domingo, 19 de abril de 2020

Lecturas en la prisión (4)

Una de las ventajas de un encierro tan prolongado, si uno es lector, es el mucho tiempo que se tiene para leer. Se trata, además, de un tiempo tranquilo, sin obligaciones laborales, ni interrupciones domésticas, ni urgencias. Leer se convierte en el sentido último o, mejor, único del tiempo, algo que todos los verdaderos lectores, los lectores para los que leer es lo más placentero y lo más importante, hemos deseado siempre. Por si fuera poco, ese tiempo felizmente caído del cielo, y que se nos acumula en las manos como un regalo suntuoso, nos permite abordar libros difíciles o desafiantes, como en el que estoy enfrascado desde que empezara la reclusión: Churchill. La biografía, del inglés Andrew Roberts, con la excelente traducción de Tomás Fernández Aúz (Barcelona, Planeta, 2019). Tiene 1.468 páginas. Pese a tan ciclópeas dimensiones, la lectura es cómoda y hasta podría decirse que engancha. Churchill es, como decía Antonio Muñoz Molina de un libro de Tony Judt en un reciente artículo publicado en Babelia ("Un recuerdo de Tony Judt", 11 de abril de 2020), "un libro de historia y también un ejercicio arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento literario que al menos desde Edward Gibbon es una tradición gloriosa de los historiadores británicos". Como el relato de la caída de Constantinopla, de Steven Runciman, o de las enloquecidas hazañas de Lope de Aguirre, de Robert Southey, entre tantos otros. Churchill es uno de los políticos más importantes del siglo XX, por el que siempre he sentido un gran interés, como ya se reflejó en varias entradas de mi blog Corónicas de Ingalaterra, como "Churchill" (https://eduardomoga.blogspot.com/2015/01/churchill.html, 29 de enero de 2015) o "Las Salas de Guerra de Churchill" (https://eduardomoga.blogspot.com/2015/11/las-salas-de-guerra-de-churchill.html, 24 de noviembre de 2015). El colosal estudio de Roberts repasa, con una minucia que nunca resulta prolija, la vida del estadista inglés y huye como de la peste (y nunca, hoy, mejor dicho) tanto de la exaltación acrítica como del vituperio gratuito. Churchill aparece retratado con toda la complejidad de un ser humano inteligente y ambicioso; acreedor vitalicio del amor de sus padres, que estos siempre le escatimaron, y deudor a la vez del suyo a una familia a la que postergó por su dedicación política; conservador e imperialista, pero defensor de causas nobles y liberal empedernido; contradictorio y disparatado; lúcido y depresivo; extraordinario orador y extraordinario bebedor; culto y pugnaz; soldado en varias guerras y capaz de liarse a puñetazos con el enemigo, pero también de reconocer su valor y pactar con él honrosos y generosísimos acuerdos; escritor meticuloso de sus propios discursos, pero también de sesudos estudios históricos y perspicaces ensayos políticos; pintor devoto y muy estimable (cuando le preguntaron por su pasión por la pintura, respondió que, cuando se muriera, pensaba dedicar el primer millón de años de la eternidad a llegar al fondo de ese asunto); viajero incansable, pero amante insuperable del suelo inglés; de piel grosísima para el debate político, pero sensibilidad extrema para las cuestiones que consideraba esenciales; culto siempre y grosero cuando quería; seductor y apabullante; responsable del desastre de Gallípoli en la Primera Guerra Mundial, pero también de la resistencia del país a Hitler, sin ayuda, en la Segunda; aristocrático y excéntrico; medio americano y admirador de los franceses; dotado de una memoria enciclopédica y de una lengua exquisitamente viperina; misógino y admirador de las mujeres; y muchos otros rasgos y comportamientos más, de los que Andrew Roberts da cuenta con puntualidad británica. Churchill fascina por la enormidad de su figura, y no me refiero solo a su orondo perfil, sino a la grandeza apenas abarcable de quien combatió en dos guerras mundiales, derrotó al nazismo, negoció con Stalian y Roosevelt, y hasta ganó un premio Nobel de Literatura. Comparados con el elefante de Churchill, los políticos de hoy son solo chinches; y los españoles, bacterias. 

He leído también Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, de Joseph Roth, con selección de Michael Hofmann y traducción de Miguel Sáenz (Barcelona, Acantilado, 2020). Roth es un ejemplo paradigmático de escritor centroeuropeo desgarrado por los conflictos de la primera mitad del siglo XX; de hecho, ser centroeuropeo, en aquellos tiempos atribulados, era garantía de desgarro. Nació a finales del siglo XIX en Brody, una ciudad que hoy pertenece a Ucrania, pero que entonces formaba parte del imperio austrohúngaro. La descomposición de este llevó a Roth a un vagabundeo interminable por las ciudades del continente —Viena, Berlín, París, Amsterdam— y a sobrevivir como periodista, aunque también escribió novelas, algunas espléndidas, como La marcha Radetzky —esa que tocan cada año en el concierto de Nochevieja, en Viena—. Finalmente, y tras huir de Alemania y Austria por el auge del nazismo, murió, con 45 años, en París, víctima de la angustia, la pobreza y, sobre todo, el alcoholismo. Años de hotel recoge una selección de los artículos que publicó en algunos de los más destacados periódicos europeos entre 1919 y 1939, el año de su fallecimiento. En ellos describe la Europa de aquellas décadas convulsas, pero no solo en lo que tenían de tiempos agitados o difíciles, sino también como pecios del naufragio de un orden anterior, que Roth siempre añoró. Hay crónicas de sus viajes a Galitzia —de donde él provenía—, a la URSS —que lo desengañó para siempre de las bondades del socialismo—, a Albania —que dibuja como un país áspero y pintoresco, lo que todavía es; la descripción del presidente (y luego rey) Ahmed Zogu y del entrenamiento del ejército albanés da para más de una carcajada—. Hay también estampas impagables de la vida viajera de aquellos días: Roth se alojó en docenas de hoteles del continente, y los artículos que les dedica incluyen algunas de las mejores piezas del volumen, como "El camarero anciano". Y, en fin, hay denuncias estremecedoras del nazismo que se había posesionado de Alemania, con el consentimiento de sus habitantes, como "El Tercer Reich, filial del Infierno en la tierra", publicado en el Pariser Tageblatt el 6 de julio de 1934, que acaba con esta clarividente denuncia: "Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no solo físicas, sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich". Roth escribe magistralmente: mezcla, sin descompensación, ironía y melancolía, y sabe cultivar los detalles, y también las grandes ideas, sin resultar farragoso. En Años de hotel advertimos un dolor basal que asoma por entre los resquicios de la narración desenfadada y hasta jovial. La literatura de Roth está llena de verdad: sabemos que el mundo que nos describe es —o ha sido— un mundo cierto, aunque haya pasado por el tamiz de su percepción, o quizá porque ha pasado por el tamiz de su percepción. En muchos aspectos —la precisión, la inteligencia, la socarronería— me recuerda a Julio Camba, otro gran periodista y visitante de hoteles, y a Stefan Zweig, un desconcertado superviviente más del cataclismo de los Habsburgo, a quien Roth conoció y con quien se carteó. La traducción de Miguel Sáez es, como siempre, impecable. 

Aunque en estas "lecturas en la prisión" me he propuesto dar cuenta de los libros que lea durante la reclusión coronavírica, quiero también dejar noticia, en esta ocasión, de un artículo. Se titula "¿Qué es lo esencial?", y lo publicó Santiago Alba Rico en la tribuna de opinión de El País el pasado 15 de abril. De Alba Rico supe por primera vez en Mérida, ejerciendo de director de la Editora Regional de Extremadura. El hecho de que un ensayista de su talla me fuera desconocido hasta entonces es solo imputable a mi gigantesca ignorancia, que siempre avanza más que yo: cuanto más quiero reducirla, más se ensancha. Antonio Orihuela, a quien yo le había propuesto publicar una antología de su poesía en la Editora, lo eligió a él como antólogo y prologuista. Hubo que hacer luego algunas modificaciones en el proyecto inicial y, contra los temores que pudiéramos abrigar, Alba Rico aceptó los cambios con elegancia y sin protestar. Curiosamente, al año siguiente tuve ocasión de verlo en unas jornadas de poesía en Sidi Bou Saïd, en Túnez, a las que me habían invitado. Al parecer, vive parte del año en el país norteafricano, y allí se reunió con Laura Casielles, la otra poeta española invitada al evento. Pese a coincidir con él en varias de las lecturas que se celebraron, no quise presentarme e importunarlo. Para estas cosas del trato social soy bastante retraído. Nunca se me ha dado bien lo de asaltar a la gente por la calle, aunque sea para demostrarle mi admiración. De "¿Qué es lo esencial?" me atrapó este párrafo del principio: "Estos decretos [los del Gobierno del 14 y del 28 de marzo sobre la pandemia], en su trágica raíz común, incluyen sin darse cuenta dos elementos imprevistos: uno poético y otro subversivo. Uno poético porque la poesía se ocupa siempre de lo esencial: la tierra, el aire, el fuego, el agua, el pan, el amor, la muerte. En su sequedad administrativa, los últimos decretos son los más poéticos de la historia reciente de España...". ¿No es asombroso que un articulista político invoque la poesía como sostén de su razonamiento y afirme la naturaleza poética de los reglamentos dictados por el Gobierno? Porque, en efecto, esa sequedad de la norma, esa desnudez casi, que apela al tuétano de la realidad de los hombres, es radicalmente poética, como también lo es la filosofía, asimismo desnuda, asimismo desollada, de Ludwig Wittgenstein: el Tractatus logico-philosophicus es uno de los alegatos líricos primordiales de la contemporaneidad, además de una revelación de la razón lingüística. Alba Rico también menciona a otro autor que admiro y que hace muchos años que está arrumbado por politólogos y lógicos: Herbert Marcuse, cuyo hombre unidimensional, de 1964, fue una de mis lecturas de cabecera en aquellos años en los que despertaba a las injusticias del capitalismo, y que ahora aquel reivindica como denunciante de las "falsas necesidades" de la economía de mercado. Por último, Alba Rico sugiere "que aprovechemos el confinamiento [estos días en que el tiempo pasa muy despacio y los días, muy deprisa] para hacer una lista de cosas esenciales, de cosas necesarias y de lujos compatibles con los derechos humanos", y recuerda algunas listas poéticas que le gustan, de Sei Shonagon, Bertolt Brecht y Erri de Luca. La sugerencia es atinada, y un no pequeño reto. (En Mérida, precisamente, descubrí que hacía falta muy poco, o, mejor, que nos sobra casi todo, para vivir con dignidad). Pero, como a mí también me gustan las listas, a Alba Rico y a cuantos compartan esta predilección quiero recomendarles un libro de Umberto Eco, hecho con la sabiduría con que el italiano solía hacerlo todo: El vértigo de las listas, con traducción de Maria Pons Irazazábal (Barcelona, Lumen, 2009). Ahí quedará saciada la pasión por la enumeración, tanto de cosas esenciales como de cosas insignificantes.

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