viernes, 24 de junio de 2022

La verbena y el día después

Ayer fue la verbena. Y hoy, como todos los días que siguen a una fiesta trasnochadora y apabullante, la mañana es de una tranquilidad monacal. El canto de los pájaros ha sustituido al estruendo de los petardos en el parque, apenas pasan coches (y los que pasan lo hacen con un rumor soñoliento) y se intuye que, ahora, a las diez y veinte de la mañana, cuando escribo esto, mucha gente todavía está durmiendo, o remoloneando en la cama, recuperándose (caramba, cuántos gerundios; perdón) de los bombazos y los excesos etílicos de San Juan. Ayer salí a dar uno de mis terapéuticos paseos, aunque sabía que no sería tranquilo. Las calles estaban llenas de gente, pero vacías de perros, lo que es sorprendente, porque en Sant Cugat los perros, en manada o individualmente, están por todas partes. Sucede que, en San Juan, todos los perros se esconden en los refugios antiaéreos de las casas. Hace unos días salí también a dar una vuelta y, en el primer sendero del parque, un chucho se me cruzó corriendo a una velocidad vertiginosa, como alma que lleva el diablo de los chuchos. Detrás, su dueña lo llamaba desesperada. Por fin, logró que el animal volviera, lo que hizo con la lengua al viento y los ojos entelados de pavor. La mujer lo cogió en brazos y le dio besos en el hocico, como a un rorro. Entre ósculo y ósculo, se cagaba en los muertos de los dos hijos de puta —así los llamó sistemáticamente— que habían tirado los petardos muy cerca, y cuyo estallido había aterrorizado al perro. Se conoce que la pirotecnia y las mascotas no se llevan bien. Quizá por eso he dejado de oír petardos este año antes del día de San Juan. Toda la vida se han oído explosiones de piulas y bombetas, en amenazador crescendo, desde mediados de junio. Este año no. A lo mejor los dueños de perros y gatos (me pregunto cómo reaccionan los canarios y los peces payaso al estrépito de la verbena) han logrado imponer una cierta contención en ese periodo previo, para concentrar la fiesta, hoy por hoy inerradicable, el día (o, mejor, la noche) en que se celebra. El 23 de junio, el protagonismo callejero de los perros ha sido reemplazado por el de las personas. Una pareja baila alegre en el parque. Un grupo de hispanoamericanas —suenan andinas— juega al fútbol en una zona despejada, y lo hace con tanto entusiasmo como impericia, emulando acaso a esa nueva heroína barcelonista, Alexia Putellas. Una familia, también peruana o ecuatoriana, reza, antes de cenar, en una de las gruesas mesas de madera del parque. Otra familia cena (sin rezar) en la hierba, sobre un mantel de pícnic, como si esto fuera Inglaterra, y bajo las bombillas y los banderines de colores que el ayuntamiento ha colgado entre los árboles para ambientar la fiesta, y que la brisa menea como a las hojas de los álamos en los poemas de Lorca. (Los que cenan en el esplendor de la hierba no están demasiado lejos de las futbolistas: no hay, pues, que descartar que un balonazo torcido les deconstruya la tortilla de patatas; pero quizá el rezo de los otros los proteja). Me dirijo, por la ruta habitual, siguiendo el torrente de la Bomba (una antigua riera por la que desaguan las lluvias y que las raras veces que son torrenciales puede convertirse en un pequeño Amazonas), al centro del pueblo. El desfile humano configura también un álbum de perplejidades: me cruzo con una niña que debe de ser gemela de Greta Thunberg, y que exhibe su misma expresión hosca y amonestadora; también con una joven que se recoloca las tetas en el sostén mientras camina y que, cuando advierte que la estoy mirando, me clava los ojos, entre el desafío y la coquetería; un tipo en pantalón corto, como van hoy casi todos los hombres (y yo), anda rápido y me adelanta: lleva un tatuaje policromado en la pantorrilla (los tatus son grafitis en la piel; este es barroco y razonablemente repulsivo); y también me adelanta otra joven, que acaba de salir de la ducha: lo sé por el pelo largo aún mojado, que ella orea peinándoselo con los dedos, y que deja sinuosidades de oro en un aire aún espeso de luz. De hecho, son casi las nueve y media ¿de la noche? y el cielo está todavía despejado, como si fuera mediodía. (Recuerdo los atardeceres interminables, los días interminables, de Extremadura, donde todo ocurre más tarde, más lejos). Antes de llegar a la plaza del Monasterio, donde ya distingo el tumulto verbenero, entro en la horchatería de siempre para hacerme con un granizado gigante. Este año las dependientas han cambiado. El pasado había una también policromada, pero no solo en una pierna, sino desde el cuello hasta el tobillo. En ella predominaban los rojos y los verdes, como en una rosaleda. Y frente a la sensación de suciedad que siempre me transmiten los tatuajes, aquella chica sonreía con limpieza y me inspiraba paz (y algo de deseo). También han retocado los granizados: ahora les echan un poco menos de azúcar. Sospecho que esa era la característica que para mucha gente hacía preferible la otra horchatería de Sant Cugat, J. P., que los preparaba más ácidos (y cuyo hielo, cuando ya solo quedaba hielo en el vaso, era más homogéneo y menos acristalado, y podía tomarse, así, como una deliciosa pasta fría). Yo, no obstante, he permanecido fiel a este establecimiento: de horchatería no se cambia uno como de camisa; las horchaterías son como los equipos de fútbol: el de la infancia será el de toda la vida. En la plaza se ha congregado el gentío. Y hay una hoguera, no muy grande, en pleno centro, al lado de un escenario que ya está dispuesto para la actuación musical que indudablemente seguirá al fuego (y en el que cuelga la inevitable pancarta que reclama que cese la represión del independentismo: los indepes nunca entenderán que lo que se reprime no es el independentismo, como demuestra la propia existencia de la pancarta y del acto que preside, sino el delito: matar mujeres, atracar bancos, evadir impuestos, subvertir el orden constitucional). Veo, a poca distancia, un coche de protección civil, y varios policías locales, y un puesto de la Cruz Roja, y vallas que acotan los movimientos de la gente. Nadie tira muebles viejos, ni trastos inútiles, ni apuntes del último curso, como se hacía en las hogueras de mi adolescencia. Todo el mundo se limita a mirar, a una cierta distancia —la hoguera, pese a ser modesta, desprende un calor bestial: me pregunto cómo sobrevivirán los bomberos forestales que estos días están teniendo tanto trabajo en toda España, vestidos con sus pesados trajes ignífugos, en compañía constante de las llamas—, y a tomar fotos, muchas fotos. Las manos se levantan con los rectangulitos de los móviles como adelfas repentinas. Yo paso todo lo deprisa que puedo —que no es mucho: la gente forma un laberinto a veces inextricable— por miedo a que se me derrita el granizado, y sigo mi camino por detrás del monasterio. El viento empapa las calles tras el cenobio del olor a pólvora quemada, que se mezcla con el de los jazmines de los portales y los alcoholes que la gente ya trasiega en las terrazas de los bares. Hay niños por todas partes, entusiasmados con el peligro manso de los petardos. Los encienden en el suelo y, en cuanto salta la primera chispa, aprietan a correr como si fuese a estallar una bomba termonuclear. Da mucha ternura. Aunque no tanta a los padres, que, sentados en bancos cercanos, administran las provisiones de cohetes, volcanes, triquitraques y buscapiés con sentido de la responsabilidad y cara de aburrimiento. En algún caso, lo que esos padres custodian entre las piernas es un verdadero arsenal (de petardos, quiero decir), y sus hijos acuden a él como a la fuente de Castalia, para que despierte toda la creatividad destructiva que atesoran. Yo continúo con mi paseo, que me lleva por la rambla del Celler y la avenida del Pla del Vinyet (paso por delante de los antiguos cines Cinesa, hoy Cines Sant Cugat, colectivizados por el ayuntamiento, en un interesante ejemplo de socialismo práctico en una ciudad radicalmente burguesa: el municipio se los ha quedado para que los sancugatenses no pierdan unas salas de cine céntricas y populares) hasta la magnífica arboleda del paseo de Antoni Gaudí, que remonto hasta la calle de Llaceres. En alguna pared, antes de llegar aquí, he visto un cartel que anunciaba el prodigioso espectáculo del Circo Raluy, uno de los pocos que aún funcionan en España, porque, aunque puede que el espectáculo sea prodigioso, también es anacrónico (como el ballet o la ópera, aunque todavía sobrevivan, por fortuna). De hecho, fue aquí, detrás del Teatro-Auditorio, en el parque del Arborétum, donde el circo instaló sus carromatos, en semicírculo, como en el Salvaje Oeste (y no me refiero ahora a Extremadura). Un día en que pasé por este mismo lugar y ellos afrontaban una noche sin actuación, vi a los payasos sentados en sillas plegables a la puerta de sus casas leyendo el periódico, y a las funambulistas usando los cables no para pasear por ellos, sino para tender la ropa, y a los domadores de leones (aunque ya no estoy seguro de que siga siendo legal que haya leones en los circos) domando a sus hijos, que se desmadraban en aquel recinto como hoy se desmadran otros con los petardos. Pasé entonces, como paso hoy, bajo el dosel verde, y cada día más cuajado, que forman los castaños de Indias del paseo de Gaudí, e igualmente llegué a la ermita del Sant Crist de Llaceres, un oratorio moderno, pero muy coqueto, en un extremo de la avenida de Gracia, en cuya marquesina (no sé si se dirá así; debe de haber un término específico para los, digamos, porches de las iglesias, pero lo desconozco) dos adolescentes, sentados muy juntos, miran muy intensamente el móvil (cada uno el suyo). Bajo después por la avenida, flanqueada a ambos lados por las casas más señoriales de la ciudad (aquí se asentaron las grandes familias burguesas de Barcelona que buscaban en Sant Cugat un clima más amable), una de las cuales, Mòjica, con una espléndido saliente bajo el que pasa la propia calle, está envuelta en andamios. Luego ya me queda poco para llegar a casa. Ya se me ha olvidado el granizado que me he tomado, pero todavía huele a pólvora y a jazmín.

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