En Londres hay una biblioteca dedicada exclusivamente a la poesía. Es la National Poetry Library, que no significa Biblioteca de Poesía Nacional, sino Biblioteca Nacional de Poesía. Hasta tal punto se dedica exclusivamente a la poesía que sus empleados, con la suave firmeza que caracteriza a los ingleses, invitan a abandonarla a todo aquel que quiera utilizar sus instalaciones para algo que no sea la poesía. La Biblioteca Nacional de Poesía se encuentra en el Southwark Centre, un centro cultural que reúne múltiples instituciones consagradas al pensamiento y las artes. A pocos metros discurre el Támesis, un río que nunca se sabe a dónde va —a veces fluye hacia los Cotswold, donde nace; a veces, hacia el mar del Norte, donde desemboca—, pero siempre imponente y fangoso. Desde las ventanas de la Biblioteca se lo ve pasar, espejo gris en el que se reflejan las luces de Westminster, la City, Canary Wharf y la sucesión de barrios, más allá, que engarzan una ciudad interminable. El Big Ben está escayolado: lo envuelven andamios y lonas, bajo los que un enjambre de trabajadores se afanan por lustrarlo y enderezarlo –el viejo Ben se inclina, como la Torre de Pisa–, aunque esa férula de tubos y plataformas que lo inmoviliza no impide que suene. Muchos de los que se concentraron en la capital para celebrar el bréxit, recibieron sus campanadas de medianoche como la confirmación jubilosa de una excarcelación. Más acá, en la ribera sur del Támesis, los skaters fatigan una pista de patinaje habilitada por el ayuntamiento, decorada con espantosos grafitis multicolores. El choque de las tablas y las ruedas con el suelo de cemento y los bloques de piedra —que parecen bancos, pero donde nunca se ha sentado nadie— produce un tableteo seco, como si unos francotiradores ejerciesen distraídamente su oficio. El lugar, aunque cubierto, me recuerda a algunas plazas de Barcelona —la dels Àngels, frente al MACBA; la de la Universitat, frente la Universidad— donde los patinadores se desfogan también con cabriolas y piruetas: todas me transmiten una sensación de reserva india, de coto en el que se estabula a una tribu de alborotadores. No lejos de la caverna de los skaters, bajo el puente de Waterloo, los libreros de viejo montan sus paradas callejeras. Aunque nunca haya demasiada poesía, ahí he encontrado algunos títulos —y algunos grabados— interesantes; y también, en ocasiones, dificultades para pagar. A diferencia de los librovejeros españoles, celosísimos custodios de su polvorienta mercancía, los británicos suelen ser centinelas desidiosos. Muchos prefieren mantenerse pegados a las paredes del puente, más resguardados del viento a menudo helador y bebiendo discretamente de una petaca. Y no es infrecuente no encontrar al dueño del puesto, que está dando una vuelta o se ha ido a contemplar las limosas turbulencias del Támesis o las vocingleras evoluciones de las gaviotas. Más hacia el oeste, se levanta el London Eye, el «Ojo de Londres» —como si Londres no tuviese ya miles, millones de ojos, contemplándolo a uno por todas partes—, delicia de turistas y chirrido esférico en la sucesión de sosegados edificios neoclásicos que jalonan ambas orillas del río.
La Biblioteca Nacional de Poesía se inauguró en 1953, con los auspicios de grandes autores, como T. S. Eliot y Herbert Read. En una Inglaterra aún traumatizada por los devastadores efectos de la Segunda Guerra Mundial, aquella isla de versos floreció como algo delicado y profundamente consolador. Y no dejó de crecer: la cantidad de libros que recibía y de actividades que organizaba hizo que se quedasen pequeñas las sucesivas sedes por las que pasó, hasta que, en 1988, se instaló definitivamente —es decir, definitivamente por ahora— en su localización actual. Otro premio Nobel, Seamus Heaney, participó en la reinauguración de la Biblioteca. No se trata de un archivo antiguo: alberga fondos publicados a partir de 1912; hoy atesora más de 200 000 volúmenes y documentos, tanto de poesía británica como extranjera traducida al inglés, incluyendo plaquettes, folletos y opúsculos de editoriales independientes y minúsculas: conforma la colección de poesía moderna más grande del mundo. Pero, como en los grandes museos del planeta, lo que pueden exhibir constituye solo un porcentaje muy pequeño de lo que poseen. El lugar, de hecho, no es muy grande, aunque da para una desahogada sección infantil y hasta puede transformarse en salón de actos, con capacidad para una cincuentena de personas. En alguna visita futura, me gustaría pasearme por sus almacenes, que han de ser, como en la fantasía borgiana, una sección del paraíso, o, por el contrario, como en algunas espeluncas que conozco, un negociado abismal, una comarca del infierno. Sus infatigablemente amables bibliotecarios hacen realidad el sueño de que la poesía forme parte habitual de la vida cotidiana. Así, si alguien quiere leer un poema en una boda, un divorcio o un entierro —como el maravilloso «Funeral blues», de Auden, en Cuatro bodas y un funeral: «Stop all the clocks, cut off the telephone. / Prevent the dog from barking with a juicy bone, / Silence the pianos and with muffled drum / Bring out the coffin, let the mourners come»: «Parad los relojes, desconectad el teléfono, / Echadle un buen hueso al perro para que no ladre, / Acallad los pianos y, con aplacado redoble, / sacad el féretro, y que acudan los que penan»—, ellos le recomendarán los más adecuados; o, si quiere saber quién ha escrito el poema al que pertenece un verso que recuerda o ha oído, ellos se lo revelarán. Muchos poetas se han refugiado en la Biblioteca para investigar, leer o escribir. Philip Larkin la calificó de «puro florecimiento de la imaginación» (y añadió: «que no suele darse en Inglaterra»). Andrew Motion consideraba que lo más extraordinario de la Biblioteca era, simplemente, que existiese. Y Wendy Cope la juzgaba agradable, salvo por el peligro de encontrar a otros poetas en ella. En España no hay nada parecido. Contamos con casas del lector, casas de las letras y casas del poeta —todas en permanente peligro de extinción—, pero no una biblioteca exclusivamente dedicada a la poesía. ¿Tan difícil sería crearla? ¿Tan arduo, mantenerla? ¿Tan incomprensible, tenerla?
(Este artículo se publicó en la tribuna «Otras latitudes», de La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 6 de marzo de 2020).
(Este artículo se publicó en la tribuna «Otras latitudes», de La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 6 de marzo de 2020).
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