Acaba de aparecer, en la colección "Rayo Azul" de la editorial Huerga & Fierro, felizmente dirigida por Óscar Ayala y Enrique Villagrasa, mi poemario Hombre solo, con el que —no lo oculto— he pretendido procesar, o digerir, o metabolizar, lo que me ha pasado en los que probablemente hayan sido, por diversas razones personales, aderezadas con una bonita pandemia, los peores años de mi vida. Mi aproximación a la poesía —como a toda la literatura— ha sido siempre biográfica, es decir, hay un nexo íntimo y último entre lo que he vivido como ser humano y lo que he escrito como poeta. Pero cuando era joven (hasta hace poco, habría dicho "cuando era más joven", pero ya no), este vínculo era mucho menor: me entregaba por entero al poder objetivo del lenguaje, a su fuerza lisa y desnuda, en la que cifraba el meollo de la transformación lingüística de la realidad que es la poesía. Nunca lo conseguí del todo, porque los azares de la existencia se infiltraban por todos los resquicios de la palabra —no podía ni, en realidad, quería evitarlo—, pero no dejaba de aspirar a aquella plenitud estética, desligada de los avatares sentimentales, que reclamaba Ortega y Gasset en La deshumanización del arte y que han practicado, con fortuna desigual, todos los poetas del lenguaje —llamémoslos así— del mundo. Sin embargo, a medida que he ganado años —y peso, y decepciones, y conciencia de mis limitaciones—, los sentimientos se han enseñoreado de lo que he escrito (y de lo que sigo escribiendo). Y por sentimientos no quiero decir solo emociones, sino todo lo que constituye el interior de alguien atento al mundo y uncido al yo: ideas, visiones, deseos, sueños. Piel y abstracción, pues, juntos, o, como quería Unamuno, sentimiento pensado y pensamiento sentido. En mis años mozos, defendía que la poesía, al igual que las demás artes, no podía ser terapéutica; que, si lo era, no era buena poesía. Hoy creo que la poesía no puede ser solo terapéutica, o, mejor dicho, que no puede ser solo terapéutica para uno mismo, sino que también, gracias al oficio y la técnica, a la distancia y la frialdad con que conviene abordar la pasión, a la objetividad y la asepsia creativas, ha de ser terapéutica para los demás. Igual que escuchar un concierto de Rajmáninov o contemplar un cuadro de Van Gogh (siempre que no esté embadurnado de la salsa de tomate que le hayan arrojado unas activistas majaderas), ha de sanar: tanto a quien lo escribe como a quien lo lee o escucha. Ya no me disgusta que los sentimientos empapen el verso. Ahora creo que han de hacerlo, y en Hombre solo lo hacen, sin recato. Lo que procuro es que el verso no sea solo el receptáculo del sentimiento, sino algo (o mucho) más: un artefacto capaz de procurar, con la exposición de las tinieblas o la mugre de su autor, placer estético, esto es, luz interior, conmoción de los sentidos, a quienes quieran ser sus destinatarios: otra forma de pureza. Hombre solo ha sido escrito en los años de la pandemia, y recoge todas las angustias, dolores y oscuridades de ese tiempo infausto, aunque también algunos recuerdos consoladores, algunos momentos de contradictoria felicidad, algunas esperanzas no totalmente disueltas en el légamo de los días. La soledad, como refleja contundentemente (acaso demasiado) el título, es el eje en torno al cual giran todas estas tribulaciones: una soledad derivada de la separación, del aislamiento, de la caída de no pocos de los pilares con los que frágilmente intentamos apuntalar nuestra existencia, de la muerte diaria. Una soledad como en la que uno repara, a veces, cuando está de camino, detiene la marcha —cuya inercia lo había cegado—, mira a su alrededor y no ve a nadie. Lo invade entonces el horror de la nada, una nada que ya estaba en todo lo que hacía, pero que, entenebrecida por la materia, desdibujada por la costumbre, no se había manifestado, y cuyo peor matiz —si es que la nada tiene matices— es que lo abarca también a uno. Ese horror se combate aprendiendo otra vez a ver. A ver que hay gente alrededor y que uno existe: que hay manos, y pechos, y sonrisas: las propias y las de los demás, pero que estaban ocultas en el propio desconcierto. Por eso Hombre solo, con ser el relato de un naufragio individual, habla también de personas, de algunas que han sido decisivas para ser lo que soy: un ser humano lleno de incertidumbre, simple y terriblemente, pero que intenta comprender esa incertidumbre para comprenderse y perdonarse.
Este es uno de los poemas del Hombre solo, perteneciente a su primera sección, "Paseando por la ciudad":
[CHIRRÍA UN GRILLO…]
Chirría un grillo.Solo uno.
De todos los grillos que podrían chirriar
esta noche, solo lo hace
uno.
Su chirrido raspa el aire,
araña
siderúrgicamente
el oído.
Hasta que me acerco.
Entonces cesa.
El silencio que brota restaña
el aire herido,
pero ese cauterio es tanto un bálsamo
como una congoja.
El ciprés en el que pernocta el grillo
también es uno.
Hay otros árboles, pero no son
el ciprés uno,
el ciprés solo como la noche,
vertical como la noche.
No se cimbrea: encaja en la oscuridad
como una cuña de jade en una pared de pizarra.
Paso junto a los dos, el grillo que ya no chirría
y el ciprés solo,
con mi propio silencio a cuestas.
Mi soledad tiene dos piernas
y un corazón
y una lengua ciega, que se suma
al coro ausente del insecto y el árbol.
Yo también soy uno, pero esa unidad
no me define,
sino que me desfigura.
Me atropella el ruido estupefaciente
de un motorista.
Quizá su cabalgadura encierra
una legión de grillos
o un vendaval de cipreses.
Pero es un ruido solo,
un hombre solo,
una noche sola.
Sigo andando. Cada paso
es un grillo que enmudece,
un ciprés que se adentra en la negrura,
un yo exento de otros seres
que oye su propio chirriar en el vacío metálico
de la noche, repleta
de ruidos que no respiran,
de multitudes
que no son nadie,
que no apuntan al cielo
ni a la tierra, sino a una inhóspita
laxitud,
hecha de tiniebla.
Cada paso es una isla.
La luna, nevada y sola,
es una isla.
Yo soy una isla.
Me alejo del ciprés. Quizá el grillo que lo habita
haya vuelto a chirriar,
pero ya no lo oigo.
Me acerco a otro ciprés. Es más alto
que el anterior. También lo despinta
la noche. Pero este no dice
nada. No acoge
a nadie. Solo habla él, mudo.
Cuando paso a su lado, mi caminar se funde
con su entraña: se vuelve su tronco,
su unidad.
Otra unidad sin lengua,
oscura.
Pasa un motorista más. Su ruido
es el silencio del mundo.
Continúo,
solo.
Estimado Eduardo: felicitaciones por el nuevo poemario, desde que sigo tu blog he sido depositario de tus congojas y problemas, es un honor que nos haces a quienes te seguimos. Pediré ahora el poemario, sinceramente es el primer libro de tu vasta producción que tengo y ojalá que no sea el último. Te sigo en tú blog desde hace mucho y en tu columna del Norte de Castilla, o entrevistas que concedas, así aprendo mucho de poesía. Recibe un abrazo. Diego
ResponderEliminarQuerido Diego: Muchas gracias, como siempre, por tus cordiales palabras y tu fidelidad lectora. "Hombre solo", en efecto, acaba de entrar en distribución y seguramente no ha llegado todavía a las librerías, o a todas ellas, al menos. Pero me consta que ya se puede encargar. En cuanto a mis trabajos sobre Norse, la antología poética que he traducido de él aparecerá en noviembre, según me dijo el editor en nuestra última conversación, y sus memorias, a mediados del año que viene, si no hay problemas de última hora. Es un poeta muy interesante, que tuvo una vida más interesante todavía. Ojalá te guste. Un fuerte abrazo.
EliminarEstimado Eduardo: he consultado en Huergap y Fierro, en la colección Rayo Azul, y todavía no está y en Amazon. Lo pediré en mi librería de barrio. Es más seguro aunque tarde más. Infórmame. Un saludo. Diego
ResponderEliminarEspero que la antología poética y las memorias que traduces del Beat Harold Norse salgan pronto. Un saludo
ResponderEliminarEnhorabuena, amigo Eduardo, por este nuevo libro, por tu sinceridad y autenticidad. Me gusta lo que has escrito sobre tu visión de la Poesía y coincido bastante con ello. Buen poema el que nos ofreces. Muchas gracias. Un abrazo
ResponderEliminarGracias a ti, querido Gregorio. Ojalá te guste el libro. Un abrazo grande.
EliminarEduardo, qué ganas tengo de poder leer tus poemas y hacerlos míos. La lectura de tus libros me han salvado la vida muchas veces. Cuando entro en su lectura, todo cambia a mi alrededor, no duele tan fuerte la realidad que me rodea. Mi enfermedad se amansa y deja de morderme . Al poema que has compartido, nada le sobra, todo es bebible. Gracias por seguir escribiendo.
ResponderEliminarEn cuanto a la antología, ya me avisarás.
Enhorabuena, mi querido amigo.
Un abrazo enorme desde la frialdad de un hospital.