Visité el Guggenheim hace muchos años, poco después de su inauguración. Recordaba Bilbao como una ciudad sombría, pegada aún a su pasado industrial, que la ceñía como una piel lúgubre. La impresión que me causó entonces el edificio construido por Frank Gehry fue abrumadora, como creo que les sucede a casi todos. Además, el Guggenheim marcaba un hito en la transformación de la ciudad: la ría junto a la que se alzaba, ya no era un curso envenenado y espantoso, después de haber fungido, durante siglos, de albañal de la industria siderúrgica y minera vizcaína, sino otro que empezaba a revivir, y que hasta apuntaba insólitas transparencias, y la ciudad toda parecía impregnada de una luz nueva, de una pujanza aérea y verde. Vuelvo hoy al museo de la mano de Miren Agur Meabe, mi gran amiga desde que nos conociéramos en una lectura de poesía en Leópolis, una decadente ciudad de Ucrania. Para entrar, nos toman la temperatura, pero no lo hace el segurata que controla el acceso, sino una máquina con cámara térmica. Lo entiendo: la sofisticación de los mecanismos de seguridad ha de estar a la altura de la de los fondos expuestos (y del edificio donde se exponen). La cámara dice que estoy a 35,7º y que Miren tampoco está febril. Entramos, pues, tranquilizados, para recorrer, en la planta baja, la extraordinaria instalación "La materia del tiempo", de Richard Serra, un conjunto de siete enormes esculturas realizadas en acero patinable (lo que no significa que pueda uno patinar por ellas, sino que el material desarrolla una pátina de óxido que lo cubre de unas aguas particulares). Atravesamos las sinuosas superficies como si el tiempo se hubiera materializado a nuestro alrededor. Todo es igual y distinto a la vez. Ninguna pieza coincide con otra: no hay repetición, pero sí continuidad; la obra es una, pero está rota, cambia, fluye. Como el tiempo. A Miren le fascinan esas aguas con que la exposición a la intemperie recubre el cuerpo del acero: una sucesión de curvas sutiles, cobrizas, a veces plateadas, que recuerdan al ágata y al ópalo. Mientras deambulamos por entre los altísimos paneles, otro visitante busca el eco: lanza un grito, y una leve reverberación revela la constreñida grandeza del conjunto. El primer piso ofrece la exposición "En la vida real" del danés-islandés Olafur Eliasson, que resulta asimismo fascinante, aunque algunas piezas produzcan algún desconcierto: Proyección de ventana, por ejemplo, consiste en la proyección de una ventana. En Tu incierta sombra, en cambio, las imágenes somos nosotros, descompuestos en colores y proyectados en una pared. Ante la "Máquina para crear olas" me quedo casi hipnotizado: en cuatro canales de plástico en el suelo, que contienen un agua amarilla, un dispositivo genera una olita que los recorre de principio a fin. La obra resulta tan sencilla como estupefaciente. Como Eliasson gusta de que el observador participe en lo observado, ha dispuesto algunas piezas de modo que se puedan tocar o pisar. Así sucede en Tu ventana planetaria, uno de cuyos elementos es un tubo multiespecular que el público atraviesa y que descompone su imagen en mil reproducciones. Al subir por una escalerilla, aturdido por el innumerable poliedro de Eduardos que me rodea de repente, trastabillo y casi me caigo contra la pared de la instalación. En el instante del desequilibrio, me imagino impactando contra la obra de Eliasson y haciendo que sus docenas de facetas se conviertan en cientos de añicos. Eso sí que sería, pienso, participar en lo observado: participar hasta transformarlo en algo completamente distinto, pero, a la vez, más certero en su ser, más coherente con su propósito y más abrumador en su resultado. Por suerte, recupero la verticalidad y evito convertirme en artista espontáneo, destructor de obras de arte y titular de periódico. Vivimos algún peligro también en Tu atlas atmosférico de color, una pieza de 2009, que se encuentra en una habitación cerrada y llena de gas, que confundo, al entrar, con una sauna. Es un gas inocuo, claro, pero pica en la garganta. Subdividido en colores, ocupa todo el espacio, y paseamos un rato, entre carraspeos, advirtiendo la sombra de otras parejas que deambulan como nosotros. En realidad, apenas se ve nada, salvo unas flechas muy gordas dispuestas en las paredes que delimitan la instalación y que nos dirigen a la salida, señalizada también con unas luces azules. Si no hubiese estas indicaciones, es probable que no la encontráramos nunca y que siguiéramos dando vueltas, entre la niebla polícroma, hasta que nos encontraran, muertos, en el suelo, como los cadáveres de unos exploradores polares o de unos espeleólogos con poco sentido de la orientación. La instalación Islandia, en cambio, es desahogada y respirable. Un ventilador cuelga de un gancho del techo, muy arriba, e, impulsado por el propio rotar de sus palas, gira, en círculos o elipses muy amplios, en el centro de la habitación. Me recuerda al botafumeiro de la catedral de Santiago que sahúma de incienso a los feligreses. En una pared, una sucesión de fotografías demuestra cuánto han retrocedido los glaciares en Islandia por el calentamiento global, ese que, para algunos cretinos, no existe. Para ver otra de las instalaciones estrellas de Eliasson, Fuente Big Bang, hay que guardar cola, pero solo hasta cierto punto. Es decir, si la cola supera un determinado límite en el pasillo, ya no puede uno sumarse a ella y ha de seguir caminando hasta que presente un hueco que pueda ocupar. Cuando llegamos, la cola alcanza el límite y la segurata que la controla nos dice aquello, tan clásico, con que han urgido a los ciudadanos todas las policías del mundo: "Circulen, circulen". Al cabo de poco, no obstante, podemos sumarnos a los que esperan y ver la obra, aunque no más de cuarenta y cinco segundos, como nos alecciona la azafata de la entrada. Aquí todo está pautado, medido, cronometrado. Aunque quizá en este caso sea por motivos de salud: ver cómo el agua que lanza una fuente se ilumina eléctricamente cada pocos segundos, en una sala a oscuras, dibujando formas fantásticas e incontrolables ramificaciones, podría provocar un ataque a los epilépticos y un infarto a los delicados de corazón. Frente a la violencia visual de Fuente Big Bang, la última instalación que vemos de Olafur Eliasson nos cura con su sosiego, o más bien con su vaciedad: noventa fluorescentes amarillos, colgados en el techo, iluminan una sala vacía, de paredes blancas, que nos envuelve como un vientre acariciador. En el tercer piso, se expone la obra de la brasileña Lygia Clark. Aunque no carece de interés, tras haber visto a Serra y a Eliasson en las plantas inferiores, tanto a Miren como a mí su pintura nos parece poca cosa. Además, su geometrismo un tanto naíf —mondrianesco, ma non troppo— apenas nos habla: no emociona. Mucho más nos interesan algunas piezas de la colección permanente del museo, que se exponen en este mismo piso: los gigantescos cuadros, plagados de paisajes quebrantados y cuerpos yacentes, del alemán Anselm Kiefer, las series explosivo-florales del norteamericano Cy Twombly y las ciento cincuenta Marilynes multicolores del también estadounidense, y mito de la modernidad, Andy Warhol. Al salir del Guggenheim, Miren y yo paseamos por la ría. Llegamos hasta una enorme grúa roja que se ha conservado en recuerdo del pasado portuario del lugar: ahora es un monumento. Más allá, distingo una fiera corrupia en el tejado de una casa. Es un tigre: la escultura de un tigre. Miren me informa de que es obra de Joaquín de Lucarini, y que data de 1943, por encargo de una casa de correajes que ocupaba entonces el edificio, hoy de vecinos. Seguramente, el dueño de la empresa quería publicitar la fortaleza de sus productos, capaces de sujetar a un tigre de Bengala. Durante mucho tiempo, ha habido grandes discusiones sobre la naturaleza del animal: unos afirmaban que era una leona, y otros, un tigre. Estos tenían razón. Pienso en los vecinos del inmueble, cuando vayan a colgar la ropa en la azotea o suban para arreglar la antena de la televisión: tener a un tigre, y de estas dimensiones, en el tejado no debe de ser tranquilizador. Bajo de las alturas (Miren siempre dice que hay que mirar arriba, que arriba se nos escapan siempre muchas cosas; y tiene razón) y veo a dos novios muy jóvenes en un banco del parque que flanquea la ría. Él le separa a ella la camiseta del cuerpo y le mira dentro, como si quisiera cerciorarse de lo que hay. Luego le recoloca las tetas por fuera. Ella parece encantada. Y a mí me gusta. Siempre me han gustado estos escarceos públicos. Será que tengo alma de voyeur. Culminamos la mañana en el restaurante La Casilda, donde nos asestamos una ensalada de boniato y unos canelones de merluza que levantarían a un muerto. La gastronomía es una religión en el País Vasco, y Miren y yo oficiamos una ceremonia condigna.
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