lunes, 8 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (2): el downtown y Agustín Fernández Mallo

Hoy he quedado a comer con Agustín, con quien, asombrosamente, me encontré ayer. Pero antes quiero conocer el downtown de Miami. Para llegar al centro, cojo el Metrorail, el metro elevado de la ciudad (que no debe llamarse, por tanto, suburbano, sino sobreurbano), en el que vuelvo a constatar cuánto han arraigado aquí los haitianos: los asientos reservados para personas mayores y embarazadas están escritos en inglés, español y criollo haitiano: priyorite syèj. Kite sou demann. El asiento lo ocupa, precisamente, un sesentón negro, con gorra de béisbol y cadenas de plata al cuello, que se mueve sutilmente al ritmo que le marca la música que escucha por unos audífonos, con la mirada perdida. Bajo en la parada de Government Center, donde hago transbordo con el Metromover, otra red ferroviaria que recorre exclusiva y circularmente el centro de la ciudad. Yo esperaba un tren caro y grande —porque todo es caro y grande en este país—, pero me encuentro con que el viaje es gratuito y que el convoy lo compone un solo vagoncito, que aumenta a dos en las horas punta. Hago el recorrido con otra viajera —esta vez, blanca y joven— que no solo se cimbrea con la música de su ipod, sino que no se recata de tocar una guitarra fantasma. El Metromover circula por entre rascacielos ya construidos o aún en construcción, como una hormiga extraviada entre baobabs. Como es temprano —he comprobado que la actividad comercial empieza aquí más tarde que en España: hasta las nueve o las diez (o incluso las once) no abre la mayoría de locales—, hay poca gente por la calle. Pero sí un gallo muy pinturero, que cruza una de las avenidas, con polícroma arboladura de plumas y crestas, y se me planta al lado, desafiante. “¿Qué pasa?”, parece preguntarme. “Vivo entre rascacielos, ¿y qué?”. También veo palmeras en los tejados de los enormes edificios de oficinas y, al doblar una esquina, escueta, asalmonada y neogótica, la Salvation Army Citadel, el cuartel del Ejército de Salvación. En uno de los muchos rincones verdes de la ciudad, cuidados por numerosos jardineros, todos hispanos (la naturaleza exuberante del trópico ha de ser domeñada constantemente: las hojas de los ruibarbos gigantes [gunnera manicata], por ejemplo, alcanzan dimensiones de sábana), un soplahojas inunda de estruendo cuanto lo rodea. Compruebo con pesar que los soplahojas son una especie universal, como las cigüeñas: están en todas partes, descoyuntándonos los oídos. El paseo me permite constatar la existencia de un Museo del Helado y de admirar el Globo Terráqueo Panam, construido en 1930 y de casi tres toneladas de peso, en el que España y sus posesiones africanas —Guinea, Río de Oro— aparecen pintadas de amarillo, y la escultura de Woody de Othello Some Time Moves Fast, Some Time Moves Slow [Hay un tiempo que se mueve deprisa y otro que se mueve despacio] de 2022, en la que distingo un reloj blando: uno de los leitmotivs dalinianos se ha convertido, como los soplahojas, en una presencia universal. Anda que te anda, llego a la Torre de la Libertad, así llamada por haber sido, en los años 60, el centro de acogida de los cubanos emigrados de la Cuba castrista. Construido en 1925 en estilo neorrenacentista, inspirado en la Alhambra y la Giralda (también el hotel Biltmore, en Coral Gables, construido en aquellos mismos años, se inspira en la torre de la catedral de Sevilla), fue durante algunos años el edificio más alto de Miami (hasta que pronto lo superaron los rascacielos de acero y cristal que no han dejado de brotar a su alrededor hasta hoy mismo; de hecho, Miami está llena de grúas y obras) y sede de un periódico local, para luego convertirse en la Ellis Island de Florida. Hoy forma parte de una universidad y contiene un museo (que no abre hasta las once). Sigo paseando y llego a otro de los lugares más conocidos de Miami, el Bayside, donde se concentran un puerto deportivo; varias atracciones populares, como una noria junto al agua y un barco de madera, El Loro, en cuyas bordas se posan y graznan los cuervos; una galería comercial con una pintoresca extensión callejera, donde se vende desde bisutería y cerámica hasta suvenires, y cuyo pintoresquismo se acendra —y vuelve doloroso— cuando compras una botella pequeña de agua —cuesta seis dólares— o pasas al lado de un puesto llamado Churroland, afortunadamente cerrado (abre a las diez); y hasta un paseo de la fama —al que da paso un baniano de veintitrés metros de altura y ciento diez años de antigüedad—, mucho más pequeño, eso sí, que el de Los Ángeles, con estrellas dedicadas a Andy García (es lógico: es uno de los cubanos emigrados más famosos de Estados Unidos), Jamie Foxx o Jada Pinkett-Smith, la actriz en cuya defensa Will Smith le soltó un guantazo a Chris Rock en la ceremonia de entrega de los Óscar en 2022. A quienes ocupan las demás estrellas del paseo no tengo el gusto de conocerlos. El Bayside conduce naturalmente al Bayfront Park, donde las autoridades han plantado un gigantesco árbol de Navidad, con bolas de colores y un remedo de nieve, cuyo absurdo esplende en este luminoso día floridano, a casi 30º. En el centro del parque se alza una fuente circular, con muchos chorros. Y, a su frente, Biscayne Bay [bahía Vizcaína] —que en realidad no es una bahía, sino una laguna tropical—, por la que se deslizan, a lo lejos, algunos cargueros y, más cerca, los yates y balandros de los muchos millonarios miamenses. Me siento en un banco sombreado a ordenar estas notas y descansar, y disfruto de las vistas despejadas, en las que se pinta el discurrir de las nubes poderosas, el azul de turmalina del mar, la sombra móvil de las embarcaciones que pasan y la plata descomunal de los rascacielos, que llegan hasta la orilla misma de la bahía. Reparo también —no se puede evitar— en los ruidos, porque cada ciudad tiene los suyos. En Miami, se entretejen los aviones que nos sobrevuelan sin descanso, las ambulancias chillonas, los cláxones graves de los grandes camiones de carga y los más agudos de los automóviles (los conductores tienden aquí a agredirse con las bocinas), las máquinas de los restaurantes y los aires acondicionados, las taladradoras y hormigoneras de las obras en marcha, los carros de la limpieza... Aún sentado en el banco, advierto otro animal en las inmediaciones: una iguana melenuda y anaranjada, de uñas como garfios, que se acerca a un charco de la fuente a beber. Saciada la sed, el bicho se me acerca, lenta pero inexorablemente. Y me mira mal, como hacían muchos toros con Curro Romero. Espero que ahora no quiera saciar su hambre. Por suerte, pasa de largo y se pierde entre la vegetación. Para llegar al hotel donde se aloja y en el que he quedado con Agustín, un Marriott, he de recorrer la avenida Brickell, la más lujosa de Miami, flanqueada de rascacielos alumínicos, acristalados, en los que tienen la sede muchas grandes empresas internacionales. Pero entre estas pirámides del siglo XX sigo encontrando las casonas e iglesias que nacieron aquí antes de que la ciudad se convirtiera en un centro de negocios planetario, y que el crecimiento urbano no ha conseguido arrasar, como la primera iglesia presbiteriana, que no es muy antigua —data solo de 1949—, pero que, comparada con los monstruos que la rodean, parece una construcción neolítica. De estilo mediterráneo —el Mediterranean Revival, con influencias del Renacimiento español e italiano, el estilo colonial español y francés, la arquitectura norteafricana y el gótico veneciano, tuvo mucho predicamento en Florida en la primera mitad del siglo pasado—, se erige en apenas tres acres de terreno y suaviza, con su color arena, sus líneas benevolentes y sus dimensiones humanas, el brutalismo metálico de la avenida Brickell. Llego por fin al hotel en el que se aloja Agustín y donde he quedado con él. Lo encuentro tomando notas en el vestíbulo del lujoso establecimiento. Agustín, que lleva viajando por el mundo desde que se convirtió en un escritor de éxito, me insiste en que a él no le gusta viajar, y que por eso intenta siempre reproducir en sus viajes las condiciones en las que vive en su casa, donde lee, escribe y, muy importante, ve la televisión, algo que, por otra parte, ya solo hacemos los miembros de nuestra generación (Agustín tiene 58 años; yo, 63), y, en mi caso al menos, cada vez menos. Salimos a comer a algún restaurante cercano, y recalamos en uno argentino donde hay poca gente y, también muy importante, poco ruido. Para los dos, es importante no estar rodeados de una música ambiental estruendosa, los pitidos y soniquetes desquiciantes de las máquinas tragaperras, parroquianos que aúllen sus privacidades al teléfono en la mesa de al lado, artefactos de cualquier tipo cuyas tripas suenen encima o debajo de nosotros, tráfico insufrible que se cuele por unas ventanas no aisladas y ese largo etcétera que vuelve cualquier conversación (cualquier acto, en realidad) una dolorosa supervivencia entre decibelios. El restaurante parece estar tranquilo, y Lucas, el camarero que nos ha tocado en suerte, parece genuinamente dedicado a obtener una buena propina de nosotros. Las propinas se han doblado y multiplicado desde la última vez que estuve en los Estados Unidos: ahora se incluye ya una, de oficio, con la cuenta, por lo general del 20%, y luego el camarero espera otra, la de toda la vida, de otro 20% al margen de la factura, que va íntegramente a su bolsillo. Antes, además, esos porcentajes no eran tan altos, sino del 10 o 15%. La charla se desarrolla como siempre entre Agustín y yo: con una facilidad pasmosa, y sobre cualquier tema que asome a los labios. Es lo que tiene ser amigos desde hace treinta años: que retomamos la conversación hoy como si la hubiéramos interrumpido ayer, aunque haga varios años que no nos veamos. Liquidada la comida y pagada la cuenta (y las propinas), salimos a bajarla paseando. Recorremos, sin dejar de hablar, el seaside walk, el paseo costero que recorre la línea de mar por entre los edificios, algo más bajos, que dan a la bahía por esta parte de Brickell, y admiramos la arquitectura tan funcional como deslumbrante de la ciudad y las vistas de Biscayne Bay, punteada de barcos y estratocúmulos. No nos cruzamos con apenas nadie hasta el Bayfront Park y luego el Bayside, donde el gigantesco baniano en el que antes he reparado causa la admiración de Agustín. La iguana que me ha acompañado ha desaparecido. Volvemos sobre nuestros pasos hasta el Marriott del que Agustín tendrá que salir pronto, camino del aeropuerto. Nos despedimos en el vestíbulo con un abrazo emocionado. Mientras él se prepara para volar, yo cojo otra vez el Metroraíl hasta Allapattah. En el camino, diviso un bellísimo arco iris.

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