No es extraño, si uno lo piensa bien, que Miami, una ciudad de gente con poca ropa, acalorada, hormonalmente zarandeada por el clima tropical, tenga dos museos del sexo: el primero se llama así, Museum of Sex, sin más circunloquios; el segundo recibe una denominación menos directa y más sofisticada: World Erotic Art Museum [‘Museo del Arte Erótico Mundial’]. Pero los dos constituyen una exaltación de Eros, una celebración de los placeres de la carne. Visito el primero en primer lugar, por la mañana. Y lo hago con Lyft, un Über miamense, que funciona como un reloj y por bastante menos que un taxi. María, la conductora, se sorprende de que haya un museo del sexo en Miami: nunca ha oído hablar de él. Me pregunta, sin tapujos, por qué voy allá: “¿Es Ud. curador?”, aventura, y me sorprende que una taxista dominicana sepa de la existencia de unos profesionales llamados curadores. “No, soy turista”, le respondo, y ella entiende “No, soy artista”. “Ah, claro, va Ud. a inspirarse”. Sí, en cierta medida sí, pienso, pero decido concluir ahí la conversación. Como el museo no abre hasta las once —como tantos otros establecimientos de la ciudad—, decido hacer tiempo y avanzar el almuerzo. Encuentro, a poca distancia, un restaurante mexicano, pero me disuade de entrar el anuncio de “rabo encendido” que hay en el escaparate. Algo más allá veo un “restaurante de comida centroamericana” —así, en general— y me instalo en él. Tiene un excelente nivel de cutrez: los cubiertos son de plástico; las servilletas, dos trozos de papel de cocina; no dan vaso con la cerveza, que se ha de beber a morro; y hay dos teles encendidas, con un partido de la Champions en curso. Pero, como preveía, la señora del lugar —hondureña, me parece— me atiende con mimo, y la ropa vieja que pido, con arroz, frijoles y maduritos (que no son señores de edad avanzada, sino plátanos fritos), está para chuparse los dedos, que es exactamente lo que hago. Cuando he dado cuenta del platillo y de un café largo de postre, vuelvo al museo, que ya ha abierto sus puertas. Debo realizar una complejísima operación informática para comprar el billete (cómo añoro aquellos tiempos en que uno entraba en el local, pedía un billete, el empleado de la entrada te extendía un papelín, uno depositaba el dinero en el mostrador y se entraba sin más dilación en la exposición o el espectáculo), pero finalmente, con la paciente ayuda de la recepcionista, lo consigo y me adentro en el museo, que está dividido en tres secciones. La primera hace una sucinta presentación, con imágenes y objetos, de la evolución del mundo del sexo a lo largo del siglo XX: desde los primeros consoladores vibrátiles y masajeadores de pene (que parecen secadores de pelo), de los años 1910-1920, hasta los dildos de aspecto extraterrestre y masturbadores de elastómero para hombres de la actualidad, pasando por condones exóticos y aquellas primera máquinas expendedoras de gabardinas, profilácticos para los soldados de la Primera Guerra Mundial (en la que hubo que dar de baja a decenas de miles de soldados de todos los bandos por enfermedades venéreas), extensores de pene (fracasados, como todos: ningún extensor de pene ha extendido jamás ningún pene; solo excitan la imaginación de sus poseedores), recomendaciones sanitarias de los poderes públicos (wash your privates) y escenas televisivas de Elvis la Pelvis, cuyos espasmódicos golpes de cadera enloquecían a las jóvenes estadounidenses de los años 50, asfixiadas por el siempre reinante puritanismo americano. La segunda sección del museo es una colección privada de arte erótico: la Hard Art, de la Beth Rudin Dewoody Collection. Al entrar, una vigilante me indica que puedo tomar fotos y vídeos, pero no tocar. Se entiende: tocar debe de ser una tentación constante, y hasta peligrosa, en una exposición como esta. En esta parte del museo encuentro un dilatado (y nunca mejor dicho) conjunto de obras de arte que hacen del sexo su inspiración y su tema. Y sexo quiere decir a menudo órganos sexuales, que funcionan a modo de icono o símbolo de lo representado. Y lo fálico predomina. Por ejemplo, en Superzipper, de Judith Bernstein, de 1966, los cojones dibujados son más grandes que el hombre que los porta. Los dibujos de Tom of Finland, un clásico contemporáneo del homoerotismo, pintan a megahombres con megapaquetes, y las fotos de Robert Mapplethorpe retratan enormes y relucientes falos negros. Por su parte, el simbolismo del Banana Split, de Marilyn Minter, de 1989, no admite ambigüedad. Pero la colección no está solo interesada por los penes. También incluye algunas piezas menos fálicas, como el Sueño de Venus, de Salvador Dalí, pintado para la Feria Mundial de Nueva York de 1939 (“para promover el movimiento surrealista”, especifica la cartela), o una foto de John Giorno, hecha por Eliot Elisofon en 1971, donde se ve al gran poeta norteamericano posando en el alféizar de una ventana junto a un cartel en el que se lee un mensaje indudablemente perturbador en aquellos años: “Husband sucks and takes it up the ass. Wife loves couples with big cocks and hairy pussys. Will suck them dry” (‘El marido la chupa y se la mete por el culo. A la esposa le encantan las parejas con pollas grandes y coños peludos. Los chupará hasta secarlos’), y se proyecta la película Sync, de Marco Brambilla, de 2004, un film ideal para que los epilépticos se vuelvan locos: consiste en un ametrallamiento de imágenes de asunto sexual (doce tomas por segundo), acompañadas por el redoblar constante de una batería. Yo apenas lo soporto unos segundos, y huyo a la tercera y última sección del museo, la más americana de todas —esto es, la que persigue más decididamente el espectáculo—, Journey into the Erotic Carnival (‘viaje al carnaval erótico’), que pretende ser una feria del sexo, con sus atracciones y puestos de golosinas. Hay un Sizemologist (‘un “tamañólogo”’) que mide el aparato del o de la visitante. También, una hilera de váteres con glory holes por los que aparecen pollas (en este contexto, no se puede escribir “penes”) que el visitante ha de agarrar y estirar tres veces (si lo consigue, gana puntos); un Pornomatic, en el que aparece tu cara en una escena pornográfica; y un Jump for Joy (‘salta y alégrate’), una piscina no de bolas, sino de tetas, flanqueada por tres muñecas inflables gigantescas, de tetas de tamaño acorde. Veo asimismo muchas máquinas de monedas, pero que aquí, como la entrada al museo, no funcionan con monedas, sino con códigos QR y arduas operaciones tecnodigitales. Por supuesto, soy incapaz de jugar con ninguna de ellas (por ejemplo, con la rueda de la fortuna, a ver qué me depara la suerte sexual en el futuro, aunque soy pesimista), y me da vergüenza pedir ayuda a alguno de los ¿vigilantes? ¿asistentes? que andan por aquí con una sonrisa esculpida en la cara. Antes de salir, sí le pregunto a uno por el restroom, aunque con cierta prevención: temo que puedan enviarme a los váteres de los glory holes (o que sospechen que voy al baño a sacudírmela). Ya en la calle, reparo en que he visita el museo solo y que mi visita puede calificarse de masturbatoria.
Las colecciones del Museo de Arte Erótico Mundial, que se encuentra en Miami Beach y que visitamos por la tarde mi amiga Renée y yo, son amplias y cuentan con obras de artistas importantes, que son, en algunos casos, clásicos absolutos. Por ejemplo, nos admiran unos bosquejos a lápiz de Rembrandt, y reconocemos tres litografías de Cunnilingus con voyeur, de Pablo Picasso, cuya presencia aquí no nos extraña nada, dada su condición de erotómano confeso. También encontramos a Gustav Klimt, que aporta una Mujer desnuda, al expresionista y grotesco Egon Schiele, y a Fernando Botero, el pintor de los seres carnosos. Algunos de los artistas que he visto esta mañana en el Museo del Sexo comparecen también en este del Arte Erótico, como Dalí, del que aquí se expone La Venus aux Fourrures, de 1968, en el que aparece él autorretratado y a punto de chupar una vagina atravesada por un clavo, y Robert Mapplethorpe, con más fotos de negros desnudos y bien dotados. No obstante, este museo no es solo una pinacoteca. Muchas de las piezas que reúne tienen que ver con el cine. Así, Frank Follmer dibuja escenas pornográficas protagonizadas por los inefables personajes de Walt Disney (que se subiría por las paredes si las viera): los siete enanitos haciendo cochinadas con la Cenicienta y el ratón Mickey, el divertido Pluto o el bueno del pato Donald follando felizmente entre sí o con otros. Vemos fotos de Marilyn Monroe —fotos de ella vestida, sin más: eso basta para que las imágenes sean fuertemente eróticas— y de Anita Ekberg, la inolvidable protagonista de la escena de La dolce vita en la Fontana de Trevi con Marcello Mastroianni. El Museo refleja también las huellas que el erotismo ha dejado en las diferentes culturas del mundo. Un Pinocho se representa con un pene en lugar de nariz, y el cambio nos parece justificado, porque ambos crecen. En unas grandes vitrinas encontramos juguetes eróticos, en el sentido literal de la expresión: artilugios para entretener a los niños, pero con motivos sexuales; muchos son articulados: si estiras de una cuerda, por el otro extremo aparece un pene erecto. Cosas así. Más obras remiten, sorprendentemente, al mundo de la infancia. En un rincón, vemos una escultura de T. Watson, de 2000, que representa a un niño sentado, descalzo y modoso, pero agarrándose con las dos manos un pene monstruoso que le sale del pantalón corto y que casi le llega a la cara. Admiramos diversas representaciones —variaciones de un mismo tema— de la fábula de Leda y el Cisne, cuyo cuello resulta indudablemente fálico, y los cuadros de un artista sin identificar (pero probablemente estadounidense), de 1979, que vinculan el sexo y la comida, una asociación muy plausible: dos polos, una mazorca de maíz o un perrito caliente que son penes. Hay una amplísima exposición de artes eróticos del mundo: japonés, mexicano, africano (aquí las figuras son literalmente tripódicas), chino, hawaiano, precolombino, indio: todos representan el poder del falo y el enigma de la vagina. Salimos del Museo con la sensación de haber visto mucho, pero de habernos informado poco, y con una cierta sensación de desorden e incluso de desconcierto. No todas las piezas están acompañadas por cartelas que indiquen su autor y las caractericen y contextualicen, y a una sala dedicada al arte peruano puede seguir otra que exponga pipas del mundo con motivos eróticos. De hecho, una gran sala está dedicada a Miami Vice, la mítica serie de televisión de los 90, en la que, sin duda, había mucho sexo, pero muy poco arte erótico, y que no llegamos a comprender por qué está aquí. Como despedida, vemos en un espacio distribuidor una colosal escultura dorada de un pene erecto con dos testículos grandes como balones de playa. Me siento en ellos y Renée me toma una foto. Pero no pienso colgarla aquí ni en ningún sitio.
¡Qué tres corónicas más interesantes las de Miami! Casi me he sentido como si estuviese allí, lo describes todo tan bien y detallado... Abrazote. 🥰
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