sábado, 20 de diciembre de 2025

Ah, qué bonita es la Navidad

Los abetos llenos de plásticos —bolas de colores, espumillones, estrellas de Belén: productos derivados del petróleo— en calles a 20º de temperatura. Los innumerables anuncios de perfumes que te aseguran que, si te sahúmas con ellos, te convertirás en una mujer fatal o un hombre irresistible. Las aglomeraciones en Doña Manolita y los periodistas que informan de que muchos de los que guardan cola llevan esperando desde las cinco de la mañana, o han venido desde Villafranca del Bierzo, para comprar la participación o el décimo. Las cabalgatas de Reyes en las que los pajes les tiran los caramelos a los niños como si fueran perdigones. El precio de los langostinos. El alcalde de Vigo aullando, en su inglés de Pontevedra, que en Navidad brillan más luces en su ciudad que en Nueva York (y que los casi tres millones de euros que cuestan son un buen negocio para los vigueses). El precio del cordero. Que no haya más canciones como Fuck Christmas, de Eric Idle. Los turrones El Almendro. Los partidos amistosos entre la selección de Cataluña y la del Kurdistán, o entre España y Guatemala. Los niños de San Ildefonso, su irritante soniquete y las ganas que tiene uno de que se les caigan las bolas (las de los números) o confundan los números. Los retrasados mentales que asisten al sorteo de la lotería de Navidad disfrazados de papá Noel o del capitán John Sparrow. Los adornos kitsch que cuelgan los vecinos en la puerta de sus casas. El burrito sabanero. Que la Navidad celebre un hecho religioso y apócrifo. El precio del cordero. Las muñecas de Famosa, que se dirigen al portal. El discurso del Rey en Nochebuena. La Nochebuena. Comprar lotería navideña en el trabajo, aunque nunca juegues a la lotería, no sea que toque el gordo y tú seas el único imbécil que no tenga. Los burros y las vacas que llenan las plazas de los pueblos. Los caganers. La obligación de ser feliz. Que te regalen una birria de jersey o unos calzoncillos demasiado pequeños. El alcalde de Badalona aullando, en los ratos libres que le deja expulsar a cuatro centenares de negros pobres de sus refugios improvisados en la ciudad, que el árbol de Navidad del municipio pronto será más alto que el de Vigo. El precio del besugo. Las exhortaciones de RENFE y de las compañías aéreas a que volvamos a casa por Navidad. La obligación de comer hasta reventar el 24, el 25, el 26 (en Cataluña y Baleares) y el 31 de diciembre, y el 6 de enero. La presencia de cuñados, primos remotos, tíos desconocidos, suegras insufribles y demás gente de mal vivir en esos ágapes colosales.  El champán RondelEl calvo de la Navidad, que ya ha muerto. Las galas de fin de año, sobre todo si participan Raphael, Fernando Esteso o Bertín Osborne. La alegría prefabricada, las sonrisas impostadas, los buenos deseos industriales. Que la Navidad ni siquiera sirva para que haya un día de tregua entre los combatientes, como en la Primera Guerra Mundial, y los rusos y los ucranianos sigan matándose alegremente en el Donetsk. La media hora larga que dedican el Telediario y todos los noticieros nacionales el 22 de diciembre a los que les ha tocado la lotería, y las escenas de los agraciados gritando como posesos y rociándose en cava en las administraciones donde han comprado la participación, o en el bar del barrio, en el que todos están invitados. El concurso de saltos de esquí, casi tan aburrido como el discurso del Rey en Nochebuena, que esas mismas cadenas retransmiten la mañana del 1 de enero. La obligación de cumplir con una tradición de la que no te sientes heredero. La capa española de Ramón García, antes, y el vestido de la Pedroche, ahora, en Nochevieja. La Pedroche en Nochevieja. Los polvorones, las peladillas y el turrón duro. Atragantarse con las uvas. Sentir la necesidad de felicitar la Navidad a gente que ni nos importa ni conocemos. No cumplir ninguno de los buenos propósitos que hacemos para el año nuevo. Ayuso anunciando la buena nueva de que va a nacer un niño y de que la persecución judicial de su novio, un mero ciudadano particular, es solo una perversa operación para destruirla, orquestada por el pérfido Perro Sanxe y su gobierno corrupto. Que en la tele ineluctablemente echen ¡Qué bello es vivir! y Solo en casa. Multitudes por la calle cargadas de bolsas de El Corte Inglés. El gordinflón de Papá Noel, que nunca renueva el vestuario, ni modera las risotadas, ni adelgaza, el reno Rodolfo y su nariz de payaso, y los elfos, que malbaratan el trabajo: lo cumplen como japoneses y ni siquiera reclaman el plus de nocturnidad. La misa del gallo. Los mensajes de paz y amor de gilipollas e hijos de puta. El precio del bogavante. La obligación de tener —y demostrar— buenos sentimientos. Que a finales de octubre ya empiecen a aparecer arbolitos de Navidad en las tiendas y papás noeles en los balcones. El amigo invisible. Seguir viendo la cara de los compañeros que aborreces en los aperitivos del trabajo o las comidas de empresa, y escuchar las arengas de los jefes, a los que aún detestas más. La obligación de cumplir las normas sociales. Que los grinchs sean considerados unos aguafiestas y no unos visionarios. Las iluminaciones disneyanas en los balcones de las casas. Las frases de autoayuda que difunden los establecimientos comerciales, como “creer en la Navidad es creer en las personas”. Las canciones de Mariah Carey. Que sea un rito: la fosilización y el vaciamiento— del significado que haya podido tener. ¡Viva Ebenezer Scrooge (antes de su conversión)!

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