domingo, 17 de enero de 2021

Cinco libros ingleses

Me gusta la literatura inglesa. Siempre me ha gustado. Desde que, incitado por mi padre, un anglófilo empedernido (y contradictorio), leía los sofisticados rompecabezas de Agatha Christie, los aristocráticos embrollos de Jeeves y su señor Bertie ideados por P. G. Wodehouse, las muy católicas aventuras del padre Brown, de Chesterton, y Tres hombres en una barca (por no hablar del perro), de Jerome K. Jerome. Luego he seguido con devoción otras sagas muy populares, como la de Wilt, el antihéroe académico de Tom Sharpe. Reveladoramente, todas estas obras, y muchas otras que he leído en mi vida, contenían un elemento de humor, o eran abiertamente humorísticas. Los ingleses parecen incapaces de escribir, aunque sea astrofísica o biblioteconomía y documentación, sin comicidad. Está en sus genes culturales y nadie se libra de ella. El humor es un gran mecanismo de distanciamiento, y el distanciamiento es algo muy querido por todos en la isla. Tras mi paso por la Gran Bretaña, una forma de no sentirme ajeno o desgajado de ella es leerla. Y en estos últimos meses varios títulos han mitigado no solo mi alejamiento personal de Albión, sino también la dolorosa experiencia de la separación que ha supuesto el bréxit. 

El primero ha sido A la deriva [1977], de Penelope Fitzgerald, la reconocida autora de La librería (Impedimenta, 2018traducción de Mariano Peyrou). En 2019, yo traduje otra novela de Penelope, Voces humanas (de cuya aparición di cuenta en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/04/voces-humanas.html) y quedé atrapado por su prosa cristalina, con la que describía una compleja maraña de relaciones personales y revelaba un conocimiento muy profundo tanto de la naturaleza humana como de los singulares engranajes de la sociedad británica. Todos estos rasgos están presentes en A la deriva, que tiene, en mi caso, el atractivo adicional de desarrollarse en una barcaza del Támesis, una de esas casas flotantes que todavía ocupan las orillas del gran río, anclada en Battersea Reach, en las orillas de Chelsea, un paisaje muy cercano a donde viví en Londres, en Battersea Park. También la autora vivió dos años en uno de estos narrow boats, en la misma zona. Cuando escribió A la deriva, sabía, pues, de lo que hablaba. Y, cuando yo lo leía, todo me resultaba familiar, aunque la novela transcurriese a principios de los 60. Como los puentes de Wandsworth y Battersea, que tantas veces he cruzado, o la iglesia de Santa María, el elegante templo, erigido en 1777, que enarbola su muy neoclásica torre entre una multitud, hoy, de bloques de pisos de aluminio y cristal, pero que, en los años en que suceden los hechos narrados, era todavía un conglomerado de fábricas, almacenes, viviendas humildes y hasta campos (que en sus tiempos habían sido de espárragos), atravesado por un Támesis limoso y maloliente. En esa iglesia se casó el poeta William Blake y desde sus ventanales pintó el río el maravilloso Turner. 

También he leído El regreso de Reginald Perrin [1977], de David Nobbs (Impedimenta, 2013; traducción de Julia Osuna Aguilar). Como el título indica, el libro es la continuación de uno anterior, protagonizado por el mismo personaje, Caída y auge de Reginald Perrin, que obtuvo en Gran Bretaña un éxito absoluto. Dio pie a una serie de televisión y consagró a su autor como uno de los más destacados humoristas ingleses. Se trata, pues, de otra saga cómica, cuyas entregas, no obstante, pueden leerse autónomamente. Si A la deriva es una "tragifarsa", El regreso de Reginald Perrin se ha considerado una "comedia trágica": ambos relatos entrelazan golpes de humor y oscuras melancolías, pero en A la deriva predominan estas y en El regreso..., aquellos; A la deriva no quiere ser un libro de humor y El regreso..., sí: la novela de Dobbs pretende, sobre todo, hacer reír. Pero también hacer pensar, porque en toda sátira —y eso es lo que es, de hecho— alienta un fondo de amargura; toda burla social implica una crítica, una denuncia del desajuste entre lo que juzgamos deseable y lo que, en cambio, encontramos a nuestro alrededor. La trama de El regreso... es rigurosamente disparatada. Pero también muy británicamente disparatada: el autor desarrolla los acontecimientos sin que se le mueva un pelo, con una coherencia aplastante. Reginald, un pequeño burgués fracasado, harto de que las empresas se hagan ricas vendiendo cosas que presentan como maravillosas, pero que no sirven para nada, decide abrir una tienda que venda cosas completamente absurdas, absolutamente inútiles, por esa misma razón: por ser inútiles y absurdas. Y, por primera vez en su vida, tiene éxito. Lo fantástico del relato, como subraya Kiko Amat en su entusiasta epílogo, es el funcionamiento sin fallo de ese argumento descabellado, su impecable articulación narrativa. También merece la pena preguntarse: ¿sería un argumento todavía válido hoy? ¿Podría volver a triunfar, ahora, otro Reginald Perrin?

Un tercer libro inglés de Impedimenta, publicado en 2020, con traducción de Alicia Frieyro, es El fantasma y la señora Muir [1945], de R. A. Dick, aunque su autora no fuese inglesa, sino irlandesa, ni se llamara R. A. Dick, sino Josephine Leslie, otra más de las muchas escritoras que ocultaron su condición de mujer tras un seudónimo de hombre o que se atribuía, sin mayor reflexión, a un hombre; de hecho, las iniciales "R" y "A" eran las de su padre, Robert Abercromby. El fantasma y la señora Muir es una deliciosa comedia romántica, que Joseph Mankiewicz llevó al cine en 1947 y que luego se convirtió en una exitosa serie de televisión. Narra la extraña relación que se establece entre una joven viuda, Lucy Muir, y el malhumorado fantasma de Daniel Gregg, el antiguo dueño de Gull Cottage, la casa, situada en un pueblo costero, en la que Lucy se ha refugiado en busca de sosiego y soledad. Los ingleses adoran los fantasmas y no hay casona, mansión o palacio de alguna prosapia donde no se diga que habita un espectro. Esta arraigada tradición da pie a la novela de Dick, en la que se entrelazan tías insufribles, hijos ambiciosos, criadas leales, galanes desleales, perros inquietos, obispos y esposas de obispos, abogados londinenses, editores hoscos y, en los papeles protagonistas, una viuda a la que dista mucho de sobrecoger el fantasma, que fue en vida capitán de barco (como el padre de la novelista: algo freudiano debe de haber aquí), y el espíritu de Daniel Gregg, que por nada ni de este mundo ni del otro quiere que su casa pase a manos indebidas, y que se aplica a evitarlo con sobrecogedores (e hilarantes) medios de ultratumba. El final de la historia no por previsible resulta menos emocionante. Y toda la novela desprende encanto, ligereza, simpatía, un aroma a viejo relato victoriano reverdecido por una sensibilidad contemporánea y aderezado con dos elementos relevantes: los toques de humor propios de esta literatura concreta y funcional, aunque trate de ensueños y fantasmagorías, y la conciencia feminista, que subraya el derecho y la voluntad de Lucy de decidir sobre su propia vida.

Diario de una dama de provincias [1930] (Libros del Asteroide, 2013; traducción de Patricia Antón) es otra historia escrita por una mujer: E. M. Delafield. También esta adoptó un seudónimo: se llamaba Edmée Elizabeth Monica Dashwood, pero prefirió utilizar cierta traducción macarrónica del apellido de su padre, Henry Philip Ducarel de la Pasture, para diferenciarse de su madre, también llamada Elizabeth y también escritora. Diario de una dama de provincias es, en realidad, la recopilación en forma de libro de las columnas que Delafield publicaba en una revista femenina, Time and Tide, en los años 30, y que se prolongaría, a lo largo de la década, en tres títulos más. La protagonista de esas columnas es la propia autora; se trata, pues, de un relato parcialmente autobiográfico, y, si es solo parcialmente autobiográfico, es porque no pocas aventuras —si es que puede llamarse aventuras a las peripecias cotidianas de una señora bien en una ciudad de provincias inglesa— son inventadas o se exageran para que produzcan un efecto humorístico. La gracia está justamente en esto: en componer un relato persuasivo con los nimios y a menudo absurdos acontecimientos de una vida de clase media en un condado cualquiera de Inglaterra. Para conseguirlo, Delafield recurre a un instrumento infalible, e inexcusable, en manos de un inglés: la ironía, que lo recorre todo, desde las dificultades a las que se enfrenta la protagonista para surtir la despensa de la casa a los puritanos embrollos de las asociaciones cívicas a las que pertenece. Esa ironía desvela, como también hacen Fitzgerald y Dobbs, como en realidad hacen todos los buenos narradores británicos, las grietas y repechos, las injusticias e hipocresías de una sociedad siempre aparentemente calma, tradicionalista y conservadora, como la inglesa. Y, haciéndolo, eleva las triviales andanzas de la protagonista a la condición de épica: una épica doméstica, consuetudinaria, intrascendente, si se quiere, pero mucho más reveladora que algunos cuentos pensados para asombrar. La prosa de Diario de una dama de provincias, muy bien traducida por Antón, fluye gozosamente, llena siempre de giros inteligentes, descripciones precisas —y muy divertidas— y golpes de humor (y de amor), contrapunteadas por constantes notas y recordatorios, como este, que sigue al enésimo problema con los niños en la casa: "(Duda: ¿Menoscaba la incesante presión de los problemas domésticos nuestra capacidad para mostrar compasión hacia la humanidad? Me temo que sí, pero en estos momentos me siento incapaz de tratar de reformarme en ese sentido)".

Recuerdos de un jardinero inglés [1950], de Reginald Arkell (Periférica, 2020; traducción de Ángeles de los Santos), es una novela que cuenta la historia de Herbert Pinnegar, el Viejo Yerbas, un jardinero ya retirado que se ha dedicado toda la vida a atender el jardín de la mansión provinciana de la señora Charlotte Charteris. Y, de nuevo, algo tan liviano, tan anodino, como que un niño solitario, amante de las plantas y las flores, crezca para convertirse en un trabajador entregado al cuidado del jardín de una dama pudiente, se convierte en una epopeya de los sentimientos y una metáfora de los valores decantados por la sociedad británica, que encuentran una de sus mejores materializaciones, precisamente, en el jardín inglés. Recuerdos de un jardinero inglés es una sostenida rememoración de la vida de Pinnegar, que avanza a pasos sutiles, sin griterío ni prisa, como crecen las plantas, necesitadas de atención y paciencia. Cada suceso que se describe en la novela, si es que alguno llega a alcanzar la condición de suceso, es analizado con una perspicacia que se manifiesta siempre en voz baja, pero que, cuanto más queda parece, más elocuentes vuelve sus hallazgos. La delicadeza con la que Arkell describe a los personajes y trata los asuntos del libro no oculta la poderosa corriente sentimental que lo atraviesa, y que desemboca en un final de trazos finísimos, casi evanescentes, pero cuya emotividad derriba al lector. El humor no falta en Recuerdos de un jardinero inglés (¿cómo podría hacerlo?), pero predomina la ternura, una ternura pintada con los grises del cielo inglés, pero también con los verdes encendidos de la campiña y con la explosión multicolor de los narcisos, los tulipanes, los gordolobos y las gloxíneas, entre tantas otras especies, de los jardines que hilvanan la isla y en los que, como dice el rústico pero sabio Pinnegar, "no se puede estar enfadado mucho tiempo".

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