Jonás Sánchez Pedrero (Rivas-Vaciamadrid, 1979), tras el éxito de Juan Ramón Jiménez y las drogas, publica ahora Torrelodones, un libro de aforismos con el que prolonga la aforística que nos ha dado —y nos sigue dando— a conocer en su perturbador blog Jonás Sánchez Pedrero (blog clausurado), que está de todo menos clausurado. Jonás es hombre ingenioso, metafórico, sucinto y acumulativo. Pero acumulativo de brevedades que no pueden ser más breves. Con ellas construye montañas de pensamientos, tiernos, burlescos, lúcidos, sangrantes. El primer aforismo de Torrelodones dice: “Exige en metáforas lo que la emoción permita”. Y el segundo: “Preguntar responde un poco”. Esto es empezar bien un libro. Jonás podría suscribir sin vacilación el aserto de Karl Kraus, otro francotirador sin miramientos: “Hay escritores que en solo veinte páginas pueden expresar aquello para lo que a veces necesito hasta dos líneas”. Aunque Jonás Sánchez Pedrero, a menudo, solo necesita dos palabras: “Compartir estriñe”, “Muerto asintomático”, “Repetir resta”, “Pezones colaterales”, “Quedarse sigue”, “Trapicheaba realidad” “Entender excluye”; o incluso solo una: “Semitotal”, “Ascolibrí”, “Respíramelo”. La astringencia de Jonás resulta, a veces, dolorosa. Y también cruel. Pero es que ambas, la astringencia y la crueldad, forman parte del código genético del aforismo. El sentido crítico recorre los lacónicos dicterios del poeta, que no dejan títere con cabeza, pero no solo de la atribulada sociedad actual, sino de nuestra propia intimidad, de nuestros sentimientos, nobles e innobles, de sueños y pesadillas. Jonás mira a su alrededor y también mira adentro, y a veces descubre que alrededor y adentro son la misma cosa: “Dormía para morir mejor”. Leyéndolo, sonreír es también inevitable: “La Inteligencia Artificial se ha puesto tetas” (en otro puntualiza: “Para pleonasmo, la Inteligencia Artificial”). Los juegos sintácticos y verbales, nunca huecos, sino entreverados de pulsión moral, suscitan asimismo la sonrisa. A veces, son cambios minúsculos: “Y el verbo se hizo carné”, “Quien no curra, vuela”, “Quiero cansarme contigo”; en otras ocasiones, son no menos escuetas repeticiones: “No escondas el no”, “A veces temo a mis a veces”. Torrelodones oxigena, desengrasa, reconstruye. Algunos asuntos lamentables acucian al autor, como la soledad, el tiempo, la escritura (y sus vanidades), la tristeza o estos dos frecuentemente visitados: el fracaso (“Sin fracaso no hay auditorio”, “Ya no hay fracasos como los de antes”, “Fracasa como puedas”) y el dolor (“Lo peor del dolor es su egoísmo”,“Solo duele mientras”, “Me duele el codo de tanto querer”, “El dolor pregunta y el placer responde”, “Si no duele, empeora”). Él, sin torcer el gesto, los vuelve edificantes. La paradoja, uno de los mejores fulminantes poéticos, alimenta muchos aforismos: “Seguimos las huellas que dejamos”. Y el libro se cierra con una máxima absurda y luminosa, para que no nos olvidemos de que toda revelación es arbitraria, de que todo a lo que creemos haberle dado sentido sigue siendo incomprensible: “Torrelodones rima con cebolla”.
Miguel Ángel Curiel (Korbach Valdeck, Alemania, 1966), uno de los mejores poetas españoles de entre los nacidos en los años sesenta, publica Escribir, un conjunto fragmentario de apuntes, reflexiones, aforismos y hasta poemas, bajo la advocación del libro homónimo de Marguerite Duras, Écrire, del que extrae este epígrafe: “He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo. Siempre he llevado mi escritura conmigo donde quiera que haya ido”. La contracubierta nos informa de que nos encontramos ante una “escritura continua y en evolución constante que el autor comienza en Roma durante el año 2009 [cuando estuvo allí becado en la Academia de España], y que llega hasta nuestros días”. Este mosaico de pensamientos, compuesto a lo largo de dieciséis años, dibuja un fantástico diorama creativo, en el que cabe la nota relampagueante, la introspección metapoética, la confesión sobre el propio proceso de escritura, el aforismo literario (“Al escribir todas estas palabras muertas, duele la mano”) y el no literario (“Me ciega ser”), el apunte de diario o de viaje, el recuerdo de poetas o pensadores admirados (Valente, Wittgenstein, Celan), el ensayo breve (como el que empieza en la pág. 64 y acaba en la 70, sobre la Arcadia perdida que podría ser Extremadura: Miguel Ángel Curiel es hijo de extremeños emigrados) y el poema, monóstico (“Recuerdo no sé cuántas cosas que jamás viví”) o en prosa (“Oreja dormida que solo oye el agua. ¿Oímos dormidos? ¿Qué oímos al dormir? ¿Los crujidos de la cama como una vieja cama de madera que se queja por la presión del agua? ¿El aire golpeando en los árboles? ¿El sol tras la noche? ¿Nuestro cuerpo quemándose en el abrazo? Oímos el agua, el corazón del perro que nadó por ti en el abismo”). Curiel ni siquiera elude, en esta dilatada contemplación de lo que supone escribir en su vida y para la existencia del mundo, la observación crítica, incluso burlesca, de otros poetas, como de esos dos —a los que tiene la compasión de nombrar solo por sus iniciales— de los que dice que escriben una poesía “de tergal”. La maravilla de Curiel no es solo esta pluralidad temática y la incisividad de su mirada, su franqueza desollada, sino el carácter imprevisible de su prosa —y de su verso—, que se aparece siempre al bies, tajantemente oblicuo, sólido y elusivo, quebrado y fluyente. Las frases escapan de la lógica formal y buscan otra lógica, sincopada, que transcriba la sinuosidad o la fractura del pensamiento, que recoja los ángulos nebulosos de lo no dicho o de lo solo intuido, que arranque de la sombra, y tatúe en la piel del poema, lo que está punto de formarse o no va a formarse nunca. La retórica de Escribir, y de toda la obra de Curiel, es una retórica líquida, pero a la vez hiriente. Hiriente con la benevolencia del que vive —y viaja— desnudo, desgarrado, en la escritura. “El miedo procura una luz más intensa que la alegría. El miedo es lo más potente y vivo que hay en uno. El miedo a ti mismo. Te conviertes en un foco de luz azul. Estás ciego de ti. Tu risa se convierte en un rebaño de ovejas que balan perdidas en un desierto negro”, leemos en Escribir.
Ignacio Cartagena (Alicante, 1977) continúa, con Europa cuando llueve, la línea de poesía cosmopolita y narrativa en la que lleva embarcado desde siempre, pero con más énfasis, quizá, en sus últimos libros. Sus poemas cuentan historias sobre relaciones sentimentales —y su deriva erótica— o sobre circunstancias vitales, tanto del individuo como de la sociedad. Pero suelen ser historias trágicas, impregnadas de frustración o desengaño. Cartagena lleva la melancolía consigo y nunca elude el aguijonazo de tristeza que resulta del declive que es vivir. Lo hace con una escritura infinitamente pulcra, en versos con frecuencia endecasílabos o alejandrinos, de metáforas ceñidas e inteligentes, e ironía constante, que unas veces se aplica a sí mismo y otras se adensa en comicidad, como en “Nuestros hijos, 1: Matilde, la escritora”, en el que deplora los horrores ortográficos de una hija, que se atribuyen, burlonamente, a “la educación bilingüe”. Sus descripciones, precisas y punzantes, cuya limpieza hace que resalten los detalles, impulsan los relatos. En “El Transiberiano” —muchos de los poemas transcurren en los países del Este de Europa, en varios de los cuales ha vivido Ignacio Cartagena, diplomático de profesión—, “tres tristes tayikos (...) saludaban // con gestos microscópicos, frunciendo / los ojos de esquimal tallados a cuchillo. / Pasaban la mañana en el vagón-cafetería / muy cerca de la brasa macilenta de la chaika / jugando meteóricas partidas de backgammon. // (...) Rodaba el tren oscuro en la llanura / desierta, entre estaciones despobladas, / bajo una luz azul, de frigorífico”. En una de las piezas de la cuarta sección del poemario, “Un cuento victoriano”, que componen una serie —casi un microrrelato de amor nonato, en verdad—, los muslos de la mujer pretendida se pintan así: “blancos, protestantes, / de eterna candidata para un Rubens”. En los poemas de Cartagena, aparentemente morigerados, enunciados siempre con voz contenida, subyace tanto un espíritu crítico —que denuncia, por ejemplo, los desastres ocasionados por la transición del comunismo al capitalismo en los país del Este de Europa— como una ocasional violencia, que se echa de ver en “La paloma”, en la que la compañera del yo poético mata, al abandonarlo, a los pájaros que este había salvado de la muerte, o en “Dormir separados”, en el que una esposa imagina —¿desea?— la muerte de su marido. Esta violencia, esta voluntad de acabamiento, este carácter crepuscular que impregna inevitablemente los versos de Europa cuando llueve encuentra también acomodo —otra forma de acomodo— en la última sección del libro, “Las escalas de Poniente”, que incluye cuatro poemas que el autor especifica que le han “salido con vocación de póstumos” y que quiere “pensar que se trata de una vocación precoz, aunque el resultado de los últimos análisis no deje mucho lugar a la esperanza”, y donde se plasma, con dolorosa explicitud, la previsión de la vejez y la muerte: suceden en residencias de ancianos, en hospitales centrales, en cementerios.
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