Cuando era director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, visité varias veces Trujillo, por distintas razones. En un par de ocasiones, para asistir a la Feria del Libro que se organizaba cada año en el pueblo. La Feria del Libro de Trujillo era entonces un escuálido apiñamiento de siete u ocho casetas en la plaza Mayor, frente a la carpa en la que tenían lugar las actuaciones de los escritores y conferenciantes invitados. Pese a la belleza monumental del entorno, la Feria resultaba descorazonadora. Un año llegué hacia el mediodía, y en la carpa, donde se estaba presentando un libro, había tres personas. Y aquella casi vaciedad no se explicaba solo porque el libro fuera un horror, que lo era, sino porque era un día laborable y todo el mundo estaba trabajando (o en sus casas, protegiéndose del sol). Los actos de la Feria, por lo general de muy poca calidad, se convocaban entre semana, y la asistencia era mínima. El organizador de la cosa era un pintoresco personaje, sedicente poeta y gestor cultural, y pariente de un importante escritor catalán, que lo primero que me dijo, cuando me presenté a él como el director de la ERE, fue: "¡Ah, estupendo, venga, vamos a tomarnos una cervecina!". Campechano, directo y más plano que un zapato, aquel buen hombre estaba muy orgulloso del evento que había pergeñado con los dineros de la concejalía de Cultura del ayuntamiento, y al que asistían, aquel año, personajes de la talla de José Oneto, q. e. p. d., con su legendaria cortinilla capilar. También estaba muy ufano el concejal de Cultura, un joven muy dinámico, cuyo nombre he olvidado, que no dejaba de expresar su satisfacción por el éxito de la Feria y por la atención que prestaba la prensa a sus actos (es decir, un par de artículos y algunos breves en los periódicos locales). Cuando lo hacía, yo miraba a mi alrededor y veía el panorama desolado de la plaza, con sus casetas exangües y su programación más exangüe todavía. "Quizá podríais acomodar los horarios para favorecer que viniese más gente", me atreví a sugerir. Pero él estaba muy contento con el desarrollo de la Feria y con el desempeño del campechano y cervecero director. Como también lo estaba, según me dijo, "Alberto, el alcalde". Yo no lo sabía entonces, pero aquel Alberto era Alberto Casero, el político del PP que ha acreditado recientemente su inteligencia en la estrambótica votación de la reforma laboral en las Cortes, donde su error (doble) al pulsar el botón que el partido le había dicho que pulsara ha anulado el tamayazo de los dos diputados de la Unión del Pueblo Navarro —insignes padres de la patria también—, confabulados para impedir la aprobación de la perversa ley, y a quien los malignos guionistas de El Intermedio han bautizado, ya para siempre, como "el amigo del obrero". Yo no llegué a conocer al edil, que campó ocho años como alcalde de Trujillo (al mismo tiempo que ejercía, durante cinco, de senador, aunque, tratándose del Senado, lo de "ejercer" es una mera figura retórica) hasta que el PP, siempre en busca de jóvenes espabilados y dispuestos a darlo todo por el partido, que es la mejor encarnación de la patria, lo hizo diputado a Cortes en 2019. Además de su salto a la fama gracias a su excelente manejo de la informática, la prensa ha dado a conocer estos días otros manejos de los que, supuestamente, ha sido promotor. De hecho, está siendo investigado como presunto autor de un delito de prevaricación continuada. Se conoce que, en sus años municipales, se hartó a fraccionar contratos (para que tuvieran un importe menor al que la ley exigía para ser licitados y, en consecuencia, adjudicarlos sin publicidad ni concurrencia, y sin respetar el principio de igualdad), y eso cuando firmaba los contratos, porque en muchos casos parece ser que, sencillamente, no había contrato, sino que Casero se comprometía de palabra a pagar a quien le prestase el servicio. Los autónomos y empresarios de una región tan necesitada como Extremadura caían en la trampa y trabajaban sin papeles (porque eso es lo que querían, trabajar con la seguridad de cobrar: la Administración, que es el principal empleador de la comunidad, su motor económico, siempre paga, aunque sea tarde), fiados de la palabra del munícipe. Pero el munícipe perdió las elecciones municipales de 2019 (ah, la democracia, cuántas sorpresas nos da), pasó a desempeñar otras importantes labores en la política nacional, como la de mantener la disciplina entre los cargos y responsables del PP en el territorio, y dejó atrás el brillante resultado de su gestión. Los socialistas, que lo sucedieron en la alcaldía, abrieron los cajones y descubrieron las facturas que los proveedores del ayuntamiento habían enviado al cobro (entre ellas, algunas tan bonitas como una de 30.000 euros a la Cámara de Comercio de Perú por participar en un "Gastro Tour Perú", u otra de casi 57.000 euros por la celebración del festival PopEye, que no sé si va de marinería, dibujos animados, promoción de la espinaca o voyeurismo). Pero lo que no pudieron encontrar fueron los contratos que las justificaban, y en algunos casos ni siquiera expediente alguno de contratación. Las facturas siguen sin pagarse, los facturadores se han querellado contra el facturado, el facturado, a su vez, lo ha hecho contra Casero, el supuesto responsable del desaguisado, y todo se ha vuelto un pandemonio de triquiñuelas, mafiosidades y sordideces, con la guinda de la astracanada protagonizada por Casero en la votación de la reforma laboral. Ese, Alberto Casero, era el responsable último de aquellas ferias del libro desangeladas e inútiles, aunque para él tan brillantes, que solo servían para dar de comer a algunos, para que el ayuntamiento celebrase que hubiese aparecido media página sobre el evento en El Periódico de Extremadura y para que el director de la cosa, tan jovial él, se inflara, y nos inflara a nosotros, de cervecinas.
Posdata. Como mi preocupación por Extremadura es conocida, leo con inquietud la noticia de la reciente sentencia del Tribunal Supremo por la que se resuelve el caso del complejo de lujo de la isla de Valdecañas, en Cáceres, declarado ilegal por el Tribunal Superior de Extremadura, pero cuya demolición este mismo Tribunal había denegado por el enorme perjuicio económico que supondría para la comunidad, cifrado en 145 millones de euros. El Supremo zanja la cuestión, por fin, después de décadas de litigios, ordenando la demolición, y que la Junta de Extremadura asuma los costes que eso suponga, porque fue ella, la Junta, la que actuó ilegalmente cuando permitió la construcción de la faraónica Marina Isla de Valdecañas en un suelo no urbanizable y especialmente protegido. El caso de la Isla de Valdecañas es típico en las regiones pobres como Extremadura, siempre necesitadas de recursos, que solo pueden provenir de la inversión. Las administraciones públicas, las gobierne quien las gobierne —en este caso, los socialistas—, se vuelven locas con los macroproyectos urbanísticos o de ocio (mejor, de ambas cosas a la vez) para inyectar dinero —o eso creen— en el territorio. Pero esos macroproyectos o son humo, o destruyen el medio ambiente, o blanquean capitales, o fomentan la economía del ladrillo, o expanden un capitalismo trumpiano, o facilitan el crecimiento de "la insondable tontería humana", como decía Augusto Monterroso, tal como ha sucedido con el establecimiento de la Fundación Phi, patrocinado asimismo por la Junta, en la Sierra de Gata, y de la que ya hablé en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/10/de-politica-4-cosas-preocupantes-que.html). Tenemos, pues, una gasto público monumental (más el que han supuesto el tiempo y los recursos enterrados en años de pleitos), un espacio natural estropeado y que tardará años en recuperar su fisonomía propia, una iniciativa desautorizada y unas expectativas frustradas, unos pueblos abandonados, una vez más, a su suerte (y a la manipulación de inversores y políticos) y una ilegalidad escandalosa cometida por quienes deberían velar por el escrupuloso cumplimiento de la ley, y de la que, por cierto, ningún responsable público se ha hecho responsable. Otro espectáculo lamentable, como el del alcalde y diputado Casero. Pero este muchísimo más costoso.
De nuevo aciertas. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminarEs lamentable que la Editora Regional de Extremadura prescindiera de tus servicios por qué la burocracia pasa por encima de la cultura. Ellos se lo pierden, era necesaria una dinamización en la esfera cultural que usted podría haber llevado a cabo con solvencia y nuevas ideas, que las tiene en demasía. E e. .
ResponderEliminarEn lo relativo al sistema clientelar político y burocrático en las distintas administraciones es desgraciadamente algo endémico en este sufrido país.Un saludo. Diego
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