viernes, 14 de agosto de 2020

Chema Madoz: La naturaleza de las cosas

Se expone en el Real Jardín Botánico de Madrid La naturaleza de las cosas, una selección de fotografías de Chema Madoz. Como no he estado nunca en el Jardín Botánico ni he visto nunca una exposición de Madoz, decido matar dos pájaros de un tiro y hacer ambas cosas en compañía de mi amiga Teresa, que ha venido este fin de semana de Badajoz para charlar e ir de museos juntos. Pese a nuestros ambiciosos planes, no nos entretenemos demasiado en el Jardín: hace demasiado calor. La vegetación es mucha, pero no lo bastante alta como para resguardarnos de una temperatura abrasadora. Recorremos con alguna premura los senderos que conducen hasta el acristalado pabellón Villanueva, donde se han colgado las fotografías del artista y donde estamos seguros de que habrá aire acondicionado. Y así es: lo hay. Los museos y salas de exposiciones del mundo son un refugio universal contra la vulgaridad de la vida cotidiana, pero también contra los ardores del verano. Otros muchos gustan de refrescarse en los centros comerciales, pero nosotros preferimos el arte. Las 62 fotografías que integran la muestra, fechadas entre 1982 y 2018 y dispuestas en dos salas diáfanas, constituyen una selección muy amplia, que, en realidad, obedece a un principio compositivo muy simple: la fusión, la simbiosis constante de dos realidades en una nueva y distinta. De los elementos que se funden, uno suele ser humano —una creación, un artilugio inventado por el hombre— y el otro, natural, aunque hay ocasiones en que ambos son fruto de la naturaleza. El hecho de que el modus operandi de Madoz sea, como digo, muy sencillo no significa que sea fácil ni que carezca de valor. Al contrario: esa simplicidad, que es muy difícil de alcanzar, da a las imágenes una fuerza inhabitual, que sorprende y, a veces, conmociona. A esa fuerza contribuye asimismo el hecho de que las fotografías sean en blanco y negro: esa deliberada limitación condensa aún más las líneas y los volúmenes; desnuda las formas, las despoja de la distracción de los pigmentos y las reduce a sus más puros y transparentes huesos. La luz y la sombra no se oponen, sino que, hermanadas por su mutua soledad, suscriben un pacto de nitidez y armonía. Nada más entrar, vemos la fotografía de un paso de cebra hecho con franjas de césped obtenidas de un campo de fútbol. Luego, una aguja que ensarta una gota de agua. Y también unos lápices que forman una hoguera. Los árboles protagonizan muchas piezas: en una, la copa de un árbol es una nube; en otra, un conjunto de piedras; en otras, de las ramas de sendos sauces llorones cuelgan ideogramas chinos (o japoneses) y notas musicales. A veces, el motivo de la imagen se vuelve hacia sí mismo y conforma una obra cuyo único protagonista se desdobla o multiplica, como esa foto en la que las ramitas de una rama de árbol representan a un árbol. En La naturaleza de las cosas, el mundo vegetal es casi omnipresente: dos cerezas son una balanza; un cactus, un dedal (y dos piedras, un cactus); unas hojas, una mariposa (y una, una hoz); una caracola, una flor; un cuenco de cristal, una flor acuática; una percha, una hoja de plátano; una pila de macetas encajadas, el tronco de una palmera; y un montón de hojas superpuestas, un libro de geología (aquí los reinos naturales que se ensamblan son ya tres: también el mineral, porque las hojas semejan capas tectónicas). También vemos unas chancletas de hierba y una naturaleza muerta —una still life: así se titula— hecha con una monda sinuosa de naranja. Igualmente, menudean los animales: un avestruz entierra la cabeza en un huevo (de avestruz); una dardo ha ensartado a mariposa; una araña se confunde con el teclado de un piano; y una telaraña está hecha de frases (o bien se transforma en una espumadera). Lo mineral comparece en una maleta llena de tierra o en unas piedras que configuran un signo de exclamación. Con frecuencia, el agua materializa la transparencia a la que aspira el artista: un cubito de hielo es un regalo; unas gotas de lluvia que caen en un mar encrespado son las agujas para el pelo que es, a su vez, ese mar. Madoz no deja de trastocar la realidad mezclando realidades. Sus fotografías son poemas visuales: metáforas construidas con objetos. Y su ingenio es notable: siempre sorprende y casi siempre hace sonreír. Sabe utilizar no solo la materia, sino también la sombra y los reflejos, la cascada de posibilidades que ofrece la luz, para construir sus juegos, que son muy serios. No obstante, como el propio Madoz afirma en la película Regar lo escondido, de 2010, que se proyecta en una de las salas, se trata de crear imágenes monásticas, esto es, austeras, incluso secas, pero cuya sequedad, cuyo esquematismo, suponga un impacto absoluto: no una ramificación, sino una concentración de estímulos visuales. La relación con la naturaleza se atenúa, pero no desaparece, en un conjunto de piezas cuyos elementos son solo obra del hombre. Me atrae un monedero que se presenta como un libro: el libro es Das Kapital, de Karl Marx; otro libro se presenta como una puerta con mirilla; una vela parece una escalera de caracol; y una pala de pimpón está ajedrezada. Como los prestidigitadores, Madoz recurre a menudo a los naipes y a los relojes para sus creaciones. Signos, cartas, relojes, libros: el lenguaje, en sus múltiples formas, con sus innumerables códigos, constituye el factor humano de un buen número de obras. La reunión de los elementos que componen las fotografías de Madoz, siguiendo un esquema binario irreductible, incorpora alguna violencia, pese a su amabilidad, porque supone un choque de mundos encontrados. Reconozco que la visión de una nube dentro de una jaula me incomoda. ¿Pero desde cuándo el arte no debe incomodar? Si no lo hace, no es, en realidad, arte, sino mera decoración. Lo que también nos incomoda a Teresa y a mí, al salir de la exposición, es tener que esperar a entrar en la tienda: el coronavirus manda y hay que asegurar que no se junten demasiadas personas en un espacio tan exiguo. Pero no compramos nada. Al salir del pabellón, advertimos que una pareja se acaba de levantar de una de las pocas mesas que hay en la terraza del bar, en una gratísima sombra cercana, y nos abalanzamos a ocuparla: con el COVID campando por ahí, las mesas de las terrazas son bienes suntuarios. No obstante, no nos sentamos hasta que Teresa no consigue que el camarero la desinfecte de los anteriores ocupantes. Teresa es muy pulcra, y en las actuales circunstancias, casi prusiana. Luego ya solo nos queda disfrutar de esta preciada sombra, chupando una cerveza y un refresco. El Jardín Botánico, nos tememos, va a tener que seguir esperando tiempos mejores, es decir, menos tórridos.

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