Ando hoy por Santillana del Mar y descubro un inopinado Museo de la Tortura junto al restaurante en el que planeo comer. Pero lo visitaré luego. Primero me procuro la pitanza: garbanzos con marisco, sardinas del Cantábrico y quesada, que me permiten creer, de nuevo, en la existencia de Dios. Rematado el condumio con un buen café, me dirijo al pintoresco lugar, con el ánimo acrecido por el almuerzo y la esperanza de que la impresión que me causen los fondos expuestos disipe los vapores de la digestión y hagan innecesaria la siesta. En realidad, no se trata de un museo de la tortura, así, en general, sino solo de los instrumentos de tormento utilizados por la Inquisición —española y europea— desde el siglo XV hasta el XIX. Hay unos cincuenta, dispuestos en tres pisos. El hecho de que la exposición se ciña a las prácticas del Santo Oficio se refuerza, desde la entrada, con unos cantos gregorianos que resuenan tenebrosamente. También desde el principio se advierte uno de los rasgos más lamentables de la exposición: las faltas de ortografía, que llenan las leyendas informativas y todos los textos del lugar. Leo en el panel de la entrada: "[los reos eran torturados] con todo tipo de instrumentos de tortura, al cual mas horribles" (cuatro sic). A lo largo de todo el recorrido, me sobrecoge una sensación de fragilidad: lo que veo me hace angustiosamente consciente de la precariedad de la carne, de su infinita flaqueza. El cuerpo es una máquina afinadísima de placeres, pero también de dolores, que cualquiera es capaz de infligir con las herramientas más rudimentarias. Partiendo de la base de que todo lo mostrado aquí es espeluznante, me atrevo a diferenciar lo horrible de lo increíblemente espantoso. Quizá lo menos insoportable de todo fuese lo que servía para el castigo ejemplarizante y la humillación pública, como la aureola del tonto —un collar con una campanilla que se le colocaba a quien hubiese causado molestias a la comunidad—; las máscaras infamantes, con forma de burro o cerdo; la trenza de paja, una cofia humillante que, tras raparlas, se les ponía a las casquivanas que se hubieran quedado embarazadas antes de casarse; y los collares para vagos y renitentes a misa, que suponía colgarles a las víctimas grandes pesos al cuello, con forma de botellas, monedas, naipes o pipas, que simbolizaban sus vicios. (A los cazadores furtivos, por cierto, se les colgaban los animales que hubiesen abatido hasta que se les descomponían: un castigo particularmente eficaz en verano). Otras mortificaciones destinadas al escarnio público, pero que podían tener graves consecuencias físicas, eran la flauta del alborotador, que no era para los malos músicos, sino para los blasfemos y camorristas: se les argollaba el largo artilugio al cuello, se les obligaba a sujetarlo, como si lo estuvieran tocando, y luego se les cerraba un cepo en los dedos, que los aplastaba; así iban las víctima: cantando su terrible dolor por las calles. Otra modalidad de cepo era el que hemos visto tantas veces en los tebeos y las películas: esa estructura de madera por la que el condenado era obligado a meter la cabeza, las manos y los pies, y en la que permanecía, a la intemperie, hasta que cumplía la pena. Este castigo, que puede parecer suave, no solo comportaba sufrimientos horribles por la dolorosa posición y la inmovilidad a las que obligaba al reo, sino que lo dejaba en manos de la gente, mucha de la cual, en passant, lo golpeaba o apedreaba, o bien lo embadurnaba de heces o se le meaba en la cara; los más benevolentes se entretenían haciéndole cosquillas. Un principio similar gobernaba el funcionamiento de la picota en tonel, pensada para los borrachos: la cuba se llenaba de excrementos o de agua pútrida, y se metía al dipsómano. Una variante del castigo consistía en que el borracho la llevara a cuestas. Me pregunto qué habría preferido yo, si me hubieran dado a elegir: hundirme en ella o acarrearla. La sección dedicada a los instrumentos específicamente concebidos para la tortura física es, quizá, la más horripilante. Había los que se aplicaban a partes concretas del cuerpo, y los que funcionaban con el cuerpo entero. Entre los, digamos, especializados, los había para casi todos los órganos y para casi todos los gustos. La cabeza, por ejemplo, podía machacarse hacia arriba o hacia abajo: el rompecráneos, un ingenioso mecanismo de palanca con pinchos, hacía saltar el casquete craneal, como si descorchara una botella; el aplastacabezas, como su nombre indica, empujaba el cráneo hacia abajo y lo iba rompiendo todo hasta que los sesos se le salían al reo por los ojos. Los dedos, llenos de terminaciones nerviosas, han sido también objeto de la atención de los torturadores de todo el mundo —como ya hemos visto en el caso de la flauta del alborotador, y a ellos les han dedicado instrumentos como el aplastapulgares, otro nombre que no necesita mayor explicación. La leyenda que acompaña al ejemplar expuesto señala, con encomiable objetividad, que "los resultados, en términos de dolor infligido en relación con el esfuerzo realizado y el tiempo consumido, son altamente satisfactorios desde el punto de vista del torturador"). Y luego precisa que el instrumento que vemos en la vitrina, austríaco, es "una obra de arte en su género, (...) realizado según exigentes criterios técnicos, y se corresponde en todos los detalles con las normas especificadas en la Constitutio Criminalis Theresiana", el código penal promulgado por la ilustrada emperatriz María Teresa de Austria en 1768, que regulaba las penas y los métodos de tortura. Para arrancar dedos de manos y pies, el museo dispone de una bonita colección de pinzas y tenazas ardientes, que también servían para descuajar pezones y penes. Reparo en una, con forma de cocodrilo, ideada para desmembrar a los homosexuales. Aunque los genitales masculinos no han sido históricamente tan castigados por la tortura como los femeninos, también han sufrido lo suyo. La castración, por ejemplo, ha sido frecuente, enriquecida a menudo con padecimientos adicionales, como quemar lo amputado en (y junto) con el puño de la víctima. Curiosamente, la emasculación no se aplicaba para castigar la violencia contra las mujeres, sino contra los príncipes. Estos aprendieron pronto que estarían tanto mejor protegidos cuanto más terrorífico fuera el castigo contra quienes los amenazaran, y en los hombres ese terror insuperable ha recaído siempre en los pudenda. El quebrantarrodillas era una especie de boca de madera cuyos pinchos a modo de dientes se cerraban sobre la rodilla y la hacían puré. También podía utilizarse con los codos y con cualquier otra articulación que hiciese falta: era un instrumento polivalente. La cucharilla, por su parte, echaba pez hirviendo en las narices u orejas de las víctimas. Los ingleses refinados la reconvirtieron en instrumento civil y la usaban para echar azúcar en el té de las cinco. Como aparato destinado a arrancar cosas, el más escalofriante (para un varón, al menos) es el potro arrancatestículos, cuyo solo nombre basta para echarse a temblar. Se trata de eso, un potro, pero no de superficie lisa, sino aguzada, de modo que quien se sienta en él padece la laceración y gangrena de las nalgas, el recto y el escroto, que suele terminar en su pérdida irreparable: los huevos, literalmente, se caen al suelo. Para agravar el procedimiento, los verdugos solían ponerle pesos en los pies al reo. El sacaojos vaciaba las cuencas de la víctima: constituía un castigo en sí, pero también una pena, digamos, de consolación: se aplicaba a los sentenciados a muerte que hubieran sido indultados. La extirpación o amputación de órganos constituye una forma clásica de tortura: a los ladrones se les cortaba la mano izquierda la primera vez, y la derecha si delinquían de nuevo (a la tercera, en caso de que pudieran robar sin manos, ya no sé de qué se les privaría), o bien se les machacaban en un yunque; a los falsificadores a veces se les castraba; en la Inglaterra de Enrique VIII, se les cortaba las orejas a los que no iban a la iglesia. También el desollamiento es una forma de amputación: del mayor órgano del cuerpo, la piel. A los condenados se los pelaba como mi abuela pelaba a los conejos, y se los dejaba morir así, despellejados, en una agonía indescriptible, que completaban a veces las ratas y otras alimañas que acudían a comerse la carne inmediatamente accesible de los reos. Todo cuanto compone el cuerpo humano puede ser objeto de amputación, y la tortura antigua no ha tenido reparo en demostrarlo. Durante siglos, a los torturadores no les ha importado herir, cortar, abrasar: no solo no les importaba que su labor dejara marcas o lisiaduras; es que deseaban que así fuera, como castigo perpetuo, disuasión de malhechores y ejemplo para la comunidad. La tortura moderna, en cambio, acosada por la engorrosa doctrina de los derechos humanos, no ha tenido más remedio que sutilizarse, y se ejerce sin dejar marcas permanentes. La forma definitiva de amputación es la decapitación, una de los métodos de ejecución más habituales en el mundo, aunque con notables diferencias en la manera de llevarla a cabo. En el norte de Europa, por ejemplo, se ha llevado a cabo tradicionalmente con espada; los países del Mediterráneo, en cambio, preferían el hacha. La decapitación era una pena suave e indolora (se dice que apenas se siente nada, salvo los golpes de la cabeza en los escalones o el suelo cuando cae; al parecer, el decapitado conserva unos segundos la conciencia, aunque nadie ha podido comprobarlo todavía) para los nobles. A los plebeyos, por el contrario, se les apaleaba, descuartizaba, quemaba en la hoguera o ahorcaba, procedimientos mucho más desagradables, aunque también en esto había distintos modus operandi: por ejemplo, en el ahorcamiento a la inglesa —los ingleses, siempre tan particulares—, se dejaba caer al reo para que se rompiera el cuello; en el practicado en otros países, se lo izaba y se dejaba que se ahogase. La decapitación, no obstante, ya se ejecutara con espada o con hacha, solía ser un desastre: hacía falta muy buen pulso para dar en el lugar exacto de un solo y definitivo golpe, y a menudo los verdugos necesitaban varios tajos para acabar con el desgraciado. El lugar quedaba perdido de sangre y el espectáculo no era tan edificante como se pretendía, aunque a algunos les gustaba. Por eso se inventó la guillotina, de la que se exhibe un ejemplar en el museo. La guillotina, hija epónima de un médico francés, monsieur Guillotin, fue un avance humanitario e ilustrado: seccionaba limpiamente la testa del condenado y se aplicaba por igual a nobles y plebeyos. Por sus evidentes virtudes, se utilizó con liberalidad en la Revolución Francesa. Pero, antes de seguir hablando de formas de ejecución, hay que volver atrás para examinar otros instrumentos de tortura que se aplicaban a todo el cuerpo, sin hacer distingos de apéndices. Una forma de infligir dolor muy parecida al potro arrancatestículos es la cuna de Judas (llamada, en francés, "la vigilia", porque, en efecto, debía de ser muy difícil dormir en ella), una pirámide en cuya afilada punta se obligaba a sentarse al reo, que imagino nunca más tendría problemas de estreñimiento. Lo mismo puede decirse de los que padecían la versión primigenia y mejor de la cuna de Judas: el empalamiento, de larga tradición en todas las culturas del mundo: inventado por los asirios para castigar a los prisioneros de guerra, y llevado a su mayor refinamiento por los turcos, la mayoría de las culturas antiguas, hasta la Edad Media, lo practicaron con fruición. Aunque parece un castigo muy tosco, hace falta un gran conocimiento de la anatomía humana y un no menor refinamiento técnico para sacarle el máximo partido posible. Una vez decidido si se quería que el palo que se introducía saliera por la boca o por la base del cuello, había que meterlo sin dañar órganos vitales, para que la agonía durase más. Con ese mismo fin se le redondeaba la punta a la estaca: así penetraba más despacio. La garrucha o péndulo es otro clásico de la tortura, consistente en atarle las manos al condenado detrás de la espalda e izarlo con una soga ligada a las manos. Es sencillo y muy práctico: descoyunta que da gusto. Para descoyuntar también sirve el potro, otro mecanismo muy divulgado por el cine. Ambos, la garrucha y el potro, han formado parte, a lo largo de la historia —el potro ya se utilizaba en el antiguo Egipto y Babilonia, y la garrucha se sigue empleando hoy en día—, del instrumental de cualquier torturador que se preciase. Un potro bien engrasado —y aderezado con rodillos con pinchos por los que se deslizaba el supliciado— podía producir estiramientos de treinta centímetros. Y tenía tres grados, según el mayor o menor alargamiento a que aspirase. De ahí proviene la expresión "aplicar el tercer grado", que ha pasado al lenguaje popular. Con el tercer grado, la víctima habría podido jugar al baloncesto, en el caso de que hubiera podido levantarse el potro (y de que el baloncesto existiese). El toro de Falaride optaba por un principio diferente: la asadura. El que exhibe el museo es dorado y enorme, y parece una pieza de un museo de arte contemporáneo, donde abundan las figuras animales de tamaño natural. En el toro, de metal, se encerraba al condenado y luego se calentaba al fuego, de suerte que el inquilino se achicharrara despacio, hasta que sus alaridos semejaban el mugir del morlaco. Aquello debía de tener una gracia bestial. En el suplicio del agua, se obligaba al reo a beber litros y litros de agua (o de otros líquidos menos recomendables) hasta que prácticamente estallaba por dentro. Los verdugos más profesionales aumentaban su dolor dándole golpes en la tripa. Las arañas españolas eran garras de cuatro puntas con las que se levantaba a las víctimas por las nalgas, los pechos o la cabeza. En este último caso, se complementaba con pinchos que se clavaban en los ojos y las orejas. Los levantamientos por otras partes del cuerpo solían concluir con desgarramientos fatales. La pera oral, rectal o vaginal, parecido a una lámpara, se diría un objeto de decoración, pero era un monstruo: se introducía por la boca, el ano o la vagina, lo que ya debía de tener su aquél, y luego se hacía girar un tornillo para que se desplegaran sus alas, cortantes y acabadas en punta, dentro del cuerpo. El destrozo era descomunal. La pera oral solía administrarse a predicadores heréticos o seglares heterodoxos; la vaginal se reservaba para mujeres que hubiesen yacido con Satanás o sus súcubos; y la rectal, para los homosexuales pasivos. Los torturadores pensaban en todo y buscaban la coherencia entre el delito y la pena. La cigüeña era un extraño artilugio que mantenía sujeta a la víctima por las manos, el cuello y los tobillos, y le causaba unos calambres (y luego dolores) horribles. Como en otros casos, la inmovilidad del condenado ofrecía la ventaja adicional de complementar el tormento con golpes, mutilaciones y quemaduras. La silla de interrogatorio, precedente de nuestra entrañable silla eléctrica, estaba cubierta de pinchos, que podían, además, calentarse hasta abrasar. Para las mujeres, la silla reservaba una cinta con más aguijones a la altura de los pechos. Sentadas en ella, las víctimas respondían lo que los interrogadores quisieran y hasta cantaban Madame Butterfly. Curiosamente, en el grabado que ilustra el funcionamiento de las silla, se han tapado las partes de la torturada con un paño: el martirio del cuerpo no despertaba escándalo, pero la impudicia no podía tolerarse. Los látigos de cadenas y el cilicio de pinchos laceraban terriblemente el cuerpo. Adosado a él, el cilicio —el del museo tiene 220 puntas de hierro— causaba heridas que se infectaban, luego se pudrían y por fin desembocaban en una gangrena irreparable. El anillo mortificante era un artilugio pensado para los religiosos y, en particular, para los religiosos rijosos: se trataba de un aro con púas que se colocaba en el pene e impedía la erección. Los anillos con púas han dado mucho juego. El mítico cinturón de castidad, por ejemplo, no era una simple barrera metálica, sino un artefacto con los agujeros pertinentes, pero rodeados de pinchos aguzados que disuadían, con inmejorable eficacia, de cualquier aproximación. De hecho, es discutible que se tratase de un instrumento de tortura. Era, más bien, preventivo: impedía las violaciones, a las que tan dados han sido siempre los hombres en guerras y conflictos civiles, y aun en tiempos de paz. Por eso abundaban entre las mujeres que habían de convivir con huestes numerosas. Reservo una mención especial para la mordaza, también llamada el babero de hierro, un ingenioso dispositivo cuya función principal era impedir que los gritos del condenado perturbaran la conversación de los verdugos o interfiriesen, en los autos de fe, en la música sacra que los acompañaba. Ciertamente, es muy molesto oír gritar cuando uno está aplicando un hierro candente a unos testículos o arrancando unas uñas, o no poder escuchar el delicado motete que ameniza una ejecución pública. Giordano Bruno, el filósofo del Renacimiento, fue quemado con una de estas mordazas, que sumó el silencio al padecimiento de la hoguera. Pero el babero de hierro no se limitaba a acallar, sino que lo hacía con una crueldad extrema, como correspondía a una herramienta satisfactoria: tenía dos pinchos: uno atravesaba la lengua y salía por debajo de la barbilla, y el otro, el paladar. La hoguera en la que perecieron Bruno y tantos otros herejes y librepensadores, valga la redundancia, ha sido una de las formas más comunes de acabar con los condenados. También una de las más horrendas. El dolor que causaba era tan atroz que, aunque lo prohibía la ley, algunos verdugos estrangulaban al reo antes de pegarle fuego. Y he dejado para el final el garrote vil —la mayor aportación española a la historia de la tortura mundial, aunque su origen sea romano—, del que hay un espléndido ejemplar en el museo. Aunque parezca algo propio del Neolítico, supuso un avance en su tiempo, como la guillotina en el suyo: antes se mataba a los condenados a garrotazos —y de ahí proviene el nombre— o ahorcándolos. Rompiéndoles el cuello, se garantizaba una muerte más pulcra y rápida. Aunque no siempre se conseguía este resultado: si el reo era corpulento y tenía un cuello robusto, y el verdugo carecía de la fuerza suficiente, la agonía estaba garantizada, porque hasta llegar a la asfixia podía transcurrir mucho tiempo. La versión catalana del garrote supuso un refinamiento mayor, porque, al mecanismo de estrangulamiento, sumó un punzón de hierro que penetraba y rompía las vértebras cervicales, de forma que mataba tanto por asfixia como por la lenta destrucción de la médula espinal. La agonía, como en casi todos los casos, se podía prolongar según la pericia del verdugo. El garrote que posee el museo es catalán: proviene de la ciudad de Ripoll, donde estuvo en funcionamiento a finales del siglo XIX. En España se dio garrote a los condenados desde la Edad Media hasta 1975, cuando se utilizó por última vez con un delincuente común y con el anarquista catalán Salvador Puig Antich. Salgo del museo asombrado de la capacidad del ser humano para ser cruel. El desprecio por la vida y la indiferencia ante el dolor del prójimo han alcanzado, a lo largo de la historia, y hasta hoy mismo, cotas difícilmente imaginables, que estos instrumentos permiten atisbar. Los garbanzos, las sardinas y la quesada no se me han revuelto en el estómago, pero poco ha faltado.
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