Los medios de comunicación andan llenos estos días de una encarnizada polémica sobre la canción elegida para representar a España en el próximo festival de Eurovisión, o, más exactamente, si lo he entendido bien, sobre la forma de elegirla. Se conoce que para dilucidar cuál de las tres finalistas, todas mujeres —la finalmente ganadora, Chanel, que tiene nombre de perfume, con su tema SloMo; una tal Rigoberta Bandini (a no confundir con Rigoberta Menchú, la guatemalteca ganadora del Premio Nobel de la Paz), que ha cantado sobre las tetas, o ha enseñado una teta cantando, o llevado una teta de plástico al escenario, o algo así; y un grupo de gallegas de cuyo nombre, francamente, no consigo acordarme, aunque sí sé que acababa en -eiras—, se llevaba el gato al agua ha prevalecido el criterio del jurado profesional por encima de los otros dos jurados, el demoscópico (sea esto lo que sea) y el popular. Y que eso constituye una aberración incalificable, un tongo descarado, un escándalo mayúsculo. Las redes sociales han estallado como una gigantesca bomba de racimo y cubierto a los protagonistas de la polémica de oprobio o de parabienes, según. La prensa seria le ha dedicado páginas enteras al asunto. En el horario de máxima audiencia del Telediario ha ocupado muchos minutos. En las Cortes se han presentado preguntas parlamentarias sobre la forma de elegir la canción que ha de representar a España (el grupo gallego del BNG, indignado por que se apartara torticeramente del triunfo a las del grupo cuyo nombre acaba en -eiras, se ha mostrado comprensiblemente beligerante en defensa del conjunto), y hasta los sindicatos han pedido que se anulara el resultado del concurso por los defectos que han viciado la elección. Y la ganadora de la cosa, la suprascrita Chanel, ha salido al paso de quienes la criticaban, pidiéndoles que "tengan muchísimo cuidado con lo que dicen", porque "puede afectar a la salud mental de las personas", lo que constituye la ultimísima forma de censura que a los millenials cretinos, como esta mujer, se les ha ocurrido para acallar a la gente y evitar oír lo que no quieren oír. En realidad, son ella, su canción y la controversia que ha suscitado las que pueden afectar a la salud mental de las personas (aunque, bien pensado, si las personas se dejan afectar por este asunto, es que su salud mental ya no está demasiado católica). A mí todo esto me parece una demostración paradigmática de la estupidez del ser humano. Eurovisión ha sido siempre una patochada, pero, al principio de los tiempos, todavía tenía alguna razón de ser: se trataba de promocionar y dar a conocer en otros países las músicas nacionales, para afianzar así el espíritu europeo. Luego se convirtió, paulatina pero firmemente, en una imbecilidad por la que desfilaban cantantes nulos con sus inevitables memeces —como las llamaba Josep Pla—, cuya única atenuante era ser breves y dar paso a la intriga de una votación cuyo fin era alcanzar los tuelf points, como el Guayominí, y no quedar últimos, como gloriosamente sucedió con Remedios Amaya y su mítica ¿Quién maneja mi barca? y otros cuatro representantes españoles, tres de los cuales —incluida Remedios— obtuvieron cero triunfales puntos. Eurovisión atravesó su propio desierto, en los 90 y primeros años del siglo XXI, pero, por desgracia, no llegó a desaparecer. Luego, recuperado por una posmodernidad ávida de espectáculos bufonescos y populares, valga la redundancia, que ha sabido utilizarlo para movilizar cantidades ingentes de dinero —de ahí su neoéxito: ha logrado multiplicar los ingresos de los productores musicales y las televisiones públicas—, y apoyándose en unas tecnologías digitales que disparan planetariamente las audiencias, se ha convertido en el principal concurso musical del mundo (o, al menos, en el más longevo). Yo confieso que, en mis cincuenta nueve años de vida, solo he disfrutado con una actuación: la de Rodolfo Chiquilicuatre en 2008, cuyo loable empeño por merecer el último puesto se vio frustrado por los 55 puntos que le otorgó el público, y que lo condenaron a una asquerosamente digna 16ª posición de 25 participantes. Hoy, en España, nos encontramos con que se organiza un festival (el Benidorm Fest) para elegir a quien nos ha de representar en otro festival; con que, para elegir a quien nos ha de representar en otro festival, no se constituye un jurado, sino tres; con que la elección de algo tan banal como la canción que nos ha de representar en el otro festival, genera un disgusto nacional porque dizque no se corresponde con los gustos mayoritarios, democráticamente expresados, del público; y con que toda la preocupación, la energía y hasta la intelectualidad del país se vuelca en un debate sobre un asunto con tanta enjundia y trascendencia como un plato de acelgas. Mientras, siguen muriendo centenares de personas en los hospitales por el coronavirus (anteayer, 408; ayer, 224); España registra la mayor tasa de suicidios de su historia (casi cuatro mil en 2020); hay más de tres millones de parados, doce millones de pobres y cuatro millones y medio de pobres de solemnidad; no se acaba con la lacra de la violencia machista (hubo 73 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en 2020, y 44 en 2021); el fracaso escolar afectó en 2020 al 20% de los hombres y el 11% de las mujeres; la banca, rescatada con el dinero de los ciudadanos, continúa amasando beneficios multimillonarios gracias al dinero de los ciudadanos (en 2021 ha ganado un 45% más que antes del COVID); la universidad es un desastre; la política es un estercolero; la electricidad y la gasolina se pagan a precio de oro; VOX sigue creciendo; en el mundo hay 63 guerras en curso, que generan cientos de miles de muertos y refugiados, y cerca de casa, en Ucrania, está a punto de estallar una más, que involucraría a varias potencias nucleares; Messi se ha ido; y ya no se encuentra crema de tomate en los supermercados. Quizá se diga que, precisamente, tinglados como el de Eurovisión sirven para distraer a la gente, para que no se hunda bajo el peso de una realidad asfixiante; que Eurovisión es Euroevasión, y que está bien que sea así. Si se trata de divertirse, hay espectáculos más creativos y, como decían los moralistas de antaño, a los que no estaría mal recuperar en algunos aspectos, más edificantes. Eurovisión es un castillo de aire y purpurina, por el que desfilan toda suerte de friquis y descerebrados, de la inmensa mayoría de los cuales nadie se acuerda a la semana de su actuación (o incluso ya cuando están actuando), que jamás ha dado una canción memorable (salvo, quizá, el Waterloo de ABBA, aunque mucho del crédito que mereció probablemente se deba a las dos suecas estupendas que lo cantaban, y, por lo que nos toca a los hispanos, el La, la, la de Massiel, de tan sustanciosa letra), y que da pábulo al nacionalismo más baladí, de entre los muchos nacionalismos que nos acogotan. Pronto, y si las críticas por la elección de Chanel no lo impiden, la cantante tendrá ocasión de defender el pabellón patrio en Turín ante millones de espectadores de todo el mundo. Será un momento mágico. El de comprobar, un año más, qué tontos somos, qué gregarios, qué vacuos.
Suscribo. Un abrazo Eduardo.
ResponderEliminarBravo, bravo, bravo. Suscribo hasta la última coma. Gracias por escribirlo, amigo. Abrazo, j12
ResponderEliminarJordi Doce dice: Bravo a la tercera potencia.
ResponderEliminarYo digo: No pierdas ni un segundo en esto. Con Francisco Franco, vale. Hoy en día, ni nada nombrarlo. Yo no me siento dentro de ese grupo gregario y tonto. Nada de eso me interesa y , desde los 12 años, me dejó de interesar.
Espero tu crónica de..., ya sabes.
Un abrazo fuerte.
Vaya! debo ser gilipollas, antes del Benidorm Fest era de Tanxugueiras a muerte (supongo que por el 50% de mi sangre gallega), después de ver la primera semifinal me pasé a Rigoberta: me parecía que la puesta en escena era mucho más redonda (y no lo digo por la teta gigante que sacaron). Pero soy voluble y ahora me ha pasado a la ganadora, defenderé a Chanel hasta Turín... siempre y cuando no la caguen con la puesta en escena, que España es especialista en cagarla en ese aspecto. He dicho.
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