Visito hoy, con Pablo y Álvaro, la exposición de Banksy «The Art of Protest» en el Disseny Hub de Barcelona. (En la corta frase que acabo de escribir hay cinco palabras en inglés. Lo siento. En la exposición comprobaré que saber inglés es imprescindible para disfrutarla: porque no siempre se traducen las leyendas incluidas en las piezas del artista, y porque muchas frases suyas aparecen, solo en la lengua de Shakespeare, en las cartelas de la muestra). Hacía muchísimo tiempo que no venía a la plaza de las Glorias Catalanas, donde hay obras desde que tengo uso de razón. La plaza de las Glorias Catalanas debería llamarse, más bien, la plaza de las Obras Catalanas. Hay una maraña de cables que cruzan el cielo (entre los que figuran también los del tranvía, que se ha extendido centroeuropeamente hasta estos pagos), tapias pintarrajeadas de grafitis (meros garabatos ilegibles, a años luz de lo que propone Banksy), zonas descampadas, inmuebles en construcción, y hasta se divisa la Sagrada Familia a medio hacer, aunque todas sus torres —incluyendo una central, muy gorda, que, según dicen, será uno de los mayores monumentos de la humanidad— apuntan decididamente al cielo. A cierta distancia, veo también una línea de casas que debe de ser la última frontera del Ensanche, que aquí confluye con el barrio de San Martín. Son casas antiguas, con fachadas ocres, balcones con persianas y tejas en los tejados, y que, contrapuestas a la explosión de modernidad de esta parte —aquí mismo se levanta la imponente torre Agbar, el pene multicolor pero angustiosamente solitario de Barcelona—, parecen un barrio napolitano o un pueblo de Lérida. En el Disseny Hub, de camino a las salas de la exposición, pasamos junto a la imitación de dos cabinas telefónicas londinenses, rojas, que nos observan como centinelas (o quizá como momias). Banksy es inglés —de Bristol, parece ser— y su obra bebe, claro, de las características y contradicciones de la sociedad británica. (Por cierto, es Banksy, no Bansky, como yo he dicho hasta hace bien poco: la oclusiva es anterior, y eso endurece la pronunciación). Ya en la entrada, nos recibe una reproducción de la estatua de Pasquino, que los comisarios de la exposición han considerado un precedente del arte del grafiti, en general, y de la obra de Banksy, en particular. En la estatua de Pasquino dejaban los romanos del siglo XVI sus escritos críticos (sus escríticos) y sus poemas satíricos (satcríticos) sobre los gobernantes de su tiempo, es decir, colgaban los memes de la época. Banksy no ha de recurrir ya a una estatua ni a un rincón concreto de la ciudad para ejercer la crítica, sino que puede hacerlo, y de hecho lo hace, en cualquier lugar y país, aunque sigue acogiéndose al secreto. Los romanos del Renacimiento evitaban que los reconocieran porque, si lo hacían, los mandaban a galeras, como poco. Banksy se oculta porque una de las primeras veces en que había salido para iluminar a su modo las paredes de la ciudad, tuvo que esconderse de la policía debajo de un coche y pasar allí casi toda la noche, y se conoce que le pilló el gustillo a que nadie lo viera ni supiese quién era. Banksy ha desarrollado, gracias a su talento, pero también al misterio de su identidad, que contradice los sacrosantos principios del individualismo contemporáneo y la inviolabilidad de la autoría, y que ha excitado la curiosidad del mundo entero, como siempre excitan los enigmas y las prohibiciones, una obra extraordinaria, con un sentido crítico radical. Trabaja con plantillas y, mayoritariamente, solo en blanco y negro, lo que le da mayor esencialidad y dramatismo a sus piezas. Basta con ver unas pocas para comprender el núcleo de su trabajo: la crítica de la injusticia, la burla del orden y la ortodoxia, la protesta contra la opresión, la insumisión ante al capitalismo. Resulta curioso, no obstante, que quien se rebela contra el capitalismo haya entrado en los museos y protagonice exposiciones como esta, en un lugar tan pijo como el Disseny Hub de Barcelona. En Sotheby's se adjudicó una pieza suya por 1,2 millones de euros, que se autodestruyó inmediatamente después de ser adjudicada, en la propia sala de subastas, para estupefacción de los presentes e intento de suicidio del comprador. (Pero tenía truco: no se autodestruía del todo; y lo que quedaba seguía siendo una pieza de Banksy, más original todavía). Alguien ha escrito que los grafiteros deberían considerar un fracaso que sus obras se vendan en galerías y se expongan en museos. El capitalismo, tan detestado por Banksy («We can't do anything to change the world until capitalism crumbles. In the meantime, we should all go shopping to console ourselves»: 'No podemos hacer nada para cambiar el mundo hasta que el capitalismo se venga abajo. Mientras tanto, todos deberíamos ir de compras para consolarnos'), ha demostrado ser la creación más omnívora del hombre: todo lo absorbe, todo lo fagocita, incluso lo que se le opone más radicalmente. O eso sobre todo. El capitalismo es una máquina tragaldabas de la que cualquier cosa que se meta sale capitalista. Pero la oposición de Banksy no adopta perfiles trágicos, sino irónicos, muy arraigados en el humor inglés. Banksy es muy ingenioso, y sabe plasmar ese ingenio en escenas sinópticas y corrosivas. Su panoplia de temas va del consumismo a la guerra («If at first you don't succeed, call an airstrike»: 'Si no tienes éxito al principio, pide un bombardeo aéreo'); del control que ejerce el «gran hermano» que es el Estado («One nation under CCTV»: 'Una nación bajo un circuito cerrado de televisión', que utiliza —y se burla— del «One nation under God» del Juramento de Lealtad que se presta todos los días en las escuelas de los Estados Unidos) a la represión de la inmigración; del conflicto palestino-israelí a la sociedad del espectáculo. En una de las primeras piezas que vemos, la reina Victoria se sienta en la cara de otra mujer; ambas visten ligas. Pese a ello, el enfoque de Banksy casi nunca es erótico; parece que el sexo, al menos en su obra, le importa poco. Más allá, vemos unos fajos de billetes de diez libras con la cara de Lady Di. La técnica fundamental que emplea para alumbrar sus creaciones es la paradoja, y quizá por eso su obra me parece, a la vez que mordaz, lírica. La paradoja es el principal fulminante poético: donde esté, habrá poesía. En una pared, vemos a la muerte, con su capucha negra y su guadaña, sonriendo sentada en el Big Ben. En otra, a Jesucristo crucificado, cuyas manos sostienen sendas bolsas con compras. En otra más, unos cazadores africanos apuntan con sus lanzas, en la sabana, a unos carros de supermercado, como si fueran leones. La contraposición es constante. Y la irreverencia. Banksy funde lo clásico y lo contemporáneo: el David de Miguel Ángel con un cinturón de explosivos; un crucifijo vuelto garfio para escalar muros; María Magdalena y otras mujeres llorando a los pies de un cartel en el que se lee: «Sale ends today»: 'Las rebajas acaban hoy'. Cabría hacer una lectura hegeliana —y, por lo tanto, marxista— de este procedimiento: la tesis de la noción consolidada frente a la antítesis de la dolorosa realidad presente arroja la síntesis de la desmitificación, del resquebrajamiento de las ideas en las que estamos cómodamente instalados. La vida política del Reino Unido no deja de suministrar material al ojo iconoclasta de Banksy, preocupado siempre por fundir entidades opuestas, de cuyo choque surja una nueva luz, la revelación de una verdad que la costumbre y las manipulaciones del poder habían silenciado: Churchill con un peinado cheroqui verde; un Parlamento de monos, en el que todos los escaños de la Cámara de los Comunes están ocupados por simios (y que me ha llevado a pensar automáticamente en nuestras entrañables Cortes Generales: si gente educada en Oxford y Cambridge son chimpancés, ¿qué serán nuestros abascales, nuestros teodoros, nuestros albertos caseros, nuestras irenes monteros?); o el bréxit, contra el que Banksy se pronunció en un gigantesco mural con la bandera de Europa (de la que un operario subido a una escalera arrancaba una estrella con un martillo y un escoplo), y que los propietarios del inmueble, secundados por el ayuntamiento, taparon pintándola de blanco (Banksy respondió a la censura con lucidez: «Una bandera blanca viene a decir lo mismo...»). No hay que olvidar que el arte del grafitero de Bristol es efímero, y que está sujeto a la reprobación de las alcaldes o los vecinos, al vandalismo urbano o incluso al sabotaje de otros grafiteros (con uno de los cuales, Robbo, Banksy mantuvo una feroz rivalidad al principio de su carrera; cuando Robbo murió, Banksy le rindió un sentido homenaje: una botella de spray, del que salía una llama, como de una vela, iluminaba su nombre). Unos fontaneros destruyeron su famosa «Rata con paracaídas», en Melbourne, cuando cambiaban las tuberías del inmueble. La policía británica —los célebres bobbies— han sido siempre objeto de las punzantes imágenes banksianas. Uno, por ejemplo, revisa la cesta que lleva Judy Garland en El mago de Oz: la inocencia ante la autoridad; la pureza ante la sospecha; la delicadeza ante la brutalidad. Cerca, una bola de discoteca, que gira, se ha caracterizado como el casco de un antidisturbios (que parece también el de un samuray). Y, en otro grafiti, un furgón policial, escoltado por motoristas, lleva un dónut gigante en el techo. A veces, los niños no son escrutados por la fuerza pública, sino que sufren la aterradora compañía de los iconos de la modernidad, como la niña napalmeada por los americanos en Vietnam, a la que, en la pieza de Banksy, le dan la mano, sonrientes, el ratón Mickey y Ronald McDonald. Cuando la estamos mirando, sobrecogidos, un grupo de jóvenes se echa a reír a nuestro lado: «¡Joder, qué divertido, Mickey Mouse y el del McDonald! ¿Pero qué cojones hace esa cría ahí?». Por suerte, un acompañante les explica que es una imagen «reivindicativa», aunque sin aclararles el origen de la imagen de la niña con la piel a tiras. En Bansky abundan los niños y las ratas. Los primeros, como símbolo del candor que se opone a la podredumbre que denuncia; las segundas, como representación, acaso, de los seres humanos, de su pulular subterráneo e infecto por el mundo. Pero los primeros abrazan bombas o cañones como si fueran juguetes, y muchas de las segundas lucen al cuello el símbolo de la paz: más paradojas; más síntesis. Una sección de la exposición está dedicada a Dismaland, una gran instalación organizada por Banksy, y en la que participaron casi sesenta artistas de todo el mundo, con la que desbarata el mito de Disneylandia. Dismaland ya no es un amusement park, sino un bemusement park: un lugar de aturdimiento y desconcierto, en el que, entre otras maravillas, la muerte se ha montado en un auto de choque, el lujoso carruaje de la Cenicienta ha tenido un accidente y ella asoma, muerta, por una ventana, expuesta a los flashes de los paparazzi (como Lady Di, de nuevo), y un hongo nuclear preside uno de los patios, entre muchos otros deliciosos dislates. Mucho interés tiene también The Walled Off Hotel, un hotel, real, que Banksy se ha comprado en Israel, situado delante del muro de separación con Cisjordania, que se publicita como «el hotel con peores vistas del mundo» y cuyo nombre juega con el del Waldorf Astoria de Nueva York, uno de los más lujosos del mundo. Solo tiene diez habitaciones, pero todas están decoradas a lo Banksy: respetando el estilo victoriano original, pero incorporando grafitis desmitificadores, como uno en el que un judío con chaleco antibalas y un activista palestino se pelean en una guerra de almohadas, llenando de plumas la pared, justo encima de la cama del dormitorio. Banksy, en fin, como buen inglés, no olvida burlarse de sí mismo, aunque con cierta tristeza. Sin autoironía no hay ironía legítima: «If grafitti changed anything, it would be illegal» ('Si el grafiti cambiara algo, sería ilegal'), afirma. La exposición es vasta (quizá porque Banksy se rige por un bíblico y laborioso principio: «Be fruitful and multiply», 'creced y multiplicaos') y no dejamos de reconocer algunas de las piezas más celebres del grafitero: Steve Jobs en campo de refugiados de Calais; Lenin patinando con patines Nike; el chino anónimo ante los tanques en Tiananmen, pero ahora sosteniendo un cartel donde se lee: «Golf Course»; el famosísimo Love Is in the Air, con el manifestante en el momento de lanzar un ramo de flores en lugar de un cóctel molotov; y el no menos célebre «Niña con globo», con una niña a la que un golpe de viento se le ha llevado un globo con forma de corazón, y donde se lee: «Fight the fighters, not their wars» ('Combate a los que combaten, no en sus guerras'). Cuando salimos de la muestra, me preocupa si seré capaz de convertir las notas que he tomado en una entrada coherente en el blog: había tan poca luz que no veía lo que estaba escribiendo.
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