viernes, 28 de octubre de 2022

Marcel Proust en Barcelona

Cuando hace cien años que murió, Proust revive en Barcelona. Lo hace de la mano de uno de sus mejores intérpretes visuales, el catalán Luis Marsans, que desde 1972 se dedicó a recrear pictóricamente el abigarrado, pero también homogéneo, mundo de En busca del tiempo perdido. La exposición "A la recerca del temps perdut", comisariada por el poeta y escritor Àlex Susanna, se acaba de inaugurar en el Espais Volart, una elegante sala de arte muy cerca de la plaza Urquinaona. A mi interés por Proust se suman los encendidos elogios que me ha hecho de la exposición mi buena amiga Anay, que la ha visitado hace poco. Así que me acerco hoy, después de haber atacado una paella en El Glop, el restaurante en el que suelo despachar los almuerzos cuando vengo a trabajar a la oficina (lamentablemente, hoy el arroz estaba más amazacotado que de costumbre), por lo que no me encuentro en las mejores condiciones para disfrutar de las exquisiteces espirituales que proponen Proust y Marsans, aunque, por otra parte, el mundo de Proust es también muy material, muy revelador de una cultura práctica, muy aristocráticamente prosaico. Haciendo la digestión, quizá conecte mejor con esa paradójica dimensión plebeya de la obra del gran francés. La exposición abarca varias decenas de las 250 obras —dibujos a lápiz, al carbón o a tinta china, acuarelas, guaches, grabados y litografías— que dedicó al admirado escritor y que, a su vez, recogen muchos de los 513 personajes creados por este en En busca del tiempo perdido. No obstante, las figuras que aparecen en los trabajos de Marsans no se corresponden literalmente con los caracteres de la novela: no hay un dibujo del barón de Charlus, ni otro de Charles Swann, ni otro de la princesa de Guermantes o de la burguesa (y detestable) Verdurin. Las creaciones de Marsans perfilan imágenes estereotipadas del libro, sin que "estereotipadas" quiera decir únicas. Por el contrario, cada una de ellas —el caballero atildado, con botines, sombrero de copa y bastón, la dama empingorotada, las parejas que hablan o se miran (o bailan, como dos damas que lo hacen juntas, en uno de los escasos guiños de Marsans al homoerotismo de Proust), los rostros de la burguesía más acomodada en el tránsito de un siglo a otro, ¡hasta un desnudo (frontal e integral, pero no de un hombre, sino de una mujer)!— se multiplica en una serie de variaciones que dan cuenta del carácter multitudinario de los perfiles retratados, de sus infinitas facetas y refulgencias, y que no obedecen a un propósito realista, sino a una vibración de la conciencia próxima al alboroto surreal, de pulsiones incontroladas y ribetes oníricos. Así, muchas piezas parecen inacabadas. No lo están, pero la impresión que transmiten es la de una factura abierta, provisional, que responde al parpadeo del recuerdo y la incandescencia fabril de la imaginación: algunos personajes son poco más que manchas, otros se muestran solo como una acumulación de finísimas líneas, otros más son sombras o borrones, como meros esbozos de tinta. Pero todos se reconocen perfectamente: el conjunto dibuja un espacio antes atmosférico que figurativo. El brillo de la obra de Marsans no se logra por medio del color o de la luz, del esplendor de los volúmenes o la gracia del movimiento, sino a través del juego interminable entre lo blanco y lo negro, de la sinuosidad viva de los gestos oscuros y las siluetas claras. Aunque algunas piezas en color hay: breves paisajes urbanos —tan breves que casi todos se reducen a escuetas fachadas parisinas, cuyas puertas y ventanas se disponen cuadrangularmente, al modo de un Mondrián difuminado— o vistas de la plaza de San Marcos de Venecia, que tanto impresionó a Proust, víctima significada del síndrome de Stendhal. Otras piezas, también polícromas, recogen lomos de libros ordenados en un estante. Los títulos no se pueden leer —aparecen, como los colores, desvaídos—, pero la presencia geométrica de los volúmenes, su taxativa continuidad, habla del peso de la literatura, de su totalidad indiscernible, y, quizá, de la magnitud de la obra del propio Proust, que no solo se compone de la colosal A la recherche..., con sus siete formidables tomos, sino de varios libros más, dos traducciones del crítico inglés John Ruskin ¡y 5.000 cartas! Alguna de estas cartas, como la dirigida a su amante Reynaldo Hahn, nacido en Caracas y judío como él, o a su amigo Georges de Lauris, figuran en la exposición. En ellas revela su caligrafía curvilínea y minúscula, que se vuelve microscópica y casi ilegible (compadezco a los maquetadores y correctores de pruebas que hubieron de habérselas con el manuscrito de En busca del tiempo perdido) en el facsímil de las páginas originales y las galeradas de la novela, donde constan múltiples paperoles, aquellos trocitos de papel que pegaba a las hojas que ya tenía escritas y en las que seguía escribiendo, conformando así una suerte de desplegables o acordeones en los que se acumulaba —se ramificaba— la literatura de Proust. Su forma de crear era acumulativa: no era de los que eliminan material (como se vanagloria de hacer la mayoría de escritores), sino de los que lo añaden. Estos autores, dotados de una sensibilidad inagotable, descubren nuevas posibilidades narrativas —o poéticas— en lo que ya han escrito y se lanzan sin dudar a explorarlas. Cada palabra, o cada imagen, o cada escena, es una puerta o una ventana (como esas que pinta Marsans) que merece la pena abrir para ver lo que hay al otro lado. A veces, no hay nada. Pero en otras ocasiones hay mundos. Entre el material bibliográfico allegado en la exposición, veo un ejemplar dedicado de Por el camino de Swann, y me extasío brevemente ante las palabras estampadas en una página de respeto, fruto de la sangre que circuló por sus dedos y de los impulsos eléctricos que en el momento de escribirlas animaron su cerebro y su corazón, y que aluden al deseo de ser feliz, el más elemental de los deseos humanos y, a la vez, el más complejo, porque abarca todos los placeres y satisfacciones posibles. Acompañan a los dibujos de Marsans los textos, en catalán y francés, que presentan cada una de las tres partes de la exposición (el mundo narrativo de Proust; la selección pictórica de Marsans; y la recepción de la obra del francés en la Cataluña de los años veinte del siglo pasado, que incluye trabajos de tres proustianos destacados: Josep Pla, Josep Maria de Sagarra y Agustí Calvet, Gaziel) y los que Àlex Susanna ha entresacado de la obra de Proust, entre los que se cuentan los más famosos del libro —Longtemps, je me suis couché de bonne heure...; la magdalena mojada en el té (que en las primeras probaturas del escritor era una tostada); la sonata de Vinteuil (inspirada en la música de Gabriel Fauré, entre otros compositores de su predilección, como César Franck o Camille Saint-Saëns); las playas de Combray— y también algunos otros extraídos de sus epístolas, como uno en el que considera guapo a Picasso, esto es, los vestuarios y decorados que Picasso creó para el ballet Parade y que Proust contempló en París en 1917. En esos textos, advierto un singular y bellísimo signo tipográfico, que reúne a determinadas letras (la s y la t, la s y la p, la c y la t) por medio de un arco o tilde. Es una virgulilla que tiene un nombre específico, pero no lo recuerdo, como tampoco lo recuerda su fautor, Àlex Susanna, que aparece en ese momento y al que saludo y se le pregunto. Pero también advierto —y asimismo se lo digo a Susanna— que los puntos finales aparecen dentro de los paréntesis (por ejemplo, al indicar que el traductor de los fragmentos de En busca del tiempo perdido ha sido Lluís Maria Todó) y que eso, según el docto criterio de la Real Academia Española, no es correcto: el punto final, si es final, debe ir fuera del paréntesis, para no dejar el signo de cierre de este fuera del texto que concluye. Claro que la RAE regula lo que procede en otra lengua, el castellano, pero diría que su criterio es lógicamente aplicable al catalán. Y es curioso que tantos escritores eminentes se resistan a entender que lo que queda más allá del punto final está excluido del texto, o, dicho de otra manera, que el punto final ha de ser, como su nombre indica, el fin de todo texto. (Algo tan palmario como el hecho de que el adverbio solo, en tanto que palabra llana acabada en vocal, no debe llevar tilde; pero esto también ofrece, a escritores eminentes y a otros que no lo son, dificultades de comprensión insuperables). La exposición ha sido una sosegada pausa en el tráfago —y el estrés— de los días, que he celebrado por su elegancia y concisión, algo muy difícil de conseguir cuando se trata de Marcel Proust. Además, me ha ayudado a hacer la digestión.

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