Ante las imágenes de las hordas trumpistas asaltando el Capitolio, sentí menos alarma que vergüenza. Casi la misma que recuerdo me embargó hace cuarenta años, cuando la televisión española revelaba el asalto a otro parlamento, el nuestro, por parte de un teniente coronel de la Guardia Civil criado a los tenebrosos pechos de Francisco Franco, envenenado de nacionalcatolicismo y ardiente defensor de la unidad de España. Entonces me abochornaba reconocerme como español. Anteayer, me compungía saberme también un poco norteamericano. Tejeró entró con el tricornio. Jack Angeli, el chamán de QAnon y estrambótico vocero de lo más abominable del trumpismo, irrumpió bicorne. En ambos casos hubo tiros. Y también en los dos los representantes de los ciudadanos fueron retenidos o apresuradamente apartados de sus funciones. Shame on you, se dice en inglés: "debería daros vergüenza". Pero la vergüenza es un sentimiento que los simios desconocen.
En su alocución por la asonada trumpista, Joe Biden adoptó el preceptivo tono presidencial y dijo, entre otras cosas —la mayoría, sensatas—, que quienes habían allanado el parlamento no representaban a los Estados Unidos; que los Estados Unidos no eran como aquellos energúmenos los pintaban. Se equivocaba. Aunque le disguste, los asaltantes también son los Estados Unidos; también ellos lo representan. La sociedad norteamericana, compuesta por casi 330 millones de personas e infinidad de etnias, culturas, tradiciones e intereses, es diversa y muy compleja, y, junto con una mayoría de gente razonable, decente, civilizada, que vota a derecha y a izquierda, o que no vota, hay también mucha otra que reúne todas las condiciones que explican la algarada de anteayer: pocos estudios; escasa inteligencia; el peso asfixiante de una serie de principios de la cultura política del país que, por las dos primeras razones indicadas, no se han sometido nunca a un examen crítico, como la idea de que la libertad individual no puede verse constreñida por la acción del gobierno, de que los ciudadanos tienen derecho a poseer armas para defender esa libertad omnímoda o de que las leyes del mercado deben imperar sobre cualesquiera otras; y, sobre todo, la pobreza, la pobreza causada por ese capitalismo al que se adhieren ciegamente y cuya menor cortapisa se entiende como una dentellada del comunismo. La gran mayoría de los salteadores del Capitolio, por lo que se pudo ver en las imágenes y lo que se sabe de las redes sociales que son su caldo de cultivo, responde a un patrón: son varones, blancos, de pocos o ningún estudio y muy religiosos. Y todos muy escorados a la derecha. Neofascistas, en muchos casos. Y partidarios de las teorías de la conspiración: de cualquiera, siempre que satisfaga su necesidad de encontrar una explicación, por absurda que sea, a fenómenos que les resultan incomprensibles. Carlos Fuentes contó una vez (¿o fue García Márquez?) que, en una cena en la Casa Blanca con Bill Clinton y su mujer, le había preguntado al presidente qué le parecía lo peor de su país, y Clinton había contestado que "la derecha reaccionaria". La derecha reaccionaria no solo sigue siendo lo peor de los Estados Unidos, sino que, con Trump, ha profundizado en la abyección: ahora roza el paroxismo y hasta el golpe de Estado. A menudo pienso yo lo mismo de España: lo peor es la derecha reaccionaria; lo peor es la ultraderecha y las toneladas de caspa que esparce a su alrededor, una caspa corrosiva, tóxica.
En uno de los debates electorales con Trump, Hillary Clinton dijo que entre los partidarios de su rival había mucha "gente detestable". Millones de personas se le tiraron a la yugular por aquella franqueza inaceptable en un país puritano —y, por lo tanto, hipócrita—, pero tenía razón. En la soldadesca trumpiana militan los miembros de QAnon, que creen en la existencia de una red internacional de actores, políticos demócratas y prohombres liberales pedófilos y adoradores de Satán, cuyo objetivo es conquistar el mundo; los Proud Boys ('muchachos orgullosos'), un tétrica organización supremacista y ultranacionalista; las rebañaduras del Tea Party y del Ku Klux Klan; conspiranoicos de toda laya; grupos neonazis y fanáticos religiosos; exmilitares y paramilitares; partidarios del South Will Rise Again ('el Sur resurgirá'), confederados nostálgicos que preconizan la resurrección de un pasado esclavista y blanco; y un tristemente amplio abanico de sectas, facciones y grupúsculos ultraderechistas, cada cual con sus ansias de subvertir el orden democrático. A tiros, si hace falta.
El asalto al Capitolio demuestra, una vez más, que las decisiones políticas de los ciudadanos no obedecen a un escrutinio racional o un análisis desprejuiciado de la realidad, sino al impulso de satisfacer ciertas necesidades emocionales o psicoafectivas. A cuantos les hacía falta sentirse protegidos —del paro, de la marginación, de la incertidumbre— en el seno de una tribu fuerte, con un líder poderoso, un país grande otra vez y un Dios provisor (y sin negros, ni socialistas, ni maricones, esas plagas), les da igual que los tribunales, incluyendo el Supremo, hayan dictaminado que las acusaciones de fraude electoral son falsas; o que lo hayan dicho también el fiscal general, el responsable de la seguridad nacional y todos los gobernadores de los Estados cuyos resultados se han puesto en duda; o que el Washington Post, entre muchos otros medios que se han preocupado de verificarlo, haya calculado que, en diciembre de 2019, Trump había hecho 15.413 afirmaciones falsas o engañosas como presidente, es decir, casi quince al día. Nada de esto tiene importancia. La realidad no tiene importancia. Lo importante es que Donald Trump satisfaga la necesidad de pertenecer al rebaño, de sentirse alguien, de no vegetar en el desconcierto o la animalidad. Aunque sea a costa de volverse un animal.
Llama también la atención que algunos, o muchos, se sorprendan de este desenlace violento de la presidencia de Donald Trump. Pero ¿qué esperaban? ¿No era evidente cómo era Trump y a dónde podía conducir alguien de su catadura? ¿No se había revelado (ya desde mucho antes de ser candidato a presidente, cuando participaba en programas de telerrealidad empresarial y se complacía en gritarles a los participantes que habían fracasado: You are fired!, '¡estás despedido!'; eso mismo que ahora le han gritado a él 82 millones de compatriotas) como el machista, el matón, el racista, el mentiroso, el grosero, el ególatra, el tarugo que era? ¿No había agitado ya, en las elecciones de 2016, el espantajo del fraude electoral para el caso de que ganara Hillary Clinton? ¿No se dieron cuenta, desde el primer momento, de que semejante patraña solo podía conducir a un sainete como este (pero trágico, con cinco muertos), si no a algo peor?
El mundo ha asistido con una mezcla de estupor y regocijo al esperpento del Capitolio. Y todos los regímenes antidemocráticos del mundo han arrimado el ascua a tan suculenta sardina. Los hijos de Putin han identificado a los alborotadores con los partidarios de Maidán. Los chinos, con los estudiantes levantiscos de Hong Kong. Y el enturbantado clérigo que preside a los iraníes ha proclamado solemnemente que la algarada demuestra lo frágil que es la democracia (frente a lo sólida que es su teocracia, regida por los principios inmarcesibles del islam). Sí, la democracia es frágil, porque todas las cosas humanas lo son, y especialmente aquellas que se construyen, día tras día, sobre la convicción de que todo es mudable y controvertible, de que ninguna idea o principio es sagrado ni eterno, ni conviene que lo sea. Pero la democracia también es mucho más resistente que los regímenes fundados en morales medievales o creencias inverificables. Pese al asalto al Capitolio y pese a Donald Trump, a las muchas calamidades que ha propiciado y a su abominable deseo de perpetuarse en el poder, el estado de Derecho ha prevalecido: las elecciones se han celebrado, con limpieza ejemplar, y han arrojado otro vencedor; los tribunales (muchos de ellos presididos por jueces republicanos o directamente elegidos por Trump) han fallado en contra de sus pretensiones; el ejército se ha negado a secundar las barrabasadas del mandatario; y la prensa ha denunciado machaconamente los infames ejercicios del poder: hasta la muy conservadora FOX ha acabado apartándose del líder.
En España, la insurrección neofascista (llamarle "populista" es de pazguatos: Trump es lo que hoy podría ser Mussolini; de pacotilla, pero Mussolini) ha provocado las reacciones previsibles, y tanto VOX, la facción hispana del trumpismo, como el PP y Ciudadanos han equiparado lo sucedido en Washington con las manifestaciones de "Rodea el Congreso" promovidas por organizaciones de izquierda en 2012 y con algunas actuaciones del independentismo catalán. Pero ambos hechos se parecen tanto como un huevo a una castaña. En ninguno de los dos casos se asaltó el parlamento, ni el español ni el catalán. Reunirse no es asaltar. Manifestarse no es asaltar. Rodear no es asaltar. El único asalto al Congreso de los Diputados de la historia española reciente ha sido el de Tejero, que era de derechas, muy católico y un gran patriota. Y en ninguno de los casos ha habido muertos; en los Estados Unidos llevan cinco. Y eso por no hablar de las veces en que dirigentes de los tres partidos de la derecha nacional han promovido o apoyado manifestaciones de los suyos frente al Congreso, la última de las cuales se ha convocado para oponerse a la ley Celáa. Ayer, el alcalde de Madrid, el gran Martínez-Almeida, sostenía, muy campanudo, que "el origen intelectual de lo que sucedió ayer en EEUU y lo que pasó en España con Rodea el Congreso es el mismo: creer ilegítimo al gobierno". Inmediatamente después de leerlo, volví a ver, en youtube, aquel momento inolvidable de nuestra política contemporánea en el que su jefe, Pablo Casado, engarzaba hasta veintiún insultos a Pedro Sánchez, dos de los cuales eran estos: "Es un presidente ilegítimo a partir de hoy" y "un okupa".
No sé por qué escribo esta entrada. En realidad, estoy equivocado. Los responsables del asalto al Capitolio han sido los macarras, los socialcomunistas, los antisistema de los antifas. Eso afirman los trumpistas que estuvieron en Washington. ¿Quién mejor que ellos para saberlo?
Trump dejará el poder el próximo 20 de enero, alabado sea el Hacedor. Pero los 74 millones de norteamericanos que lo han votado (¡once más que en 2016!) seguirán ahí. Acojona pensarlo. Ojalá el país haya aprendido algo de esto. Ojalá haya escarmentado. Ojalá escarmentemos todos.
Efectivamente, 330 millones de norteamericanos, que no ponen en duda su unidad territorial.
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ResponderEliminarAlgunos sí, estimado anónimo: en Hawai, California, Vermont (que ya fue una república independiente entre 1777 y 1791), Texas (que también lo fue, entre 1836 y 1845) y los Estados del Sur, donde persiste un sentimiento, digamos, nacional (encarnado en el movimiento, de corte racista, The South Will Rise Again), hay grupos secesionistas, minoritarios, pero no desdeñables (y, en algunos casos, crecientes). En todo caso, la unidad territorial es, como cualquier otra realidad política, algo que deben decidir los ciudadanos. No es un absoluto, ni un concepto inmanente, ni anterior a la ley, sino algo que debe ser debatido, si se considera necesario, pacífica y democráticamente.
ResponderEliminarSuscribo todas y cada una de tus palabras Eduardo. Estupendo análisis.
ResponderEliminar¡Ojalá escarmentemos todo!