La celebración del consejo de ministros convocado por el presidente del gobierno en Barcelona el 21 de diciembre sembró el pánico en el país. Se anunciaban protestas, altercados, manifestaciones; algunos preveían la caída del palacio de Invierno y la instauración de la dictadura del proletariado; otros, los más seguros de que Dios y España existen, el Apocalipsis. Coherentemente con tan ominosos augurios, todas las policías competentes organizaron un despliegue digno de una cumbre del G-20 o de un partido River Plate-Boca Juniors. Los trabajadores se temían lo peor: carreteras saboteadas, trenes –y metro– parados, servicios inexistentes, tumultos en la calle. Yo mismo no sabía qué me iba a encontrar aquella mañana en mi querida estación de los ferrocarriles de la Generalitat en Sant Cugat, ni siquiera si, con el centro de Barcelona cortado, podría llegar al trabajo. Había, además, una huelga de dos horas a mediodía, convocada por los sindicatos: no pensaba secundarla (la huelga está para cosas serias, no para protestar porque el gobierno de la nación se reúna en la ciudad de uno), pero siempre te puedes encontrar con un piquete informativo que te informe de cómo te quedará la cara si se te ocurre ir a trabajar. Acudí, pues, con toda la prevención del mundo a la estación de los ferrocatas y lo que me encontré fue... un tren que llegaba puntual y vacío. La experiencia de coger el tren todas las mañanas me sume en una melancolía irritada: la que suscita convivir embotellado, durante media hora, con una humanidad aborregada, enfurruñada, que se dirige a entregar su libra de carne diaria en el trabajo o la escuela, cuando no a rendirse a una esclavitud disfrazada de oficina. Hoy entro en el vagón, elijo la butaca en la que prefiero sentarme, saco de la mochila uno de los libros que estoy leyendo –El fútbol, una peste emocional, de Jean-Marie Brohm y Marc Perelman– y me doy el lujo inconcebible de cruzar las piernas. Y así, sin apreturas, codazos, hedores, prisas ni acritudes, llego hasta la plaza Cataluña, epicentro, se supone, del pandemonio de hoy. Cuando salgo a las Ramblas, me encuentro con la maravilla de una plaza sosegada, sin apenas gente, que huele a luz y a café con leche. Me cruzo con unos pocos paseantes hasta comprar El País en el quiosco de siempre, donde la dependienta de siempre me atiende con una sonrisa oceánica. Solo algunos urbanos que normalmente no están ahí denotan que algo pasa. Barcelona parece hoy una ciudad de provincias enterrada en la quietud de unas rutinas amables. No hay turistas, apenas hay tráfico e incluso las palomas parecen revolotear con una calma inusual: ya no son los bichos feroces que se abalanzan contra uno para robarle el alpiste y hasta el bocadillo, sino talmente el símbolo de la paz. La cautela o el pánico han hecho que el centro de la ciudad –y quizá la ciudad entera– vuelva a resultar humano. Luego, en los telediarios, veré las imágenes de las cargas policiales en la Via Laietana y la zona de la Llotja de Mar (los locutores de TVE, que al parecer no cuentan con asesores que les instruyan sobre la pronunciación adecuada de los demás idiomas nacionales, se empeñan en llamarla la Yoya de Mar, pero su error, a la vista del comportamiento hoy de los Mossos, ha sido más bien un acierto) y de las carreras que han producido. Periodistas intrépidos se empotran en los grupos de indepes que han venido aquí a descargar su frustración y nos cuentan lo que ven con la excitación de un reportero al que estuvieran tiroteando en alguna guerra de los Balcanes. También me entero de las docenas de heridos, entre policías y manifestantes –en los incidentes del 1 de octubre de 2017, a un joven le reventaron un ojo; en los de hoy, a otro le han reventado un testículo–, que ha habido. Por lamentable que sea todo esto, nada se dice de la calma extraordinaria que ha presidido el resto de la vida ciudadana. Toda la información se ciñe a lo que confirma los augurios, por limitada y parcial que sea esa confirmación, por limitado y parcial que sea ese fragmento de realidad, comparado con un todo muy distinto. En el resto de España se verá la jornada de hoy como un ejemplo más del caos en el que viven Barcelona y Cataluña, como si estuviéramos al borde de la guerra civil. Y ese sesgo, esa radicalización de la mirada inducida por unos medios de comunicación que solo comunican el conflicto, está envenenándolo todo.
Entre la catarata de felicitaciones navideñas digitales que recibo, como todo el mundo, estos días, me ha llegado una curiosa. Me la ha enviado un poeta catalán que escribe en catalán, que, como todos los poetas catalanes que escriben en catalán, es independentista. El hombre practica una suerte de poesía social-religiosa y alumbra una nadala en la que se duele de la triste suerte de los políticos independentistas exiliados o encarcelados por "tsunamis [¿por qué nadie dirá ya maremotos?] de ira y odio", y donde entrevera sus figuras con las de la sagrada familia, protagonista de estas entrañables fiestas: no en vano el poeta –y Oriol Junqueras– son católicos practicantes. Y la nadala acaba así: "Mentre et canvien els bolquers, / infant d’un món sense temença, / cauen els murs de Lledoners". [Mientras te cambian los pañales, / hijo de un mundo sin temor, / caen los muros de Lledoners]. Uno sabía que la rima puede llevar el poema hasta lugares insospechados, pero esto de que un cambio de pañales abata las paredes de una prisión merece figurar en los anales del dadaísmo. Y eso que el poeta no tiene nada de vanguardista.
Participé el otro día en una lectura de poesía en Barcelona. Éramos cuatro (los que leíamos, digo; los asistentes eran algunos más): dos hombres y dos mujeres. La primera, pálida, chupada, poseída por la razón ética, leyó un poema escrito, según decían los versos, con la sangre de las mujeres maltratadas que estaban aquel momento en el hospital, y, a continuación, invitó al público a comprar ejemplares de la última antología en la que había sido incluida, ya que se acercaba Reyes. Y añadió: "... y Reinas". El seis de enero será, pues, el día de los Reyes y Reinas Magos o, mejor, el día de los Reyes Magos y las Reinas Magas. No faltará quien secunde la propuesta y hasta firme en change.org por que el calendario se adapte a las nuevas demandas de la sociedad. En todo caso, no convenía contradecirla: me habían informado de que era la nueva mandamás (o mandamasa) del festival de poesía más importante de la ciudad. La segunda poeta, muy joven, de negro riguroso desde el pelo a los zapatos, no leyó poemas comprometidos ni hizo proclama alguna: se limitó a gorjear. Su lectura estuvo a medio camino entre la declamación y el trino. Reconocí la oralidad impostada y la supuesta espectacularidad de las performances juveniles, pero me falló el verso. Quienes introducen la música –o lo que ellos pretenden que sea música– en la poesía, parecen no confiar lo suficiente en la poesía. ¿Y la palabra, dónde está?, pensaba yo mientras la poeta soltaba gorgoritos. Palabra y música formaban una pasta indiscernible y bastante cacofónica que las anulaba a ambas.
Ayer, al ir a recoger la cena de Nochebuena que había encargado en un establecimiento de catering, reparé en que un moro estaba cortando el jamón. El día anterior había ido a hacer unas compras a una pastelería de Sant Cugat, uno de esos establecimientos tradicionales, fundados por familias catalanas de toda la vida, y todas las dependientas eran hispanoamericanas o del centro de Europa. Solo la encargada parecía formar parte de la famiglia. A continuación, mi hijo y yo fuimos a comer a un restaurante con el mismo pedigrí catalán que la pastelería, o más aún; el local, de hecho, ocupa una antigua fábrica textil, que aún conserva la arquitectura propia de la industria de principios del siglo XX. Allí todos los camareros, menos uno, son hispanoamericanos; el encargado, creo, es de Bolivia. Para que luego digan que la inmigración es mala.
Hoy, al venir temprano a casa de mi madre para pasar el día de Navidad, me he fijado en la escasa gente que iba por la calle (en Barcelona; en Sant Cugat, cuando he salido, simplemente no había nadie). Todos parecían personas más densas, más visibles, que cualquier otro día: el silencio y la soledad acentuaban su individualidad. En el metro, una chica se estaba comiendo un plátano. Cerca, un joven llevaba chancletas (qué envidia). Alguien dormía en el interior de un cajero automático. Un anciano exhumaba cartones de un contenedor. Un paquistaní miraba el móvil en uno de esos supermercados de paquistaníes que no celebran la Navidad. Uno que paseaba al perro lo paseaba más metódicamente, con más afán paseador. Otro leía el periódico (de ayer), con desgana, en la barra de un cafetín. En la sandwichería en la que hemos desayunado, otra anciana ha saludado a mi madre, con la que intercambia a veces soledades, y nos ha enterado, en apretado monólogo, de que se llama Amelia porque su padre, que había vivido en los Estados Unidos, quería homenajear a Amelia Earhart, la pionera norteamericana de la aviación; de que había nacido en Jasa, al lado de Jaca; de que tenía un carácter muy alegre; y de que su marido se había muerto hacía 18 años. Luego, aplacado el fuego de la locuacidad, se ha sentado en una mesa vecina a seguir haciendo sopas de letras.
Querido Eduardo:
ResponderEliminarMe asalta la duda a veces de si haber perdido el hábito de ver la tele tendrá algo de negativo, de alejamiento y desconexión con el mundo que miran y escuchan la mayoría de quienes me rodean. Por lo que cuentas del día 21 en Barcelona, veo que no solo la tele destacó el caos y el conflicto, pues lo que me llegó por otros medios también fue, solo, ese lado. Mira que cruzar las piernas en lugar de escarrancharte a gusto...
Los inmigrantes, sí, están por todas partes, ocupando nuestro lugar, invadiendo nuestro país, incluso cuidando de los abuelos para que estos días entrañables de amor, compañía y fraternidad podamos pasarlos con los nuestros (¡qué sacrificio el nuestro al dejarlos en manos extranjeras!).
Abrazos.