domingo, 3 de enero de 2021

Cabrerito

Que un torero español enamorase a una actriz de Hollywood era una proeza, una hombrada nacional de la que todo patriota debía enorgullecerse, sobre todo entonces, cuando España aún no había salido del racionamiento y era una paria en el concierto de las naciones. Y eso fue lo que sucedió cuando Mario Cabré sedujo a Ava Gardner durante el rodaje de Pandora y el holandés errante en Tossa de Mar, en 1950. El idilio no duró mucho —luego, el infatigable Cabré probaría con otra actrices descollantes, como Yvonne de Carlo e Irene Papas—, pero al país le supo a gloria y dejó algunas anécdotas memorables, aunque probablemente apócrifas, como aquella en que, tras una noche de amor, Ava le pregunta a Mario, al verlo brincar de la cama y empezar a vestirse, «pero ¿a dónde vas», y el torero le responde: «A contar que me he acostado con Ava Gardner».

Y es que Mario Cabré era guapísimo. Alguien que lo conoció bien, el poeta Enrique Badosa, que había pasado muchas tarde y noches con él en Barcelona, me dijo una vez: «¡Era tan guapo! Las mujeres se giraban por la calle para mirarlo. A su lado, te volvías invisible». La primera dedicación de Cabré fue el toreo, que descubrió viendo dar unos pases a unos zagales en una plaza de la ciudad. Empezó a torear en 1934 con el nombre artístico de Cabrerito y tomó la alternativa en 1943. Se retiraría definitivamente en 1960, tras haber afirmado una insólita catalanidad taurina: «Sóc torero i català, que equival a ser dues vegades torero» (‘Soy torero y catalán, que equivale a ser dos veces torero’). Había que verlo, con aquel rostro de hoplita macedonio y aquella planta que gastaba, dando pases al morlaco, con temple simpar, en una plaza de postín. En las gradas no solo la enmantillada Ava bebía los vientos por él; todas las mujeres (y muchos hombres) se pirraban por sus huesos.

Pero Mario Cabré no solo fue matador. Su personalidad burbujeante, arropada por aquel chasis descomunal, lo llevó al cine, la televisión y la poesía, entre otras ocupaciones menos glamurosas, como relaciones públicas de Textil Riba, S. A., una empresa de Sabadell del ramo de la confección. De hecho, su vocación literaria había precedido a la taurina: empezó a escribir poemas con ocho años, aunque no publicó su ópera prima, ¡Manolete!, hasta 1947, después de que Islero empitonase al genio de Córdoba. Luego publicaría una veintena de poemarios más, que aún se encuentran, con cierta facilidad, en los mercados del libro viejo. Varios de los primeros celebran el mundo del toro, como ¡Manolete! o Danza mortal, de 1950, que cuenta con un prólogo del Nobel Jacinto Benavente, para quien Cabré es «un poeta que sabe torear». Otro, Dietario poético a Ava Gardner, también de 1950, canta el encuentro con «el animal más bello del mundo». Un encuentro, por cierto, que debió de basarse en la pura querencia animal, en la fascinación erótica que ambos se inspiraban, porque ni Mario hablaba inglés ni Ava, español. La suya fue, pues, una relación áfona, aunque seguramente pródiga en gemidos, interjecciones y onomatopeyas. Dietario poético... trasluce a menudo esas dificultades de comunicación: «El diccionario guarda / la sombra escalonada / de las palabras... Por favor, cierra el diccionario y mírame tan solo», escribe Cabré; y también: «Conozco el sufrimiento del lenguaje / en su expresión más grande de tortura, / y el tener que pedir como limosna / la simple traducción de una pregunta». 

Otros más de sus libros están dedicados a artistas y pintores: Gala y Salvador Dalí, Joan Miró, Picasso. En Canto sin sosiego, publicado en 1957, celebra la figura y la poesía de la suicida Alfonsina Storni, y cuenta con un prólogo de Juana de Ibarbourou, que empieza así: «¡Qué bien sabe cantar una muerte este joven poeta español que es todo vida!». En el poemario hay mucho amor, mucha muerte y muchos signos de admiración. En «Caminas pleamares», leemos: «¡Qué abandono de brazos anillados / por olas que no llegan a la playa! / Del sueño sin horario que te ronda / nace un velar concéntrico de escamas». Ese binomio clásico, eros y tánatos, recorre la obra de Cabré, infaliblemente romántico, vagamente trovadoresco, platónico y, a la vez, viril, aunque según los modelos de la virilidad hispana de hace setenta años, hoy notablemente apolillados. Recortes de amor, de 1979, que incluye una portadilla en homenaje a las bodas de oro de Textil Riba, y que la empresa aprovechó para desear un «venturoso año 1980» a sus clientes y amigos, es un buen ejemplo de ese cultivo recurrente del tópico del amor, aunque ahora impregnado de tristeza. En 1976, Cabré había sufrido una embolia y un infarto, y, a resultas de ello, una hemiplejía que le dejó medio cuerpo paralizado. Un Cabré impedido, pues, recuerda los alborozos de la pasión y lamenta su pérdida. No obstante, una voluntad férrea lo había llevado a aprender a escribir con la mano izquierda para seguir componiendo versos, y así lo hizo hasta su muerte. El autor ya había dado cuenta de su estancia en hospitales en algunos libros, como En la residencia, autoeditado en 1969, donde consigna sus experiencias en el hospital Valle del Hebrón (sic). El ejemplar que conservo —que, aunque embastado por la enfermedad de Cabré, es misceláneo: incluye poemas de agradecimiento a los médicos y curas que lo atendieron, tankas y villancicos, descripciones de Barcelona y elogios de las virtudes teologales— está autografiado por el poeta y dedicado a José María Tuser, «pintor de tardes triunfales». Da cierta fatiga ver en youtube las grabaciones de los últimos años del poeta: es ya solo un anciano enfermo y solo que se esfuerza por responder, en una silla de ruedas y con un hilo de voz, a los homenajes que aún se le rinden. Uno no puede sino preguntarse qué ha sido de aquella plenitud varonil, de aquella sonrisa gloriosa, de aquella fuerza y aquel encanto que hicieron de él un sex symbol y casi un héroe. No obstante, si uno mira bien, todos esos rasgos aún se transparentan en sus facciones y su porte, que se resisten a abandonar la elegancia y la masculinidad que siempre lo caracterizaron. Y nunca dejó de escribir. Continuó pergeñando versos —aunque carentes ya de la gracia sentimental de antaño— hasta que la muerte, que había asomado su siniestro pescuezo en 1976, lo atrapó —o quizá lo liberó— en 1990. Su último poemario, Cántico de brisas, se publicó en 1987.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de diciembre de 2020]

P. D. Una buena amiga me informa de que la anécdota de la noche de amor de Cabré con la Gardner se ha atribuido siempre a Luis Miguel Dominguín, y compruebo que, en efecto, en la mayoría de páginas de Internet que hablan de la actriz, es Dominguín el galán ansioso por contarles a los amigos que había disfrutado de sus favores. Yo, sin embargo, seguí lo referido por Máximo Pradera en Tócala otra vez, Bach (Malpaso, 2016), donde el protagonista de la anécdota es Mario Cabré. Si Pradera dio aquí un malpaso, me temo que yo también. Aunque la historieta sea apócrifa.

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