Visito hoy, con mis buenos amigos la poeta María Ángeles Pérez López y su marido Miguel, con los que estoy pasando algunos días en Salamanca, dos lugares, cerca de su ciudad, que no conozco. El primero es Candelario, un pueblo encaramado en la sierra de Béjar y cuya frontera, por la carretera por la que venimos, es un río persuasiva, casi eróticamente llamado Cuerpo de Hombre. Aparcamos cerca de la ermita del Humilladero, junto al coso local, y empezamos a pasear por las calles empinadas. Me llaman inmediatamente la atención algunos rasgos de la arquitectura del pueblo: las famosas batipuertas, esos cerramientos dobles, de madera gruesa, que servían de burladero para apuntillar a las reses desde dentro de la casa, y que también la protegían de la nieve, la lluvia y los animales indeseados; las paredes recubiertas de tejas, que impedían que ambas, la nieve y la lluvia, deshicieran las vulnerables paredes de adobe; y los pasadizos techados de madera. Pero la arquitectura no es solo popular. También advertimos, en la plaza mayor, una casona de 1914, con una galería modernista, y numerosas construcciones nobles, con portones historiados de madera, balcones llenos de grandes matas de hortensias y dinteles de piedra en los que constan fechas del siglo XVIII, que debió de ser una época de enriquecimiento y expansión del pueblo. El agua está muy presente en la vida y la fisonomía urbana de Candelario. Abundan las fuentes, de las que mana helada —la de la Romana, la de la Cruz de Piedra, o la de la Hormiga, que recoge el chorro en un cuenco redondo y se encuentra bajo una placa que recuerda al poeta local Victoriano Gil Mateos—, y las regaderas —o regateras: de regato— recorren el pueblo, encauzando el agua de los neveros de la sierra. Estos canalillos en el suelo son muy parecidos a los que recorren los pueblos de la cercana sierra extremeña, como San Martín de Trevejo, donde el rumor cantarín del agua acompaña la vida cotidiana. También hay muchas cruces por todas partes: el peso de la religión es apabullante en estas regiones interiores. Cuando estamos admirando una casa choricera (o chacinera), con la clásica distribución en tres pisos —el primero para matar a los cochinos; el segundo para que viviera la familia; y el tercero, para secar y almacenar el fruto de la matanza: en aquellos tiempos y aquellas economías, todo quedaba en casa—, pasa un chatarrero con un altavoz, informando al pueblo de que ha llegado para llevarse el hierro viejo. Luego vemos pasar un carromato tirado por dos caballos, cuyos cascos tamborilean en el empedrado, pero que ya no transporta cosas del campo, sino a una turista que fotografía furiosamente cuanto ve. Dejamos atrás la tienda "La Económica", que vende de todo, al antiguo modo de los pueblos, y llegamos al principal templo de la localidad, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya entrada vela una señora del pueblo, que nos pregunta de dónde somos y a continuación nos dice que no podemos sentarnos en los bancos, que otra señora está fregando anticovídicamente, con mucho afán. En la iglesia, que data de 1392, destaca un magnífico artesonado mudéjar que cubre el retablo principal, constituido por un cielo morado y 99 incrustaciones de oro, que representan otras tantas estrellas. En el suelo, en cambio, lo que destaca son las señales adhesivas que indican la distancia de seguridad que los feligreses han de mantener. Se entiende: hay que evitar que se produzca un milagro inverso y la gente se contagie y se muera cuando vengan a adorar al Creador. Antes de comer, le echamos luego un vistazo al ayuntamiento, un edificio poderoso, que refleja la riqueza histórica del pueblo, construido a principios de siglo por un arquitecto modernista catalán, Benito Guitart Trulls, y leemos varios paneles en las calles con fragmentos de "En retiro de remanso serrano", un artículo de Miguel de Unamuno publicado en el diario Ahora de Madrid, el 27 de agosto de 1935, sobre su estancia en Candelario por aquellas fechas, en el cual escribe: "He subido por las empinadas y enchinarradas calles a su iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —hoy su fiesta— a ver la salida de misa. Y luego, desde mi breve retiro veraniego, he contemplado el valle. A mis pies; una huerta, detrás la roja testudo de los tejados de las casas del lugar, todavía sin chimeneas las más, que así lo pedía el oficio de la industria local de embutidos. Y allende, cerrando el horizonte, el entablamento de unos cerros rocosos y pelados. Todo a una luz quieta, de remanso también y de visión"; y también: "Al venir a estos días de remanso serrano me he traído no libro alguno en español, sino en inglés. He pensado que para español me bastaría con el diario provincial, que nos trae las noticias de las reuniones ministeriales, de los mítines políticos, del crimen de cada día y de los demás deportes. Y así, me he traído los poemas de Keats para, al brizo del susurro del agua de la reguera de la calle, oír mental y cordialmente el gorjeo del inmortal poeta, que hace ciento dieciséis años, en el brevísimo vuelo de su vida, lanzó al cielo su oda al ruiseñor". Unamuno, siempre trenzando lo propio con lo universal, o haciendo universal lo propio. Comemos, por fin, en el restaurante "La Candela", donde María Ángeles y yo nos atrevemos con el jabalí con chocolate que incluye hoy el menú, y del que damos cuenta satisfechos de nuestra elección. El camarero que nos atiende, arrebatado por la informalidad que se extiende hoy por el mundo, nos llama "chicos", aunque el menor de nosotros tenga 54 años, y nos sirve gaseosa "Molina", local. Con una ñoña peligrosa, pero atemperada por la prudencia de Miguel al volante, nos dirigimos a la siguiente y última parada de nuestra ruta de hoy, Alba de Tormes, donde se fundó la casa de Alba (hecho memorable que los lugareños homenajean con algunos reveladores dicharachos: "¡Esconde las gallinas, que vienen los Alba!", por ejemplo). Como llegamos aún aturdidos por el jabalí con chocolate y las otras salvajes exquisiteces de "La Candela" (menos Miguel), nos sentamos en una terraza de la plaza mayor, a una benéfica sombra, para intentar recuperar la compostura. Yo me asesto una jarra de cerveza, mientras que María Ángeles y Miguel se conforman con brebajes menos amenos, como tónicas, infusiones y blanduras así, aunque sin duda los van a espabilar a ellos mucho más que la birra a mí. Nos encontramos bajo los soportales de la plaza, de hechuras modernistas, y frente a una fuente rodeada por palmeras, traídas desde Elda en 1927. Las palmeras, aunque impropias de este clima, han prosperado y ahora lucen su altísimo garbo en pleno centro de la ciudad. También ha prosperado el sentimiento nacionalista: las banderas de España —algunas desteñidas por el sol feroz de estos días— están por todas partes. El sentimiento nacionalista prospera con cualquier cosa: siempre está ahí, dispuesto a crecer con cualquier ofensa. Desde donde nos encontramos vemos también el ayuntamiento, de cuyo balcón cuelga un gran pendón con una imagen de Santa Teresa de Jesús. La devoción que concita la santa es grande en el lugar. Una vez trajeron a Alba al papa Clemente, aquel embaucador ciego de El Palmar de Troya, a quien no se le ocurrió nada mejor que decir algo sobre la autora de Las moradas. Y como lo que dijo no gustó, el mocerío albense le echó el coche al río. Hubo quien propuso que lo echaran a él, pero al final se impuso la cordura. Aunque no se me ocurre cómo pudieron devolver a Clemente el invidente al feudo de su secta con el vehículo inutilizado. Algo recuperados del ágape de Candelario, iniciamos la ruta de los monumentos del pueblo, aunque, como ya no le queda mucho tiempo a la tarde, nos centramos en tres. El primero es la iglesia de San Juan de la Cruz, construida a finales del siglo XVII, y la única del mundo dedicada al poeta, cuyo carácter poético refuerza, a la entrada, un verso de Ocnos, de Luis Cernuda: "Estabas en Alba, y no la recordaste...". San Juan mira al mundo desde una hornacina de la fachada. El interior, de estilo barroco carmelitano, es blanco y despojado: transmite paz. Aquí la distancia de seguridad la garantizan los adhesivos verdes que indican qué asientos de los bancos pueden ocuparse y cuáles no. Otra iglesia, la de San Juan, románica-mudéjar, contiene una de las grandes maravillas del lugar: el Apostolado, un conjunto de trece figuras —Jesús y los doce apóstoles—, de piedra arenisca policromada y estilo románico-bizantino, esculpido hacia 1200. Todas exhiben el hieratismo y, a la vez, la vivísima sencillez del románico. Jesús aparece en el centro, con báculo y cetro, símbolos de su poder. A su diestra, Pedro custodia las llaves del cielo. A su siniestra, Juan, el único imberbe. Todos los apóstoles tienen un libro en las manos, algunos abierto, otros cerrado. Solo Pablo carece de él. Para acceder al conjunto, dispuesto en semicírculo, hemos de pasar junto a una Dolorosa que sostiene, como una estrella cruel, siete espadas clavadas en el corazón. Otras piezas son menos kitsch que esta. Hay un magnífico Cristo en madera del siglo XIV, el trazo de cuyas costillas parece esculpido por un artista contemporáneo, sobre un breve gólgota de cráneos y huesos: el cristianismo es incapaz de subrayar la belleza de la figura del Redentor sin resaltar asimismo el horror de su sacrificio. El exhibicionismo de esas tinieblas sangrientas no deja de revolverme el estómago. Otro nazareno nos llama la atención, el pintado en Cristo atado a la columna en 1535 por Juan de Juanes. Aparece en él atado a una columna, suponemos que en la que fue azotado. Pero el contraste cromático es brutal: la columna es de un mármol irisado y multicolor; la piel de Cristo es muy blanca, aunque manchada por las sombras de los zurriagazos recibidos; y el fondo, de un negro intensísimo. Por fin, subimos al castillo de los Duques de Alba. Todavía hace mucho calor y el camino, aunque sucinto, es fatigoso. Buscamos la sombra como los sedientos el agua. Por desgracia, llegar al castillo no nos descansa. Están cerca de cerrar y las dos señoras que atienden el lugar —una en las taquillas y la otra al pie del torreón— nos urgen a una visita rápida. La segunda, que es la guía, nos recibe con retintín: "Un poco tarde, ¿no?", luego dedica veintitrés segundos a informarnos sobre el monumento y nos despide, por fin, subrayando la necesidad de que corramos. De la que fue fortaleza y residencia de los duques durante siglos hoy solo queda la torre de la Armería, a la que los lugareños llaman el torreón. Lo destruyó Julián Sánchez el Charro, uno de aquellos guerrilleros que no se cansaban de rebanar pescuezos de gabachos, y que se enfadó mucho por que el torreón hubiese servido de cuartel a los franceses. Pero a mediados del siglo pasado, Luis Martínez de Irujo descubrió las extraordinarias pinturas renacentistas que aún albergaba la torre y decidió restaurarlas. Los frescos, obra de los hermanos Cristóbal y Juan Bautista Passini, representan tres escenas de la batalla de Mühlberg, donde Fernando Álvarez de Toledo y Pimental, tercer duque de Alba, tuvo una participación protagónica y contribuyó decisivamente a la victoria de las tropas del emperador Carlos. Las figuras son majestuosas —nadie diría que están en una guerra: parecen prohombres helénicos— y los colores son suaves, casi fríos: predominan el rosa, el azul celeste y el blanco. Los de la casa de Alba —un ajedrez añil y blanco— jalonan el lugar y me recuerdan que también el escudo de Hoyos, que formó parte de su señorío, presenta esa forma y esos colores. Cuando salimos de la sala de las pinturas, aún falta subir al mirador del torreón. María Ángeles y Miguel se quedan en el patio, vivamente interesados por lo que allí se exhibe (por ejemplo, una fascinante grúa "Nuevo Vulcano", hecha en Barcelona en 1902), y dejan que suba solo a las alturas, bajo los constantes apremios de la guía: "Una visita rápida, por favor; muy rápida". La señora, comprensiblemente, está deseando irse a casa. Así que corro escaleras arriba. Y hay muchas. Llego al mirador al borde del colapso. La vista es espléndida, pero el tiempo que le dedico —fiscalizado desde abajo por la imperiosa guía— apenas aplaca el corazón desbocado. Veo las prietas arboledas del Tormes, como si el río tuviese barba, y aerogeneradores en el horizonte, y campos amarillos. Bajo, por la escalera estrechísima, no menos deprisa de lo que he subido. Pero, si en el ascenso el peligro era que me explotaran los pulmones, en el descenso se trata de no despeñarme y romperme el cuello. Llego jadeante al final y me reúno, a paso ligero, con María Ángeles y Miguel, que siguen mirando piedras, con una sonrisa de conmiseración, en el patio. A la guía, que me sigue de cerca, solo se falta cantar lo que el sargento a los reclutas de marines en La chaqueta metálica. Y volvemos ya a Salamanca. Cruzamos otra vez el Tormes, en el que pescan unos jóvenes en minizodiacs. María Ángeles me cuenta que vuelve a haber nutrias en estas aguas, y yo lo celebro: si hay nutrias, es que están limpias. Las nutrias son un excelente chivato del estado de salud de los ríos. En el camino de regreso, Miguel me informa de que la meseta entre dos elevaciones junto a las que pasamos, el Arapil Grande y el Arapil Chico, fueron el escenario de una de las batallas más violentas de la Guerra de la Independencia, la de los Arapiles. Allí el duque de Wellington y sus aliados portugueses y españoles les dieron para el pelo al ejército del mariscal Auguste de Marmont, que sufrió 12.500 bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, frente a las poco más de 5.000 de los aliados. Un monolito en la planicie del Arapil Grande, que distinguimos en la distancia, recuerda aquel encuentro. Y yo pienso que en estos campos, entonces poblados por encinas y robledales, y hoy ocres y secos, solo interrumpidos por árboles solitarios, debe de haber aún mucha sangre y mucha metralla enterradas.
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