lunes, 7 de septiembre de 2020

Vacaciones en España (3): Ampuriabrava

Ampuriabrava (en catalán, Empuriabrava) constituye un atentado ecológico. A mediados de los años 60, y como había sido durante siglos, aquí no había más que pantanos y arrozales, de los que vivía la gente con dignidad suficiente. Pero un aristócrata, el marqués de Sant Morí, y dos avispados empresarios, Miquel Arpa y su cuñado Fernando Vilallonga, tuvieron una visión: construir, en plenas marismas ampurdanesas, una marina residencial, siguiendo el modelo de los enclaves edificados en la Florida, que, a su vez, imitaban el modelo clásico de Venecia. Y así lo hicieron, con el beneplácito del ayuntamiento de Castelló d'Empúries, en cuyo término municipal se encontraban las marismas. Las urbanizaciones y canales con las que domesticaron los humedales sedujeron a los alemanes, que empezaron a dejar aquí sus buenos deutsche Mark, y luego, paulatinamente, a británicos, franceses y holandeses. Por fortuna, una segunda fase de la marina, más devoradora todavía, se encontró con una fuerte oposición ecologista y vecinal a mediados de los 70 y no siguió adelante. Por fin, en 1983, la recuperada Generalitat creó el parque natural de las Marismas del Ampurdán y estableció así la protección definitiva de los pantanos. Pero el destrozo ya estaba hecho. Cuando hoy se contempla Ampuriabrava desde las alturas del monasterio de Sant Pere de Rodes, por ejemplo, se ve un rectángulo de edificios y canales en el centro de una enorme masa verde, alimentada por el agua que aportan cuatro ríos que desembocan aquí o cerca de aquí: Muga, Fluvià, Ter y Daró. Levantar algo así sería hoy impensable. Pero en la época del desarrollismo era muy posible con tal de que España saliera de la miseria en la que vivía. Así han quedado, pues, esta multitud de casas y esos 24 km de canales navegables, que constituyen la mayor marina residencial de Europa, y por los que transitan, con motorizada laxitud, los botes, lanchas y algún yate de tenderos franceses, mineros alemanes y camioneros galeses. Pablo, Álvaro y yo pasaremos cinco días en un piso de airbnb esa red planetaria de alojamientos a la que me están convirtiendo mis hijos, en detrimento de los hoteles tradicionales a los que siempre he recurrido: otro cambio generacional al que me complace sumarme para conocer el lugar, en el que nunca hemos estado ninguno de los tres, y otros, más interesantes, que lo rodean. Hoy lo dedicamos al pueblo, si es que admite esa denominación. Bajamos hasta el paseo marítimo y la playa por la avenida Juan Carlos I, que el ayuntamiento ya ha decidido cambiar, por razones obvias, por avenida de la República. (Esta es nuestra aportación al derribo de las estatuas que representan hechos o valores odiosos: derribamos el nombre de las calles). Vemos muchos rótulos en francés. En nuestra comunidad, los vecinos que aún quedan son franceses. En las calles, el idioma que más se oye es el francés. La dueña de nuestro piso es francesa. Ampuriabrava se está convirtiendo en Ampuriabrave. También vemos muchísimas inmobiliarias. Y empresas náuticas. Y restaurantes. La gente no parece hacer aquí otra cosa: comprar y vender pisos, comprar y vender barcos, y comer. Entre unos y otros, distingo un negocio llamado "Tao de luz". El profesional que aquí atiende se presenta como "magnetiseur (así, en francés), sanador energético y coach emocional". Y habrá idiotas que recurran a él. Los canales a los que se asomo desde la avenida antaño monárquica y hoy republicana resultan agradables. La arquitectura es setentera y, en general, el aire del pueblo, kitsch, pero la visión de las casas, con terracitas (al escribir "terracitas", el ordenador me lo ha corregido automáticamente por "terracotas"; está bien, también hay terracotas en las casas que diviso. Por una vez, la estupidez informática ha sido enriquecedora), arcos, contraventanas de madera, tejados de teja y portales y jardines salpicados de palmeras, cipreses y buganvillas, no desagrada. Muchas reproducen las tradicionales torres de las masías, aunque a escala menor (y justifican, así, el nombre popular que se daba en Cataluña a las segundas residencias: la torre) e, inevitablemente, al pie de cada una de ellas hay una embarcación. También hay empresas que hacen un tour por los canales y cuyas embarcaciones acaban arribando al lago que los culmina, al norte de Ampuriabrava, en el que se encuentra, justamente, nuestro hospedaje. No es una excursión aventurera, sino infinitamente plácida. El rumor de los motorcillos ni siquiera alcanza a espantar a las gaviotas. Más bien las gaviotas graznadoras, agresivas espantan a los barcos. Alcanzamos por fin la playa, enorme y vacía, y desplegamos las toallas. El agua está plana y casi inmóvil: es el lago del Mediterráneo. Pocas cosas la perturban; alguna moto de agua, de vez en cuando. El cielo, en cambio, está permanentemente asaltado por avionetas y paracaidistas. Junto al pueblo hay un aeródromo, muy activo, cuya torre de control se avista desde la arena. He pensado en aprovechar nuestra estancia de estos días para vivir la experiencia del salto en paracaídas, que siempre me ha cosquilleado. Pero soy demasiado cobarde: no me atrevería a dar el paso al vacío, por más atado a mí que fuese un monitor. Además, con mis dimensiones, no cabe descartar que le fuera imposible manipular lo que tuviese que manipular y cayéramos ambos a plomo al fatídico suelo del Ampurdán. Conmigo no podría saltar un monitor canijo. En la playa, llegada la hora de prestación del servicio solo de 11 a 19.00 horas; fuera de ese horario, se puede uno ahogar tranquilo, veo a una socorrista encaramarse al puesto de observación que está justo detrás de nosotros para atisbar y, en su caso, socorrer a los náufragos. No es Pamela Anderson. Desde Los vigilantes de la playa soy incapaz de imaginarme a las socorristas sin las gloriosas hechuras de Erika Eleniak o Carmen Electra y a los socorristas, sin los marmóreos músculos (y la marmórea sonrisa) del legendario David Hasselhoff. Pero la realidad, cuando no la excede, desmiente la ficción. Aprovecho que está aquí para preguntarle si sabe de algún sitio en el paseo marítimo donde comprar prensa. Comprar prensa antes era una actividad cotidiana y anodina: uno salía a hacerlo casi sin darse cuenta, como a comprar pan o tirar la basura. Hoy constituye una aventura semejante a matar dragones o descubrir un continente. En toda Ampuriabrava no he visto ni una sola librería o kiosko donde hacerse con el periódico. Y la socorrista, al parecer, tampoco. Pero se comunica por walkie-talkie con un colega, en el puesto de mando, para averiguar si él lo sabe. La respuesta del otro baywatcher es descorazonadora: "Ni idea", oigo que le responde, entre zumbidos metálicos. Quizá es que en Ampuriabrava ya no se venden periódicos. Quizá es que han desaparecido por completo de la vida del pueblo. O que han dejado de existir en el mundo, como las farolas de gas o los miriñaques. Por la tarde, nos vamos los tres a echar una partida de bolos en una bolera cerca de casa. Hace siglos que no juego a bolos, y ellos tampoco. De camino al local, nos cruzamos con una furgoneta que remolca un yate gigantesco. Hemos de echar el coche en el arcén para que la nave no nos destruya. Ya en la pista, recobramos las olvidadas sensaciones de ponernos unos zapatos usados por millones de pies y de manejar una bola de varios kilos que, mal empleada, puede aplanarte un pie o luxarte los dedos de una mano. Al igual que con los vigilantes de la playa, no puedo jugar a bolos sin imaginarme como Pedro Picapiedra caminando de puntillas hasta la línea de lanzamiento para conseguir un strike fabuloso. Por desgracia, yo me parezco más bien a un pato y, cuando suelto la bola, a un nudo. Pese a ello, no quedo último en la primera partida, aunque sí en la segunda. En la pista de al lado, un joven, con la pierna enyesada, tira a la pata coja. No quiero comprobar si consigue mas puntos que yo. Y una adolescente de su grupo sale a tirar ataviada con un top y unos pantaloncitos tejanos, de las dimensiones de un tanga, que repujan, como si fosforecieran, sus muchas redondeces. Se me hace difícil concentrarme. Quiero pensar que la perturbación que me causa contribuye a mis desastrosos resultados tanto como mi irremediable impericia para el juego. A la salida, reparamos en los muchos norteafricanos con los que nos cruzamos. Este debe de ser el barrio moro de Ampuriabrava. En una terraza, se amontonan en varias mesas, donde juegan a algo que no alcanzo a distinguir: quizá backgammon, o acaso dominó. Beben té. Y solo hay hombres, naturalmente.

1 comentario:

  1. Pues para ser un verano atípico, menudas vacaciones te estás pegando. ¿Sabes que he coincidido con Emerson? Me ha dado recuerdos para ti.

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