Hasta hoy, York era solo la ciudad que William Wallace y sus escoceses ansiosos de libertad asaltan en Braveheart, y la cabeza de cuyo gobernador, de ojos saltones y testículos comprensiblemente ascendidos a la garganta, envían a Eduardo I el Zanquilargo en una cesta. Hoy va a ser, espero, algo más que eso: hemos venido de Mánchester para conocerla. La llegada no es memorable: el tren va atiborrado. Si quitaran los asientos y pusieran barrotes en las ventanas, se parecería mucho a los que utilizaban los nazis para transportar a los judíos a los campos de concentración. Se conoce que otro, de otra compañía, que hacía la misma ruta se ha cancelado, y muchos de sus pasajeros han asaltado el convoy, de forma casi tan virulenta como Wallace. Los trenes británicos, privatizados por la Thatcher (en una decisión que los gobiernos del país nunca han querido revertir, como ahora tampoco quieren revertir el resultado del referéndum sobre el bréxit con la convocatoria de una segunda consulta, a pesar de que ambas opciones se han demostrado objetivamente desastrosas), son un fracaso: los retrasos y cancelaciones son frecuentes, y el servicio, un horror; por si fuera poco, son carísimos. Comparada con ellos, nuestra entrañable RENFE es un prodigio de pulcritud y eficacia. Lo cual no deja de ser llamativo en el país que inventó el tren y lo utilizó para organizar una revolución industrial y un imperio. Ángeles y yo hemos conseguido sentarnos, tras una lucha a brazo partido con el gentío que inunda los vagones, aunque yo lo he hecho en un asiento reservado a personas mayores y embarazadas: me sumo en la lectura de Mi Lvov, de Józef Wittlin, con la esperanza de que no aparezca ninguna en el trayecto, porque entonces me tocará ir de pie hasta York. Ya desembarcados, para entrar en la ciudad lo primero que hay que hacer es cruzar el río Ouse (pronúnciese uuus) por alguno de los puentes medievales que lo salvan. En otro río también llamado Ouse se suicidió Virginia Woolf: se llenó los bolsillos de piedras y se adentró en sus aguas heladas. (Pese a su muerte legendaria, y a su brillante personalidad, y a su pertenencia al mítico grupo de Bloomsbury, la Woolf siempre me ha parecido un tostón monumental: no pude acabar Las olas y La señora Dalloway casi acaba conmigo). La primera e inexcusable parada es la Minster, la catedral, el segundo templo gótico más grande del norte de Europa, después del de Colonia. Es blanca y enorme: la torre central tiene 70 m de altura y tras el altar se encuentra la Great East Window [Gran Ventana del Este], la mayor del mundo. Las estilizadas vidrieras, que ciñen casi todo el perímetro de la seo, nos regalan una claridad polícroma y cinematográfica. La grandeza de la nave convive con una multitud de detalles interesantes: en una pared admiramos una reproducción del único cuadro de York de Turner, mi pintor inglés favorito, constituido por brumas rojizas y luces desolladas. En un rincón se exhibe un cope chest [arcón para las casullas] de 800 años, encima del cual sobresale el sepulcro del obispo John Dolbes, cuya estatua funeraria no luce el porte trascendental que sería previsible, sino otro mucho más mundano, casi incitante. No es extraño, en realidad: Dolben fue un hombre apuesto y un orador elocuente, aunque sus últimos años –hasta que murió de viruela– se vieron enturbiados por la conducta disoluta de su hijo John, jugador redomado, que dilapidó su fortuna y la de su mujer en los naipes y los dados, que fue comprensiblemente desheredado por su suegro, y que acabó viviendo de la caridad de los amigos. Al otro lado del pasillo, otra estatua fúnebre, la de Matthew Hutton, arzobispo de York, se nos antoja curiosa: el personaje aparece durmiendo recostado sobre un brazo y con un libro abierto en la mano del otro. Echamos un vistazo al coro, cuyos asientos están erizados de pináculos labrados en madera clara, pero no podemos apreciarlo del todo porque una parte está en obras, como muchos otros rincones y paredes del templo. En el coro se está desarrollando una visita guiada. Sentimos la tentación de unirnos subrepticiamente al grupo, pero las explicaciones que da la guía, captadas en passant, no hinchen de entusiasmo: la guía parece ser el equivalente, en guía, a Virginia Woolf, así que la dejamos en el coro, narcotizando al público. Tampoco nos atrae otro grupo cercano, que escucha con atención algo que suena a sermón. Desde que vi el inmortal sketch de Mr. Bean escuchando un sermón en la iglesia (o intentándolo), no puedo atender a ninguna prédica hecha en una iglesia (ni, de hecho, fuera de ella) sin sentir una inmediata pesadez en los párpados. Bajamos luego a la cripta. Junto a la entrada, descubrimos una placa en homenaje a William Wilberforce, uno de los grandes luchadores por la abolición de la esclavitud en Gran Bretaña. Wilberforce, no obstante, concibió con la estrechez propia de su clase esa noble causa –predicaba la liberación de los negros, pero consentía, y hasta estimulaba, la esclavitud de los blancos en las terroríficas fábricas y los indescriptibles slums de la revolución industrial– y defendió otros ideales puritanos que eran, en realidad, retrógados, como la supresión del vicio –todas las iniciativas para la supresión del vicio de la historia me han hecho sentir siempre una gran simpatía por los vicios suprimidos–, la observancia del domingo y el envío de misioneros a la India. También combatió a los sindicatos, que eran para él una lacra social, y dio a la Iglesia (anglicana) un hijo, Samuel, que se opuso ferozmente a la teoría de la evolución de Darwin (y que, en un debate en la Universidad de Oxford con el darwinista Thomas Huxley, le preguntó si descendía del mono por parte de padre o de madre). Pero hay que entender esta pugnacidad: Wilberforce (William) obraba con la fe del converso, porque en su juventud había sido un crápula. De hecho, Thomas de Quincey lo menciona en sus Confesiones de un inglés comedor de opio: es el primero, "elocuente y benevolente", en aparecer en una lista de célebres opium-eaters, en la que también figura Samuel Taylor Coleridge. En la cripta de la catedral de York, encontramos asimismo piezas que reclaman nuestra atención, como la doomstone [piedra del Juicio Final], uno de los escasos restos de la catedral normanda original, en la que se representa a varios condenados a las calderas de Pedro Botero cargando con sacos llenos de dinero (la avaricia estaba mal, salvo que la practicaran los reyes, nobles y obispos) y a mujeres ligeras de ropa (la lujuria también estaba mal: las mujeres la promovían), rodeados por demonios, que atizan el fuego y los remeten en los peroles, y sapos, unos bichos maléficos. También nos detenemos en los York Gospels [los Evangelios de York], copiados por monjes de Canterbury a principios del siglo XI: tienen, pues, mil años de antigüedad y, pese a que los vemos en penumbra, exigida para su mejor conservación, los leemos perfectamente, como si hubieran sido caligrafiados ayer. Una plaquita adyacente nos informa de que se siguen utilizando en nuestros días, y otra, también cercana, reproduce una frase de Alcuino de York, que plasma el desiderátum de todo amante de las letras, y que yo mismo firmaría: Oh, how sweet life was when we sat quietly... midst all these books [Oh, qué dulce era la vida cuando nos sentábamos, en paz, rodeados por todos estos libros]. Alcuino vivió en el s. VIII. De ese siglo data un tercer y memorable objeto: el olifante del vikingo Ulf, hecho de colmillo de elefante (que, a juzgar por el tamaño del olifante, debía de ser enorme) y entregado por el danés, conquistador de Inglaterra, a la catedral. En la cripta, podemos observar igualmente muchos de los restos de la ciudad romana, Eboracum, fundada en el 71 d. C., y que no fue una urbe secundaria, sino una capital de primer orden: desde aquí gobernaron Adriano y Septimio Severo el imperio romano, aquí murió Constancio I y aquí fue proclamado emperador su hijo, Constantino I el Grande. Vemos columnas y restos de la muralla y la basílica latinas, y también objetos pertenecientes a la mítica legio IX (que estaba formada por soldados que habían servido en Hispania: se la conocía por hispana), que llegó a York con la fundación de la ciudad y pacificó todo el norte de Britania, lo que significa que arrasó a las hostiles tribus de la región. La IX se quedó hasta el 122 y luego desapareció. Se cree que fue enviada a combatir en otros lugares del norte europeo y que allí se disolvió a resultas de los combates, las deserciones y el deletéreo transcurso del tiempo. Pero el mito de su paso por este norte en aquellos tiempos beligerante y desolado y su repentina volatización ha perdurado hasta hoy, como el cofre de las casullas, la piedra del Juicio Final o los Evangelios de la ciudad. Cuando salimos de la catedral, son las tres de la tarde, pero ya está anocheciendo. Me resultan insufribles estos apagones precoces; cuando vivía en Londres, me fue imposible adaptarme a ellos: me despertaba de la siesta (porque nunca dejé de echar la siesta: fue mi seña de identidad más resistente) y, como un anciano, pensaba que había dormido toda la noche y que no debía de faltar mucho para que amaneciera. Comemos en un pub, The Golden Slipper [la zapatilla dorada], en el que una pareja de novios hace con una pareja de octogenarios sentados en la mesa contigua lo que todos los ingleses condescienden a hacer en el pub, y solo en el pub: hablar. Yo me atizo un chili con carne; Ángeles, más moderada, se conforma con una ensalada. A la salida, es noche cerrada y, para completar el paisaje inglés, llueve y sopla el viento, un viento helado de las highlands. Visitamos varias charity shops, que abundan en las callejuelas medievales que conforman el centro de York y que están caldeadas: yo me concentro en los libros –y me compro el De Quincey, de la Folio Society, en el que encuentro mencionado al abolicionista Wilberforce– y Ángeles husmea en la ropa y los objetos de decoración. Paseamos por the Shambles, el barrio histórico, engalanado con luces navideñas (pegadas a las paredes de las casas: más discretas, pues, y, por lo tanto, más elegantes que las dispuestas en las ciudades españolas; en Vigo, el espasmódico Abel Caballero ha llenado la ciudad de voltios, en una desaforada orgía hidroeléctrica) y recorrido hoy por muchedumbres enteras con hambre de Navidad, a juzgar por las voluminosas bolsas que acarrean (aunque el homo y, sobre todo, la mulier britannica se caracterizan por ser compradores siempre y en toda circunstancia). En uno de los mercados navideños que ya se han instalado en una plaza, nos tomamos un mulled wine, ese ponche reconstituyente de los países hiperbóreos, que nos sabe a gloria. Alguien, que debe haberse tomado varios, o muchos, está meando junto a un cubo de basura, en la misma plaza, sin temor a nada ni a nadie. Concluida la micción, se sacude la pilila, la reintegra a su madriguera y se dirige a otro stand de mulled wine. En un puesto de gorros, vemos uno cuatribarrado, que se anuncia como hatalunya. Desde la plaza nos acercamos a la Torre Clifford, una de las dos torres de defensa que los normandos erigieron a ambas orillas del Ouse: circular, amazacotada, se eleva sobre una colina artificial. Los focos que la iluminan le dan un aspecto imponente. Lentamente, nos encaminamos a la estación de tren. El convoy en el que montamos sale con un cuarto de hora de retraso: según el informante que nos habla por el altavoz (los ingleses tienen claro que siempre hay que informar de lo que ocurre y pedir disculpas si se trata de un error o una deficiencia; corregir lo que ocurre no es prioritario, pero informar y pedir perdón, sí), el retraso ha sido el del conductor que debía incorporarse a la máquina. Luego, cuando solo faltan dos minutos para llegar a Huddersfield, el dichoso informante nos informa también de que el tren no llegará a Piccadilly, en Mánchester, que es donde tenía el final y a donde queremos ir, por razones que no especifica (aunque sí pide disculpas, unas disculpas muy enérgicas, muy sentidas), sino que se quedará en Victoria, otra estación de la ciudad, y de que la mejor opción para ir más allá (por ejemplo, al aeropuerto, que es a donde parecen dirigirse unos cuantos viajeros, cargados con los trolleys y maletas de rigor) es bajar en Huddersfield y esperar otro tren que pasará pronto. Nosotros decidimos no arriesgarnos a una opción tan azarosa (y tan gélida, a estas horas) y seguir hasta Victoria, para llegar desde allí a casa en taxi o caminando. Me consuelo del irritante fracaso de los ferrocarriles británicos leyendo ferozmente a De Quincey y sus comedores de opio. Ojalá hoy, ahora, fuese uno de ellos.
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