martes, 2 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (1)

Hoy es mi primer día en Miami, una ciudad en la que he estado varias veces, pero en la que nunca he residido. Me alojo en una casita del barrio de Allapattah —una palabra semínola que significa “aligátor”—, cuyos moradores son, en su mayoría, dominicanos. En las ciudades medievales, los gremios determinaban la fisionomía y costumbres de los barrios. Hoy, en Miami —y en muchas otras ciudades estadounidenses de aluvión—, son las nacionalidades las que definen los vecindarios. En la Pequeña Habana viven los cubanos —los primeros en llegar y los más numerosos—; en la Pequeña Haití, los haitianos —los más pobres de todos, aunque lleven mucho tiempo establecidos aquí; tanto que hasta los letreros del transporte público están escritos en criollo haitiano—; en Doral, los venezolanos —que han renombrado el barrio como Doralzuela—; en Kendall encontramos una Pequeña Colombia; en Wynwood, un Pequeño Puerto Rico; en Sweetwater, una Pequeña Managua; y hasta una Pequeña Buenos Aires en la avenida Collins de Miami Beach (pero esta es una zona de lujo). Allapattah, como casi todos los barrios donde se refugian los inmigrantes del Caribe y Centroamérica, es hispano y pobre: abundan las casas escuetas, con patios llenos de trastos y muebles viejos, y construidas en madera u otros materiales moderadamente sólidos, algunas de las cuales parecen la morada de un afectado por el síndrome de Diógenes y otras están más cerca de la chabola que de algo que merezca una cédula de habitabilidad. (En todas, sin embargo, hay uno o varios coches a la entrada; en los Estados Unidos se puede vivir miserablemente, pero nunca sin coche). Entre las casas y por las calles pasean orgullosamente los gallos, seguidos por el harén que cada fasiánido haya logrado reunir; y también cantan, a todas horas, como en cualquier pueblo de Quisqueya. Todo esto veo (y también muchos halcones que sobrevuelan el barrio, como si esperaran a desayunarse con los roedores o los pequeños reptiles que abundan en sus rincones; con el planear de las rapaces se teje el de los aviones que despegan o aterrizan en el cercano aeropuerto de Miami, y cuyo estruendo amenizará ineluctablemente mis días y noches en la casa) mientras camino a mi primera actividad del día, que no es turística, sino un deber familiar: he de retirar dinero de la cuenta corriente de un pariente todavía abierta en los Estados Unidos. Busco el cajero automático más cercano de la red bancaria oportuna y lo encuentro en una gasolinera a media milla de distancia. Son las ocho de la mañana de una caluroso domingo de noviembre. Apenas me cruzo con nadie, salvo algún hobo desparramado bajo la marquesina de alguna parada de autobús o sentado en la acera, sin más cobijo que el cielo del que no se ha ausentado todavía la luna. Y, como siempre, todos estos vagabundos, barrocos, excesivos, son negros. Sorprende que Trump y sus abominables acólitos nieguen —y prohíban a las universidades y los medios de comunicación argumentar la existencia de— el racismo estructural en los Estados Unidos, cuando no hace falta leer ningún libro para conocerlo, sino solo mirar las calles: la gran mayoría de indigentes son de raza negra y la gran mayoría de empleos de baja cualificación los ejercen los negros (junto con muchos hispanos). También veo algunos de los macabros anuncios, del tamaño de una cancha de baloncesto, que jalonan las carreteras y calles del país. Uno da cuenta de un festejo celebrado a principios de mes: el fabuloso Miami Gun Show, que no sé si ha sido una exhibición de tiro o el despliegue de los últimos gritos del sector para estimular el tiroteo público: fusiles de asalto que desparraman los sesos del asaltado con más exuberancia y precisión; carabinas plegables y transportables en cualquier rincón, listas para usarse cuando la ocasión lo requiera; escopetas de postas que riegan de metralla el cuerpo de quien reciba el disparo; o bien fusiles con mira telescópica capaces de agujerear un corazón (o reventar un testículo) a una milla de distancia. Un poco más allá de este recordatorio de la pasión constitucional de los estadounidenses por las armas, hay otro que predica otra de sus pasiones: Dios, aunque nunca he tenido claro cómo ambas se reconcilian. En el cartel se anuncia, bilingüe, el Centro Católico Luz en las Tinieblas, Lux in Tenebris. Y, entre uno y otro anuncio, veo varios más en los que abogados abrumadoramente trajeados y sonrientes como escualos se ofrecen para resarcir a los accidentados de tráfico con una jugosa indemnización. Doy por fin con la gasolinera a la que me ha conducido el GPS, pero el cajero está out of service (que los iletrados en España suelen traducir como “fuera de servicio” y no con el muy castellano y natural “no funciona”). Otro que encuentro cerca no me exime de pagar un congo de comisiones, y así se lo comunico por guasap a mi pariente, que desiste de una operación que imaginaba, con alguna ingenuidad, más barata in situ que en España. Cumplido, aunque infructuosamente, el deber familiar, regreso a la casa para esperar a Orlando, el amigo poeta cubano que vive en Miami y con el que, acogiéndome a su infalible hospitalidad, planeo pasar buena parte del día. Orlando, que siempre me sumerge, con su buen humor característico (pero también con una melancolía irrestañable desde que salió de la isla en 1965, con doce años, desarbolada su familia por el huracán castrista), en la Cuba de Miami, en sus lugares y gentes, me lleva en primer lugar al Ball and Chain, en la calle Ocho, el corazón de la Pequeña Habana, un bar fundado en 1935 con música cubana en directo, donde camareras cubanas nos sirven bebidas cubanas y aperitivos cubanos: yo opto por un mojito con, por sugerencia de Orlando, yuca frita —que sustituye con ventaja a las aceitunas y los imperdonables quicos—. El local está atiborrado. La clientela despliega un pantone de colores de piel en el que imperan los tonos oscuros, desde el negro más africano hasta el levísimo pero embriagador tostado de algunas isleñas. De hecho, Orlando y yo, que tampoco parecemos suecos, somos de lo más claro de la concurrencia A la salida del Ball and Chain (cuyo nombre es lo único que no es cubano del establecimiento), frente al que alguien está marcándose los pasos de la vigorosa pero a la vez sedosa música que suena (Orlando me informa de que, por la noche, quienes lo hacen llenan la acera), nos acercamos al Domino Park, para lo que solo tenemos que cruzar la calle Ocho. Se trata de un parque muy pequeño, apenas una esquina de la manzana —mejor dicho, de la cuadra—, en el que se juntan los viejos cubanos para jugar al dominó, como hacían en las plazas de la isla antes de la Revolución. Y así lo hacen también hoy, pero ya no en antiguas mesas de velador, o de tijera traídas por ellos mismos, como sucedía antaño, sino en unas de plástico blancas ad hoc —suministradas por un ayuntamiento loablemente deseoso de mantener el espíritu del lugar, pero con escaso gusto— con resaltes en cada lado del cuadrángulo para poner las fichas. Veo entre los jugadores a una octogenaria, o quizá nonagenaria, despachando fichazos con una bandana de colores y varios collares enredados al cuello; a muchos mayores, con camisas de cuadros y expresión grave, como de filósofo meditando sobre el sentido de la existencia (o la vaciedad de la vida), que se propinan unos puros monstruosos mientras juegan; y hasta a un joven —es decir, un cincuentón—, vestido de rojo de la boina a los zapatos (un color que, comprensiblemente, a los cubanos de Miami les resulta poco seductor) y aderezado con cadenas de oro, insignias indescifrables y otros adminículos tropicales difícilmente discernibles, que saluda a Orlando al salir. Tras el aperitivo en el Ball and Chain y el vistazo al Domino Park, Orlando me invita a comer a un restaurante cubano, La Carreta, cuya entrada preside, con toda lógica, una enorme rueda de carreta, y donde doy cuenta de un picadillo con arroz y frijoles que resucitaría a un muerto, y, mano a mano con Orlando, de un pastel de queso con dulce de guayaba que resucitaría a todo un cementerio (y me llevará a mí, diabético, a él). Cumplida la colación, nos espera la Feria del Libro, que cierra hoy. Orlando ha tenido la feliz idea —una más— de visitarla conmigo, aunque me avisa de que es poco probable que encuentre algo que me guste, y menos aún que compre nada. La Feria del Libro de Miami se celebra en pleno downtown: en el centro de la ciudad, entre edificios disparados al cielo. Los puestecitos de libros parecen insectos a los pies de paquidermos. Poco después de entrar —para lo que hay que pagar: siete dólares por cabeza; mi anfitrión me invita de nuevo—, Orlando y yo nos detenemos a consultar la guía de la Feria, una revista en papel de periódico en la que se identifica, en amplias parrillas de actuaciones, a los conferenciantes y autores que actúan en el evento. Orlando me señala a varios escritores que conoce. Yo solo reconozco a un español, Agustín Fernández Mallo: veo una foto suya entre las de los muchos participantes. Y en el preciso instante en el que le digo a Orlando: “Mira, está Agustín, un gran amigo mío”, ante mí aparece Agustín Fernández Mallo. El destino, de azares insondables, lo ha materializado de pronto, como si, al reconocer su cara en la página, hubiera obrado el prodigio de traerlo, en carne y hueso, a mi estupefacta presencia. De hecho, este ha sido solo el último de una inverosímil sucesión de azares que ha hecho posible que nos reuniéramos hoy. El inmediatamente anterior ha sido que él me haya reconocido entre la multitud y, además, de espaldas. “¡Coño, ese parece ser Eduardo!”, me ha dicho que ha pensado al verme el lomo y el parietal encanecido. Nos abrazamos ante la mirada incrédula de Orlando y charlamos breve y pasmadamente antes de que quedemos para comer mañana y él se vuelva con la gente con la que ha venido a la Feria. Aún aturdido y feliz por un encuentro tan improbable que casi podría catalogarse de fenómeno paranormal, Orlando y yo nos paseamos por la cruz que forman las dos calles en que se han dispuesto las paradas de la Feria. Entre los puestos de libros, abundan los puestos de otras cosas: artesanía, cerámica, flores, ropa, juguetes, comida. Y en los primeros encontramos, sobre todo, editoriales alternativas, secundarias, tanto en inglés como en español. Veo una reciente edición del cubano José Kozer, a quien conozco y he leído, y con quien me he carteado (cuando, hace un millón de años, aún se escribían cartas), pero no me animo a comprarla, porque la edición me parece fea (tipografía sin serifa, tinta escasa, papel escuálido, cartoné), aunque sé que a Kozer eso le importa poco: él privilegia publicar, sea donde sea; ha de hacerlo así para dar salida a una obra que crece imparablemente: escribe, como mínimo, un poema al día desde hace años. También distingo, en la única librería de viejo que veo en toda la Feria, un libro singular, que será, a la postre, el único que compre: Hunk of Skin, la traducción de Trozo de piel, de Pablo Picasso, hecha por Paul Blackburn, corregida por Julio Cortázar y publicada por City Light Books, la legendaria editorial de Lawrence Ferlinghetti, en 1968. (Los poemas originales se tomaron de Papeles de Son Armadans, donde habían visto la luz en 1961; por eso Hunk of Skin lleva un pequeño prólogo de Camilo José Cela, que rememora los pedos atroces de Bob Schiller, uno de los amigos que lo acompañaban, según cuenta, cuando el pintor le dio a conocer Trozo de piel). Picasso fue, además de un genio de la pintura, un poeta surrealista sobresaliente, al igual que Dalí, aunque escasamente difundido hoy. El volumen es caro (25 dólares) y en la edición creo que no hay ni un solo acento bien puesto (“un incauto mancebo dormia casi desnudo y vestido / de pieles de oso ò de borrego junto á los dos ò tres puntos...”), pero no me resisto a hacerme con él. Y, mientras yo miro el magro y en general decepcionante contenido de los puestos, con la excepción de este inesperado Picasso, Orlando no deja de recibir efusivos besos y parabienes de la mucha gente que lo reconoce y admira como poeta, hombre de la radio y músico. Ante una novela del escritor boliviano Antonio Orlando Sánchez, me cuenta que, en cierta ocasión, hace años, recibió una felicitación por escrito del poeta, también boliviano, Eduardo Mitre, por su última novela publicada, cuando Orlando no había —ni ha— escrito nunca ninguna novela. Así se lo puntualizó a Mitre, y este se remitió a un artículo de un importante periódico de La Paz en el que se ensalzaba la obra novelística del gran escritor boliviano Orlando González Esteva, que acababa de acrecer con un nuevo libro. Por la tarde, Orlando me devuelve en coche a mi casita de Allapattah. De camino, nos cruzamos con una fila de coches que ondean banderas hondureñas y otras que parecen austríacas. Ni él ni yo sabemos qué puedan simbolizar estas otras enseñas rojiblancas, de modo que, mientras circulamos, Orlando baja la ventanilla y se lo pregunta a los ocupantes de uno de los vehículos: “¡Es la del partido!”, aúlla una señora. “¿Partido? ¿Qué partido? ¿Uno de fútbol, de béisbol?”, pregunto yo. No: es un partido político, el Partido Liberal de Honduras, cuyo candidato a la presidencia es Salvador Nasralla, que ha sido presentador televisivo, como Donald Trump, durante 40 años (tuvo mucho éxito con los programas 5 Deportivo y X-0 da Dinero) y presentador y director del concurso de belleza Miss Honduras.