudadanos y no solo por el medro de los privilegiados, no deberían hacer falta los héroes, sino solo trabajadores responsables y dotados de los medios adecuados para ejercer su responsabilidad. Por otra parte, ensalzar a los héroes de hoy supone desconocer —y ser injusto con— los heroísmos de todos los días, exigidos por unas condiciones de vida lamentables: el de la madre sola que ha de apechugar con un trabajo de mierda y varios críos; el del anciano olvidado por su familia que, no obstante, lucha por seguir viviendo con dignidad; el de la inmigrante que, sin papeles y lejos de su familia, no deja de fregar suelos o cuidar a viejos o enfermos para alcanzar el sueño, siempre postergado, de una vida mejor; el de la infinidad de seres anónimos y olvidados, en fin, que penan, que sufren, pero que, aun así, se esfuerzan cada día por darse, por respetar al otro, por ayudar cuando pueden, por pasar con entereza, y con provecho para todos, esta cosa incomprensible que es vivir. Bien está que se reconozca la generosidad presente de nuestros sanitarios y gendarmes, pero mejor estaría que nos preocupáramos todos —y los responsables públicos, los primeros— porque el heroísmo desapareciera, de una vez y para siempre, de entre nuestras necesidades.
Hoy he encontrado en el buzón un ejemplar del último número de la revista Turia, el correspondiente a los meses de marzo a mayo. Me ha dado una gran alegría. Primero, porque pensaba que Correos ya solo funcionaba simbólicamente; y segundo, porque el hallazgo me ha devuelto una chispa de la normalidad perdida: de aquella normalidad en la que uno enviaba libros por correo a los amigos, o los recibía; o iba a las librerías y los compraba; o quedaba con colegas para charlar de las últimas publicaciones o lecturas; u hojeaba revistas culturales aquí o allá; o asistía a presentaciones o conferencias, o las daba. En fin, todo aquello que conformaba, para su regocijo o su tortura, el cosmos social en el que se mueven los escritores. Turia ha aparecido como siempre, puntual y gordezuela, cargada de letras, rebosante de reseñas. Entre ellas, por cierto, una mía sobre el último poemario de Francisco Javier Irazoki, excelente, El contador de gotas. Y con poemas de buenos amigos: Javier Lostalé, Jordi Doce, Mariano Peyrou, José Ángel Cilleruelo, Cecilia Quílez, Rafael Fombellida, Mercedes Cebrián, José Luis Morante... Turia —sus hacedores, sus distribuidores, sus colaboradores— ha sido mi heroína del día.
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