Alfred Tennyson fue barón y el poeta más famoso de su tiempo. Laureado, además. La reina Victoria le confirió ambos honores, la baronía y el lauro, este en 1850. Ostentó el cargo de vate aúlico hasta su muerte, en 1892. Ha sido uno de los poet laureate más longevos, como la propia reina Victoria ha sido una de las monarcas más duraderas, y, por cierto, el primero que optó por quedarse con las veintisiete libras con que se retribuía el puesto, en lugar de con la tradicional barrica de vino. Tennyson es el poeta victoriano por excelencia, es decir, imperial, conservador, ferozmente británico. Demostró ese carácter en muchas ocasiones a lo largo de su vida. En 1854, leyó en el Times el catastrófico desenlace de la carga de la Brigada Ligera en la batalla de Balaclava, en la península de Crimea —uno de los muchos rincones del globo donde los hijos de Albión defendían a golpe de sable sus intereses comerciales—, y allí mismo, sin levantarse del sillón, pergeñó «La carga de la Brigada Ligera» y sus versos inmortales: «¿Algún hombre desfallecido? / No, aunque los soldados supieran / que era un desatino. / No estaban allí para replicar. / No estaban allí para razonar. / No estaban sino para vencer o morir. / En el valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos».
Pero Tennyson no solo cantó las gestas de Britania y su emperatriz. También entregó deliciosas miniaturas, como este La dama de Shalott [que ahora se publica en Reino de Cordelia, con ilustraciones de Howard Pyle, prólogo de Juan Luis Calbarro y traducción de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 2021)]. La escribió en 1833, aunque su versión definitiva no apareció hasta 1842. En 1978 vio la luz la primera traducción del poema en España, a cargo de Luis Alberto de Cuenca —en su libro Museo—, que ahora la recupera, revisada y mejorada. Tennyson, asiduo de la mitología y el medievo, persevera con La dama de Shalott en la tradición artúrica. El poema, envuelto en una atmósfera mágica, plagada de símbolos, agüeros y fatalidades, cuenta la historia de una dama recluida en un castillo, en la isla de Shalott, del que, por una maldición, no puede salir. Y, al igual que la esposa de Lot no puede mirar atrás cuando huye de Gomorra (y lo hace), u Orfeo no puede volverse para ver el rostro de Eurídice, a la que acaba de rescatar de los infiernos (y también lo hace), esta dama no puede mirar por la ventana (y lo hará). Pasa los días en el castillo, tejiendo en interminables tapices —como una Penélope de Homero en la caverna de Platón— las sombras del mundo que se reflejan en un espejo («enferma estoy de tantas sombras», dice en el ecuador del poema). Pero un día alcanza a ver el reflejo del caballero Lancelot y, fascinada, se asoma al mirador para contemplarlo. Eso la condena: el espejo se rompe, los tapices salen volando y ella baja al río, aborda una barca y se abandona a la corriente, que la conduce hasta Camelot, donde Lancelot la recibe, muerta.
Los 171 versos de La dama de Shalott —en los que De Cuenca alterna alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos, pero preserva empeñosamente, como subraya Juan Luis Calbarro en su clarificador prólogo, los estribillos del quinto y el noveno verso de cada estrofa— se parten en una mitad de luz —hasta que mira a Lancelot, una figura solar—, poblada de flores, brillos y colores, y otra de sombra, que culmina en la muerte de la dama —que ocurre en un río, como la de la Ofelia de Shakespeare—. A ambas, la luminosa y la oscura, contribuyen las radiantes ilustraciones de Howard Pyle. La traducción de Luis Alberto de Cuenca es excelente: musical y enjoyada, como corresponde al original. En el primer poema de la tercera parte, traduce inteligentemente a red-cross knight por «un caballero inglés», y en el V reconocemos el título de una novela de Agatha Christie: the mirror crack’d from side to side, «de parte a parte se quebró el espejo».
La edición, exquisita, contiene, no obstante, algún error y algunas erratas. El error consiste en haber transcrito, en la segunda mitad del primer poema, la versión de 1833, no la de 1842, que es la que traduce De Cuenca, lo que explica la disparidad entre el original y su versión: The yellow-leaved waterlily / The green-sheathed daffodilly / Tremble in the water chilly / Round about Shalott, dice uno; «las gentes van de un lado a otro, / contemplando los lirios, cómo florecen / sobre los bordes de una isla, allá abajo, / la isla de Shalott», dice la otra. Entre las erratas, la peor es haber omitido un verso del original, el penúltimo del tercer poema de la tercera parte: Some bearded meteor, trailing light, que en la traducción sí aparece: «pasa la cabellera luciente de un cometa».
[Una versión más breve de este artículo, y con algunas modificaciones, se publicó en Quimera, nº 455, noviembre 2021, p. 63].
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