domingo, 23 de octubre de 2022

Una cata de vinos en el Penedès

Mis hijos me han regalado una visita a una finca vitivinícola del Penedès, Can Parés Baltà, como regalo por mi sexagésimo aniversario. Cumplir sesenta años de vida es deplorable, aunque también tiene alguna ventaja si uno cuenta con hijos afectuosos (y la alternativa, no cumplirlos, es mucho peor). La finca se encuentra en el municipio de Pacs del Penedès, muy cerca de Villafranca del Penedès. No queda lejos de Sant Cugat, y eso hace la salida aún más agradable: nos ahorraremos conducir mucho, lo que siempre es un engorro. Pese a la relativa cercanía del lugar, el paisaje cambia: las viñas lo ocupan casi todo. La masía Parés Baltà es un elegante edificio blanco, cuya amable geometría acoge, sin ostentación, al visitante. La visita, en la que nos guiará un pimpante joven rubio con soportes dentales, empieza puntual. Aquí se hace vino desde 1790, nos instruye el joven, y desde 2012 se practica la agricultura biodinámica (que me suena a técnica de la NASA, aunque quizá sea un circunloquio publicitario; espero averiguarlo pronto). Gracias a ella, Can Parès Baltá produce vinos con cuatro denominaciones de origen distintas, entre ellas un Ribera del Duero, con el augusto nombre de Dominio Romano. El guía nos conduce de inmediato a las viñas frente a la masía y nos explica las características del suelo y el microclima de la zona (propiciado por los vientos marinos que llegan de la costa cercana, chocan contra la montaña de Montserrat y vuelven a la zona, amansados y recalentados), el uso que hacen de ciertos insectos beneficiosos (como las abejas, que polinizan, las mariquitas, que se comen a los pulgones, y las hormigas, que excavan galerías en el subsuelo y favorecen la oxigenación de la tierra), la cubierta vegetal que protege a las viñas (y que sirve tanto para anunciar la presencia de hongos dañinos como para establecer una saludable competencia con las propias vides, que estimula su crecimiento y robustez) y, en suma, los rudimentos de la agricultura biodinámica, ideada por el filófoso y ocultista Rudolf Steiner (no confundir con otro filósofo, aunque no ocultista, George Steiner) y perfeccionada por su discípula María Thun. Hasta aquí, nuestro joven guía se ha desempeñado con solvencia, aportando datos, detallando técnicas y, en fin, suministrando información plausible y útil. Pero, de repente, empieza a hablar de "energía cósmica". Que si energía cósmica por aquí, que si energía cósmica por allá. Y lo de la energía cósmica me huele a cuerno quemado (y nunca mejor dicho, como luego se verá), para qué nos vamos a engañar. Desconfío, más aún, me repelen estos borrosos conceptos espiritualistas e inverificables, y más aún volcados en algo tan terrenal, tan sujeto a las prescripciones de la física y la química, como el cultivo de las plantas. No obstante, atiendo con asombrado interés a las explicaciones del guía, que subraya uno de los pilares del biodinamismo —la influencia de los astros en las labores agropecuarias: igual que la Luna influye en las mareas, ¿por qué no va a influir en el crecimiento de la uva?, nos pregunta retóricamente— y especifica alguna de las principales técnicas desarrolladas por María Thun: el enterramiento de estiércol de vaca en un cuerno de vaca durante los meses de invierno y el enterramiento de cristales de cuarzo pulverizado en otro cuerno de vaca durante los meses de verano (aún hay otro preparado, este sin cuernos, consistente en estiércol de vaca, cáscara de huevo y basalto, todo bien machacado, al que se añade otro ingrediente que suscita mi desconfianza: una dilución homeopática de agua). El amable guía especifica las ventajas de semejante inhumación, que las enólogas rectoras de la empresa confirman en su página web, donde reivindican la antroposofía, la ciencia que abraza la biodinámica, creada por Rudolf Steiner, que la definió con gran convencimiento pero escasa precisión: "La antroposofía es un sendero de conocimiento que quisiera conducir lo espiritual en el hombre a lo espiritual en el universo". En fin. Pasamos, tras la sugerente exposición de los principios de la agricultura biodinámica por parte del guía (cuyo discurso no abandona cierto soniquete mecánico, propio de quien lo ha repetido cientos de veces y no lo modera con técnicas, biodinámicas o no, de flexibilización de la dicción; también dice "canvi climatològic", adhiriéndose a la desdichada proliferación de polisílabos), a la visita de las instalaciones, que empiezan por una sala llena de barricas de roble, en las que fermenta el vino, y que solo pueden utilizarse cinco años, porque, pasado el lustro, la madera deja de transpirar y no permite la oxigenación del líquido, esencial para su fermentación. Luego, se reutiliza para hacer muebles de cocina. Además de las barricas, el guía nos enseña un ánfora, parecida a las ánforas íberas que se han desenterrado en la comarca, en la que también se prepara el vino. Al caldo resultante se le llama "natural", porque lo es: primitivo, si se quiere, pero también fresco y fuerte. Bajamos luego a la bodega donde se cría el cava, antes llamado champán, momento en el cual me abro la cabeza con el techo bajísimo de las escaleras. Es un clásico: Eduardo golpeándose el cráneo contra cualquier cosa (y son muchas) ante la que debería agacharse. Reprimo, no obstante, la tentación de gritar, porque perdería la dignidad, y perder la dignidad es lo último que uno debe hacer, por mucho que le duela lo que le duele. Disimuladamente (como si me rascara), me froto el parietal lastimado y sigo mi particular descensus ad inferos. La bodega es un lugar muy húmedo, y no es de extrañar, porque por debajo corre un río. El Penedés tiene un suelo calcáreo, que favorece la filtración del agua de la lluvia y, por tanto, la formación de ríos y lagos subterráneos. La humedad es tanta que las paredes de la bodega están cubiertas del hongo penicillium —sí, el mismo que vio Alexander Fleming por el microscopio cuando buscaba otra cosa: "¿Y qué será ese bicho de ahí?", se preguntó, nada retóricamente, el científico; uno de los mejores ejemplos de serendipia de la historia de la ciencia—, que forma manchas dadaístas en las paredes y el techo, pero mucho más interesantes, para mí, que los rostros de Vélmez. Como el cava genera gas, su elemento más distintivo, y a veces alguna botella, si no está perfectamente hecha, explota, Can Parés Baltà tiene prohibido que la gente pase por aquí durante el proceso de fermentación: el silencio y la soledad de esta cripta deben de ser entonces absolutos. Pablo, que tiene el culo pegado a las botellas, pregunta si ahora hay algún peligro. Por suerte, no, nos tranquiliza el guía. Finalizado el recorrido por la finca, empieza la cata, la pièce de résistance de la visita. Pasamos a una sala de paredes de piedra, en cuyas dos mesas corridas nos disponemos los tres grupos visitantes. Nos sirven primero una tabla de quesos con los que reforzaremos el bouquet de los vinos, y sobre los que resulta difícil no abalanzarse ya: son las doce del mediodía y hay hambre; además, tienen una pinta excelente. De hecho, luego sabremos que el brie que nos han servido fue elegido el mejor del mundo en 2016. La cata empieza con dos blancos, un Calcari y un Còsmic, y debo decir que, aunque los dos están muy ricos, el Còsmic, de uva charelo y sauvignon blanc, me complace más. A ver si Steiner y Thun van a tener razón. El rosado que llega a continuación, el monosilábico Ros de Pacs, sin ser malo, es el que menos me gusta. A Pablo y Álvaro, y a los miembros del grupo vecino, en cambio, con los que hemos entablado conversación (y que parecen ser unos verdaderos entendidos, a diferencia de nosotros, que nos limitamos a menear la copa para que gire el líquido y a poner cara de connaisseurs, con el ceño levemente fruncido y oliendo de vez en cuando el caldo, sin percibir la menor diferencia: todo es vino; además, yo estoy resfriado y no huelo nada) les gusta muchísimo. Yo prefiero el tinto: los vinos con cuerpo, espesos, sensuales. Tres de estos llegan a continuación: un Indígena Negre, de uva garnacha, un Amphora Brisat, de uva charelo, y un Hisenda Miret, también de uva garnacha. El primero es más que correcto, pero no fascina. El segundo es uno de esos vinos naturales que se hacen aquí, de color turbio, sabor basto y posos en la copa, pero muy interesante: natural, vegetal, cautivador. A uno le parece estar bebiendo la propia planta, y no le disgusta. El Hisenda Miret es mi preferido: criado en roble francés, es recio y elegante, huele y sabe a madera, y llena de taninos el paladar sin rasparlo (o quemarlo), como hacen los vinos menos equilibrados. Es magnífico (decido que será este el que me lleve: 24 euros en la tienda de la masía, cuyo sentido empresarial hay que alabar: cobra por la visita y por las ventas que hace con ocasión de la visita). Les digo a Pablo y Álvaro lo fascinante que me parece la forma de describir el sabor y el aroma de los vinos, que es estrictamente metafórica, es decir, radicalmente literaria: se traducen a palabras, esto es, a un código verbal, impresiones puramente sensoriales, ajenas por completo al lenguaje; algo muy parecido a lo que hacen los críticos de arte o a lo que haríamos nosotros si tratásemos de describirle el color rojo, o cualquier otro, a un ciego de nacimiento. ¿Cómo traducir esto que siento en las papilas gustativas, y que solo siento yo, a palabras que otros puedan comprender? Pues metaforizando (o sinestetizando): trasladando una realidad a otro lugar, a otra realidad, en virtud de ciertas semejanzas que uno acierta a descubrir o establecer. Por eso un sabor o un aroma indefinible se define como madera húmeda, o albaricoque en sazón, o castaña, o cereal, o atardecer de otoño. En el tramo final de la cata, probamos el cava, un Selectio, muy dorado y con una única columna de burbujas central. Se conoce que así ha de ser el gas del buen cava: vivo, procesionario y axial. El vino dulce concluye la sesión. Es un Músic Negre, de uva tempranillo y cabernet sauvignon —cuyo nombre recuerda al postre de músic, de frutos secos, que suele acompañarse en Cataluña con vinos moscateles—, que a mí me gusta, pero que a Pablo y Álvaro no entusiasma. Álvaro se atreve incluso a matizar que sabe a gasolinera. Pero Álvaro es hiperbólico y no se lo tenemos en cuenta. El último paso de la cata es un poco de pan con aceite arbequino, que también hacen en la finca. La combinación despeja el paladar y tranquiliza el estómago, y, bien reconfortados, aunque todavía alegremente desinhibidos, nos encaminamos a la tienda para hacer las compras. Cuando salimos, reparo en que Pablo lleva el bajo de los pantalones ligeramente enrollado para que se vean los calcetines amarillos con la insignia de la empresa para la que trabaja. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Será que la confusión etílica que procura el vino aguza, paradójicamente, la percepción.

1 comentario:

  1. Poco que aportar, aprendemos mucho de vinos para los que no solemos beber. Enhorabuena por tener dos hijos tan estupendos. Un abrazo

    ResponderEliminar