domingo, 2 de octubre de 2022

En los Estados Unidos (5): la Feria del Estado de Nebraska

Hoy voy con mi amigo Pedro y su mujer, Bea, que tan hospitalariamente me han acogido en su casa de Hastings, a la Feria del Estado de Nebraska. La Feria es un magno acontecimiento en este estado agropecuario. Es algo así como una Exposición Universal, pero Local; y el universo es Nebraska. Para llegar a Grand Island, la ciudad donde se celebra —y cuyo nombre es británicamente paradójico: Nebraska, el centro geográfico del país, no tiene mar ni, por lo tanto islas; aquí solo hay islas metafóricas: ínsulas—, hemos de cruzar el río Platte, que fluye en diversos brazos, y cuyo nombre, francés, designa, apropiadamente, un río plano, de aguas someras. He dicho "fluye", pero no es verdad: el río, en todos sus cursos, está seco. Ni un triste charquito dulcifica la aridez. Pedro me dice, no sin alarma, que no lo había visto así desde que vive en Nebraska, unos catorce años. Por la carretera, que recorre paisajes tan planos como el río que acabamos de atravesar, vemos varios de esos mensajes evangélicos que los creyentes de este país se complacen en desplegar en la vía pública, y que a todos nos hacen sonreír (aunque testimonien un conservadurismo maligno que niega, entre otras cosas, el cambio climático que ha agostado el Platte y que les va agostar el jardín antes de lo que creen): Jesus offers victory in difficulties, que no creo que haya que traducir; o esta, que es aún más divertida: Beyond reasonable doubt, Jesus is alive ['más allá de toda duda razonable, Jesús vive'], debajo de la cual, por si no fuera suficiente, se consigna un número de teléfono al que se puede llamar para asegurarse de que Jesús Vive: (80) FOR-TRUTH ['para la verdad']. A la entrada de Gran Island, vemos algo más que nos recuerda que aquí campa el integrismo: una Trump Shop, una 'tienda de Trump', donde se vende toda la parafernalia trumpista —camisetas y gorras con el tristemente famoso lema Make America Great Again, tazas con el careto diabólico de Orange Don, pósters, bufandas, insignias, fotografías—, junto con otros artículos reveladores de sus tenebrosos vínculos, como banderas confederadas (lo que nunca he acabado de entender, porque la Confederación, a la que esas banderas representan, pretendió empequeñecer el país cuya grandeza reivindican los trumpistas), y lemas incomprensibles para el foráneo, pero que Pedro me traduce: Let's go Brandon ['vamos, Brandon'], por ejemplo, significa "Jódete, Biden". Entrar en la Feria del Estado es como hacer un viaje en el tiempo y volver a los años 70, o más atrás. Salvo por la modernidad tecnológica, presente en cada rincón, el aire que se respira aquí es el de los Estados Unidos más rurales y conservadores que se pueda imaginar. Acompañados por los flecos de la música country que suena por todas partes, paseamos por entre una multitud sin mascarilla. Esto es territorio Trump, como me recuerda Pedro, y no llevar la mascarilla constituye una opción política y una afirmación ideológica: no estamos dispuestos a que el gobierno nos diga lo que tenemos que hacer; el gobierno invade nuestra sacrosanta libertad individual; el gobierno es comunista. El primer pabellón que visitamos es el paritorio, un lugar donde se exhiben animales que están a punto de parir o que acaban de hacerlo. Una cerda elefantiásica da de mamar a veinticinco lechones, que se afanan y amontonan para chupar el precioso líquido. La cerda permanece tumbada entre pajas durante toda la operación. Respira agitadamente y parece agotada. No me extraña. Recorremos luego otro pabellón inmenso. Este aloja a las vacas, el núcleo de la economía del estado. Las hay de todas las formas, tamaños y colores: algunas son rosas, otras moteadas, otras turquesas. El abanico cromático es amplísimo, pero todas tienen unas ubres enormes, que supongo uno de los factores que las hacen más preciadas. Sorprendentemente, a algunas se les marcan las costillas. No obstante, ese es el modelo de hembra que prefieren algunos hombres que conozco: torso delgado y tetas muy grandes. Hace mucho calor, y por todas partes vemos ventiladores, también muy grandes, que evitan que las vacas (y los humanos) se asfixien. Siempre que veo una vaca, y aquí veo muchas, recuerdo a mi amigo Agustín Fernández Mallo, que es gallego y que varias veces me ha dicho que ver vacas le relaja: le transmiten paz. Agustín cree tanto en el poder sedativo de los bóvidos que la foto de su whatsapp es de una vaca. Al salir de la vaquería, veo a una mujer ataviada como en las películas de Russ Meyer, y casi con las características de las actrices preferidas por Meyer. Es una chica del Oeste, con shorts tejanos (tan apretados en las ingles que temo que en algún momento se las seccionen), botas camperas de piel de cocodrilo, tatuajes por doquier, una blusita escotada y atada con un nudo por debajo de una pingüe pechuga, y más pintada que una puerta, que está comiendo pizza junto a una montaña de estiércol. La siguiente atracción es una demostración de habilidades vaqueras. En un stand cerrado, que se parece mucho a un rodeo, asistimos a una competición de jinetes, que consiste en hacer un recorrido a caballo por entre una serie de postes y disparar con una pistola a los globos atados a ellos. El que más globos explota, gana. Solo uno de los concursantes acierta todos los tiros. Lo normal es fallar alguno. Casi todos los jinetes son hombres, pero también hay una amazona, que falla varios disparos. Tras cada ronda, una nube de muchachos, chicos y chicas, se apresura a poner globos nuevos en los postes en que los caballistas han acertado. Y otro jinete sale a explotarlos. El ruido de los disparos (quiero creer que se emplea munición solo perjudicial para los globos), el galopar de los caballos, el olor a polvo y a establo, el sudor de los hombres y los animales, y los gritos del público entusiasta forma una burbuja sensual de tanta aspereza como fuerza, de la que nos cuesta salir. Cuando ya nos estamos marchando, vemos que sale a la pista una niña, montada en un caballo tan grande como todos los demás. Cuando parece que se va a poner en marcha, el caballo empieza a cagar. La descarga es duradera. La muchacha espera a que el cuadrúpedo se alivie y entonces inicia el trote. Pero no dispara. (Por un momento he temido que sacara de repente un Colt y empezara a cargarse globos; no debe de tener más de ocho años. Pero algo así sería posible, ¡ay!, en este país). Hace el mismo recorrido que los vaqueros, con pericia precoz, y se retira entre aplausos. Los verracos nos esperan en la siguiente parada. Hay muchos en la carpa correspondiente, la mayoría tumbados en el serrín y todos lustrosos, fabulosos de carnes y aspecto. Uno, sin embargo, dormido, tiembla y se agita extrañamente. ¿Estará soñando? ¿Con el día de San Martín? Delante de muchas de las jaulas se acomoda la familia propietaria. No hacen nada en particular; solo están allí, sentados en sillas de tijera, charlando alegremente, comiendo pizza (la pizza tiene mucho predicamento en Nebraska) y hamburguesas, y velando al puerco, orgullo del clan y fruto excepcional de su negocio, por el que sienten un aprecio paternal. Muchos de estos colosales gorrinos participan en un concurso de belleza. Desfilan por una pista guiados por sus dueños, que los espolean golpeándolos con una varilla a ambos lados de la cabeza (para que la mantengan erguida, supongo, y así luzcan su estampa privilegiada). A veces, quienes los conducen son solo niños. Al más rozagante y apestoso lo proclaman campeón y le prenden una escarapela en la oreja, para satisfacción del amo e indiferencia suya: el bicho solo parece tener ojos para las porciones de pizza que divisa entre los asistentes, y no deja de hozar en la pista por si encuentra algo que llevarse a las fauces. A la salida de la instalación, vemos a una joven granjera ensayando con su cerdo: lo hace caminar de un lado a otro dándole golpecitos con la varilla. Quizá este sea el próximo campeón: hechuras no le faltan, ni elegancia: los jamones se le mueven con prometedora firmeza y todo él se muestra como un culturista de la grasa. Echamos un vistazo luego a un pequeño zoo que han instalado en un rincón del recinto: hay dromedarios, cebras, bisontes, canguros, llamas y hasta un nilgó o toro azul. Es la concesión al exotismo de la Feria. Pero no nos interesa demasiado: los animales tienen el aspecto triste y aburrido de todos los animales salvajes encerrados en jaulas, y algunos, como el bisonte, han desarrollado ya el hábito de pasearse de un lado a otro de su encierro, sin otro propósito que combatir el marasmo en el que se encuentran. Nos dirigimos después a la zona de las atracciones. Pasamos por debajo del teleférico de la Feria. Nos cruzamos con un hombre orquesta, con otro disfrazado de Mighty Mouse y con un montón de food trucks, en los que sirven pizzas, hamburguesas y, en general, cualquier comida que sea muy grasienta. También vemos un puesto de venta de casetas portátiles, marca Redneck [que puede traducirse por 'paleto'], para cazar ciervos, y, apostados por todas partes, tractores de ruedas gigantescas, capaces de atravesar el Misisipi sin que a su conductor le salpique ni una gota. Aquí todo es grande: el espacio, los cerdos, las vacas, las raciones de pizza, los vehículos agrícolas. Y las cosechadoras. Tres o cuatro, vastas como transatlánticos, esperan, en fila, en una pista de tierra. Montarse es gratis, y un conductor muy amable te da una vuelta por el circuito, para que experimentes las sensaciones de los agricultores nebraskeños cuando trabajan. Bea y yo nos animamos a vivir tan fascinante aventura. Pedro, en cambio, se queda en tierra, observándonos, entre sorprendido y preocupado. Cuando ya estoy instalado en la cabina, el ayudante que nos ha hecho subir le hace una señal al conductor para que arranque, y a mí me recuerda a las que les hacen a los pilotos de los aviones de combate para que despeguen. El conductor obedece. El que me ha tocado en suerte es un joven lugareño de labio leporino que, al notar mi acento, no tarda en preguntarme de dónde soy. Estoy por responderle que de Afganistán o de Arabia Saudí, para hacerle un poco más emocionante la experiencia, pero le digo la verdad. Luego me informa de que la cosechadora puede alcanzar una velocidad de 30 millas (unos 50 kilómetros) por hora, lo que no está mal, teniendo en cuenta que pesa varias toneladas, y que cuesta medio millón de dólares. También me dice que le gusta mucho su trabajo, que es muy estimulante. Y lo hace cuando toma una curva de la pista de tierra, en la que no hay nadie más que nosotros (Bea va detrás), en la llanura nebraskeña, a unos diez kilómetros por hora. Bajo exultante de mi periplo cosechador y seguimos nuestro paseo por este lugar que me parece más surrealista que los cuadros de Max Ernst. Pasamos junto a la zona en que se exhiben tractores antiguos. Hay muchísimos y debo decir que son muy bonitos: máquinas con el encanto de los coches de carrera antiguos o de las máquinas de escribir que ya no utilizamos. Llegamos donde las atracciones. Casi nada las diferencia de las que podemos encontrar en España, salvo su tamaño: de nuevo, son más grandes que las nuestras. El sencillo tiovivo parece una plaza de toros. Pedro y Bea, a los que se les ha despertado el hambre, se asestan en un food truck un platazo de patatas fritas con bacon, queso derretido y sour cream, entre otros ingredientes que renuncio a desentrañar. Yo pico dos o tres patatas y me doy por satisfecho. Les digo que veo muy pocos negros entre la gente, aunque sí bastantes hispanos. Me cuentan que Nebraska, como en general todo el Medio Oeste, es territorio de blancos (los indios fueron exterminados o confinados en reservas; los negros son escasísima minoría), y que aquí ha habido importantes disturbios raciales, como los que tuvieron lugar en Omaha, la principal ciudad del estado, en 1919, en los que murieron dos blancos y las turbas sacaron a Will Brown, un obrero negro acusado (falsamente) del crimen, de la cárcel en la que esperaba ser juzgado, y lo lincharon en un poste de teléfonos. Luego arrastraron su cuerpo, atado a un coche, por las calles, lo quemaron y lo volvieron a arrastrar, ahora achicharrado, por la ciudad. También estuvieron a punto de hacerle una corbata de soga al alcalde de la ciudad, que intentó oponerse al linchamiento de Brown, y, acaso para aliviar su frustración por no haber culminado el alcaldicidio, le pegaron fuego a los tribunales del condado de Douglas. La tarde ya declina y por el horizonte asoma un crepúsculo anaranjado. Volvemos a casa. Pero antes vemos en el edificio Nebraska el mayor overall ['mono de trabajo'] del mundo, según dicen (a los estadounidenses les encanta presumir de tener las cosas más grandes del mundo: en un sitio se jactan del queso de bola más grande del mundo; en otro, de las lagartijas más grandes del mundo; en otro, de los dónuts más grandes del mundo: el tamaño, en este país, importa mucho), y una exposición que recuerda a los nebraskeños muertos en la war on terror around the world ['la guerra contra el terror en todo el mundo']. Lo trivial y lo trágico están aquí juntos. 

7 comentarios:

  1. Buen amigo debe ser Agustín Fernández Mallo, leí algo suyo hace tiempo. Volveré a leer alguna cosa suya. Un saludo y una crónica como siempre magnífica.

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  2. Estimado Eduardo: como se acerca el fallo el próximo Jueves del Premio Nobel de Literatura, me gustaría que me dijeras quién crees que ganará, y cuál sería tu candidato favorito como lector. Le hice la misma pregunta a M M G. Un abrazo. Diego

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  3. Mi respuesta es tardía ya, querido Diego, y eso le quita valor, si es que pudiera tener alguno: el Premio Nobel acaba de ser concedido. De todos modos, te diré que nunca me ha gustado practicar la adivinación con el Nóbel ni, en general, con los premios literarios, que es como hacerlo con la lotería. Me parece banal y carente de sentido. No obstante, este año habría celebrado que se lo hubiesen dado a Salman Rushdie, como un gesto de defensa y solidaridad con los valores que él representa y que su agresor ha impugnado salvaje y criminalmente. Además de que es un escritor con una obra dilatada y sobresaliente, es decir, con razones objetivas para recibirlo. Un autor que me parece merecedor del Premio es Antonio Gamoneda, cuya poesía está a la altura de las mayores del siglo. Hace algunos años, firmé una petición para que se le concediese al poeta Manuel Álvarez Ortega, pero murió antes de que pudiera prosperar, si es que había alguna posibilidad de que prosperase. Pero todo esto, ya te digo, son elucubraciones vacías: el reconocimiento de los méritos literarios está sometido a muchas condiciones, y una de las fundamentales, como en el resto de los aspectos de la vida, es el azar. La lotería, en fin. Un abrazo.

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  4. Diego Murillo Algaba7 de octubre de 2022, 1:15

    Estimado Eduardo: estoy en completo acuerdo contigo, a mi los premios cada vez me parecen más banales que nunca. Lo que pasa que se lo pregunté a Mario y coincidió conmigo en hacerte esa pregunta, valoramos tu perspicacia literaria y buen juicio. Nuestro deseo era el galardón para Lobo Antunes. Coincido contigo en lo Salman Rushdie, en su valía literaria y su defensa de la libertad de expresión. Tanto de Rushdie como de Antonio Gamoneda me tomo nota. Un abrazo. Diego

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    1. Tenéis razón: Lobo Antunes sería un magnífico Nobel.

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  5. Diego Murillo Algaba7 de octubre de 2022, 1:16

    Esperando siguiente episodio del itinerario americano.

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    1. Mañana cuelgo la siguiente y última, correspondiente a California.

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