El pesado, entre los escritores, es aquel que está seguro de que su obra es la mejor que hayan visto los siglos desde Homero (o antes de él) y desea hacértelo saber a cada instante, en cada estación del año, con cada libro o artículo que publica, o, mejor, con cada libro o artículo que se publica sobre él. El pesado no tiene escrúpulos ni conoce la fatiga. Antes, cuando lo digital no se había adueñado de la sociedad, el pesado se veía limitado, muy a su pesar, a los parsimoniosos procedimientos de la comunicación analógica y, singularmente, del correo postal. Sus libros caían entonces en el buzón como caen las hojas de los árboles en otoño o las campanadas de las iglesias los domingos y las fiestas de guardar: metálica, metódica, implacablemente. O bien, para superar las lentitudes o negligencias del cartero (qué iluminador aquel epigrama del Eladio Cabañero: "¡Cojones!, dijo el cartero. / Tres libros de Marrodán / y estamos a dos de enero"; Marrodán fue un pesado de narices), el pesado hacía acopio de ejemplares —o de artículos, o de fotocopias, o de lo que fuese que hablara de él— y se lanzaba al río de la existencia con ellos a cuestas, ya fuese en macuto vietnamita, ya en menesterosa pero suficiente bolsa de supermercado, para asestárselos al colega desprevenido con el que se cruzase por la calle. Hoy en día, atrapados por las redes como estamos, el pesado inunda el espacio con sus noticias, poemas, crónicas, artículos, homenajes, presentaciones y publicaciones, y nos aplasta con ellos. No obstante, el pesado que lo es de verdad, el pesado pesado, el pesado pata negra, es capaz de combinar ambos medios: fumiga con sus novedades el universo digital, pero no renuncia a la distribución artesanal de antaño, y ni siquiera a la entrañable bolsa del Mercadona que le ha servido, durante tantos años, para dar cuenta al mundo de su estro simpar. Uno de los mayores pesados de la actualidad, quizá el mayor de España, residente, ay, en Barcelona, practica este binomio mortífero. Yo lo he visto entrar en el bar donde me estaba tomando una copa con otros amigos escritores, con su temible bolsa de plástico colgada del brazo, a modo de gigantesca cartuchera, y desenfundar de ella las fotocopias de varias cartas con los que algunos escritores famosos habían acusado recibo de sus libros, esas notas que todos hemos garabateado alguna vez agradeciendo al autor el envío de un volumen que ni hemos leído ni pensamos leer, y pergeñando sobre él algunas consideraciones elogiosas y lo suficientemente vagas como para que no se perciba que ha ido derecho del sobre acolchado a la estantería, en el mejor de los casos, o al contenedor de papel, en el peor (y más habitual). Para este pesado que digo, aquellas frases manuscritas y fotocopiadas a granel eran la mejor prueba de su talento. Yo no conservo sus libros, pero sí algunas de ellas, como el coleccionista que guarda en sus arcones vulgares pero raros pliegos de cordel o sellos equivocados, con la esperanza de que en el futuro se conozcan —y hasta se coticen— las torpezas o los disparates del pasado. Pero el pesado barcelonés se ha especializado, con la llegada de la tecnología informática, en la difusión digital de sus logros. Ahora, desde hace años, se cuela cada pocos días en nuestro correo electrónico —supongo que lo hará también en Facebook y Twitter, pero, como yo de eso no gasto, no puedo asegurarlo— y nos informa de sus últimos éxitos. No obstante, lo característico de estos éxitos es que se producen en los lugares más inverosímiles. Así, una comunicación típica de este pesado sería más o menos como sigue: "Queridos amigos: me complace informaros de que la Asociación de Bosnia-Herzegovina para el Desarrollo de las Relaciones Hispano-Balcánicas ha publicado, en su boletín mensual, un artículo del reconocido profesor de la Universidad de Bosanki Petrovac, Milos Vrijmareski, sobre mi último poemario La noche cautiva de las estrellas fugaces, en el que analiza las conexiones de mi poesía con las últimas manifestaciones del neosimbolismo en los Cárpatos. Os adjunto el enlace al boletín mencionado, con la esperanza de que sea de vuestro interés". O bien: "Queridos amigos: es un placer daros a conocer que, en el volumen colectivo Les sujets poétiques dans le déconstructionnisme du subconscient collectif des animaux de compagnie, coordinado por el director del Colegio de Veterinarios de las islas Tuamotu, Mr. Auguste Poquelin-Charnaud, se ha incluido un artículo de mi autoría sobre el papel de los periquitos en el desarrollo de la sensibilidad poética en las sociedades contemporáneas. Os adjunto el enlace al volumen mencionado, por si fuera de vuestro interés". Y de este modo, día tras día, mes tras mes, año tras año, el pesado nos propina sus novedades, en la creencia de que constituyen grandes avances en el estudio de la literatura, y en la literatura misma, y de que vamos a abalanzarnos a leerlas como si nos fuese dado abrevar en la fuente de la eterna juventud. Un rasgo singularísimo de este pesado es que su pesadez debe de contar con una raíz genética, porque tiene un hermano que también es poeta y también es un pesado. Este hermano fue el protagonista de la presentación más pesada a la que yo haya asistido nunca: duró dos horas y media, y no es extraño que se alargara tanto, porque había invitado a cinco presentadores, cinco, a hablar (elogiosamente, claro: ninguno era Francisco Umbral) de su obra, un prolijo ladrillo sobre asuntos político-jurídicos, cuyos largos y tediosos parlamentos se sumaron al suyo propio, que fue el más largo y tedioso de todos. Pero en el mundillo literario circulan otros pesados memorables. Otro, muy célebre, andaluz, presenta un matiz del que el pesado barcelonés carece: está enfadado, muy enfadado. El pesado barcelonés solo está cegado por la ilusión poética, y eso le impide calibrar el alcance social de sus acciones, y, por lo tanto, el ridículo en el que cae con su incesante autobombo, pero no transmite acidez: solo la produce —de estómago— por su pesadez. El pesado andaluz, en cambio, te atiza sus libros, o los libros que hablan de él, como si se vengara del mundo por no haberle prestado la atención necesaria ni proporcionado el reconocimiento suficiente. "¡Ten!", parece decir cada vez, "aquí tienes la demostración de que yo soy mucho mejor que todos esos analfabetos de los que no paran de hablar los suplementos literarios y los medios de comunicación. ¡Léelo y a ver si te enteras de una vez!". El mundo, ciertamente, tan injusto e ignorante, no ha sabido comprender su genio, y él utiliza cada libro publicado como un bate con el que le arrea en el colodrillo. Por cierto, que el iracundo pesado andaluz ha publicado en editoriales importantes (no como el pesado barcelonés, que publica en sellos misericordiosos o en aquellos donde su familia, adinerada, conserva alguna influencia) gracias a poderosos contactos nacidos de su época de profesor, pero ni siquiera ese privilegio ha aplacado su enojo ni su sed de venganza. Sospecho que, en el fondo, este pesado sabe que esa publicación no obedece a sus propios méritos, sino a la lealtad de un antiguo alumno que ha alcanzado la cúspide del poder literario en España, y eso aún lo enrabieta más. Hay muchas otras modalidades de pesados, como el pesado ganador de concursos. Este no deja de informarnos de sus constantes, de sus innumerables triunfos en certámenes poéticos. Cada mes llega un correo electrónico con la bienaventurada nueva de que se ha hecho con la flor natural en los afamados juegos florales de Villaurdaneta de los Infanzones, en honor de la Virgen de los Remedios de la Buena Muerte, y de que el soneto ganador se publicará en un volumen colectivo patrocinado por la excelentísima diputación provincial. Este pesado aspira a emular a Manuel Terrín Benavides, esa leyenda viva de las justas poéticas, que ostenta el honor de ser el español que más premios literarios ha ganado en todo el mundo, con 1.769 triunfos en su haber (a fecha de hoy). Pero al menos Terrín no difunde sus éxitos —que yo sepa—, entre otras cosas porque estimularía a la competencia: se limita a embolsarse el premio y a seguir expeliendo sonetos. Todos los pesados participan de un mal mayor, que explica, en buena parte, su pesadez: el yoísmo. Todos creen que su yo —y la literatura inmortal que de él emana— es lo más de lo más, la crème de la crème, la culminación del latido del universo, el único asunto, de cuantos componen la vida in hac lachrymarum valle, al que merece la pena atender. Aunque alguno hay que ejerce su yoísmo con ahínco sobresaliente y llega a descollar, para pasmo general, de la grey yoísta. Es ese individuo que, cuando te lo encuentras por la calle y le deseas buenos días, responde: "Pues sí, hace un día magnífico [aquí hace una pausa, porque le gustaría decir 'querido...' y añadir tu nombre, pero se le ha olvidado; sigue, pues, impertérrito, su melopea], como anteayer, cuando estuve en el Ateneo y leí unos poemas de mi último libro, que acaba de traducir al polaco un profesor al que conocí cuando me invitaron a la Universidad de Byalistok, a dar una charla sobre la evolución de mi poesía, que ya era conocida allí porque otro filólogo muy importante había escrito sobre ella en...". Y así sucesivamente: el pesado es capaz de engarzar acontecimientos de su vida literaria —y de su vida, en general— hasta el infinito, sin que en ningún momento se interrumpa para demostrar atisbo alguno de interés por su interlocutor. Ninguno de estos pesados se da cuenta de que, cuanto mayor sea su insistencia, mayor será también la indisposición o el rechazo que genere en los lectores. Como tampoco de que la multiplicación indiscriminada de premios, publicaciones y novedades, que ellos convierten en propaganda, no guarda ninguna relación con la verdadera calidad de su obra y su importancia en el mundo de las letras: ninguno de estos cuatro pesados de los que he hablado hoy es un peso pesado de la literatura española actual. De hecho, ninguno es siquiera un peso minimosca. Cuanto más airean su pretendida fama, menos significan. Pero la convicción de que están a la altura de Rilke les anula el pudor, el sentido de la mesura y, peor aún, el espíritu crítico. Todos creemos que nuestra obra es la mejor (o, por lo menos, lo suficientemente buena) y, hasta cierto punto, está bien que sea así: esa creencia es el combustible que nos mueve a seguir escribiendo. Pero esa creencia ha de ser moderada por el decoro, la duda y, si no fuera demasiado pedir (a veces creo que sí lo es), la comprensión de la realidad. Luchemos por lo nuestro, pero seamos conscientes de lo que somos y de lo que es el mundo en el que tenemos la responsabilidad de vivir. Luchemos, pero, sobre todo, hagámoslo sin pesadez.
Magnífico, Eduardo. Al pesado andaluz lo he sufrido yo también. Un abrazo.
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