Así se titula el extenso artículo –o, mejor, el extenso conjunto de microartículos– publicado ayer en Babelia, el suplemento cultural de El País, en el que se relacionan los mejores libros de 2018. Se acerca el final del año y, cumpliendo un ritual más de la Navidad, ese periodo que solo sobrevive a base de rituales, todos los medios importantes –y muchos que no lo son– se apresuran a publicar sus listas, sus catálogos, sus resúmenes. Estas nóminas son solo otra expresión subjetiva (o interesada) de quienes las fabrican, aunque su presentación, su formato clasificatorio, nos induzca sutilmente a otorgarles un valor, digamos, científico que no tienen ni pueden tener. Muchos, no obstante, nos acercamos con curiosidad a ellas (como, en su momento, me acercaba yo a aquellas relaciones de libros más vendidos que algunos diarios publicaban cada semana, hasta que supe que eran inventadas, literalmente) y hasta nos alegramos si, en alguna rarísima ocasión, un trabajo nuestro aparece en ellas. Sin embargo, cada vez soy más consciente de su profunda injusticia. En España hay más de 3.000 editoriales, que publican casi 90.000 títulos al año; y también legiones de escritores –además de los tradicionales, de los que hay a porrillo, técnicamente todo bloguero, todo internauta que cuelgue alguna obra con intención literaria, por zafia que sea, lo es–, aunque de estos sea imposible determinar la cantidad exacta. Una buena parte de esta ingente producción no tiene ningún interés, si es que no entra, sin más, en la categoría de bodrio. Pero, al mismo tiempo, alberga un porcentaje no desdeñable de obras estimables que no encuentran difusión (ni apenas lectores), ni llegan a las mesas de los críticos (y a duras penas a las de novedades de las librerías), ni son reseñadas por esos mismos periódicos que publican las listas de los mejores libros al final del año. Son literatura callada, escondida, casi secreta: libros a los que ser publicados no libra de ser inéditos. Todos los lectores frecuentes hemos tenido en alguna ocasión la experiencia de descubrir, en una colección periférica, en un sello desconocido, en un pueblo remoto o una capital de provincia despoblada, un libro excelente, quizá de un autor que reputábamos secundario o que nos era desconocido. Ese archipiélago de títulos de gran calidad, pero huérfanos de medios, sin caja de resonancia, víctimas de las limitaciones (o las injusticias) del mercado editorial –el imperio de los poderosos, la distribución deficiente, las librerías saturadas, la incuria de los críticos, la inercia de los lectores, la falta de ayudas públicas–, nunca llegará a las listas: solo a la sensibilidad del puñado de lectores que, muchas veces por azar, han alcanzado a tenerlos en las manos. Y ahí, en esa sensibilidad, en ese recuerdo –y en los que puedan alcanzar, por medios igualmente fortuitos, en el futuro–, deberán esperar el reconocimiento a que los hace acreedores su calidad. Cernuda decía que él escribía para los lectores del futuro. Yo más bien diría que también hay que escribir para los lectores del futuro, pero que no cabe despreciar a los presentes: los presentes son el oxígeno que alimenta la creación, el fulminante que la hace detonar. Pero, es verdad, la mirada del escritor tiene que sobreponerse al horizonte cotidiano, tiene que trascender las circunstancias inmediatas. Esa proyección temporal, ese diálogo que se propone a las generaciones venideras, a un mundo distinto que en la obra solo puede estar esbozado, o intuido, o vislumbrado, es el que sabemos ausente de muchísimos productos de la industria editorial y sospechamos asimismo ausente de no pocos de los libros incluidos en estas listas de fin de curso. Da una melancolía infinita repasar los elegidos en años anteriores –cuanto más atrás se va uno, más melancólico se pone– y constatar que casi todos se han desvanecido en el polvo de la irrelevancia, que casi todos son solo espectros que ya solo se materializan en los mercadillos de libros de segunda mano, en cajones cenicientos donde conviven (o conmueren) con zurullos de celebridades televisivas o bazofia autopublicada. En la lista de 2018 de El País, el ganador ha sido Ordesa, de Manuel Vilas. No lo he leído. Tampoco leí Patria, de Fernando Aramburu (que fue el segundo mejor libro de 2016 para este mismo medio, tras Lucía Berlin, que hogaño ha ganado la medalla de bronce). Los fenómenos multitudinarios me echan para atrás. Un defecto mío, supongo. Desconfío de las aclamaciones, las entronizaciones y las unanimidades. Si gusta a tanta gente, no puede ser bueno, pienso. Probablemente esté equivocado, pero no puedo evitarlo. De los 50 elegidos (que no están separados por géneros ni por nacionalidades), vale la pena reparar en algunas cosas. La primera, la predominancia de los autores en otras lenguas: 33 (la gran mayoría, traducidos del inglés) frente a 17 que escriben en castellano (14 españoles y 3 hispanoamericanos). Llevo tiempo luchando sordamente con esta predilección por las literaturas foráneas (que, curiosamente, no implica ningún reconocimiento a los traductores que la hacen posible: la lista de El País no elige las mejores traducciones, aunque pueda sostenerse que la Comedia de Dante y los Cantos de Pound aparecen entre los 50 no, obviamente, por su novedad, sino por sus versiones), cuando hay muchos más libros de autores españoles que los que recoge esta selección, que merecen recibir el aplauso público y ser conocidos por los lectores. No discuto la importancia de lo que se escribe fuera de nuestras fronteras (y dentro, en las demás literaturas peninsulares), ni la conveniencia de leerlo, ni la posibilidad de disfrutarlo, pero sí sospecho de un cierto papanatismo, propio de las sociedades subordinadas, que lleva a considerar más valioso lo que viene de fuera, por el solo hecho de venir de fuera (y haber sido traducido, aunque por el traductor casi nadie dé una higa), que lo que tenemos dentro. En los países de los que llegan esos libros, los culturalmente poderosos, pasa lo contrario: prevalece lo hecho allí (por algo son poderosos); lo ajeno es secundario (y lo español, un exotismo, una microscopía, una rareza). Incluso en ámbitos lingüística y literariamente más próximos, como los países hispanoamericanos, España es también prescindible (salvo sus editoriales, codiciadas por todo escritor transatlántico). Pero yo nunca he leído (ni escuchado) tanta porquería como en Sudamérica. Somos un país intelectualmente dominado, es cierto. Pero deberíamos ser conscientes de ello y no dejar que la dominación o el desprecio fueran absolutos. Y una forma de rebelarse es dar más importancia a eso, no diré propio, pero sí cercano, que permanece oculto, en penumbra, arrinconado. Otro rasgo que me ha llamado la atención de "Los 50 libros del año" es la escasez de libros de poesía, solo 7 (y solo dos de autores españoles), pero no sé por qué me sorprendo: así sucede siempre: la poesía es un reducto, cuando no un residuo. Celebro, no obstante, que entre ellos se cuente, como ya he avanzado, la traducción de la Comedia de Dante, hecha por José María Micó, un excelente poeta (menos reconocido de lo que debería) y traductor, como este trabajo confirma, y uno de nuestros mejores filólogos. La selección de El País tampoco alcanza a equilibrar el número de hombres y mujeres, aunque haya mejorado mucho la presencia femenina: 30 y 20, respectivamente. No obstante, cabría preguntarse si ese propósito, en caso de existir, es realmente deseable, si tiene algo que ver con la calidad literaria. Nunca he reparado en el sexo del autor para leer o juzgar un libro, y no le habría dado importancia a que hubiese habido una mayoría de mujeres en la lista, como no se la doy tampoco al hecho de que en la que estoy analizando haya 10 varones más. Las editoriales predilectas son también las acostumbradas: Anagrama y Seix Barral, cada una con cuatro títulos, y Tusquets y Taurus, con tres. Esta última, especializada en ensayo en un país que lee poco ensayo, es, de hecho, la única que podría considerarse una sorpresa. Pero para determinar la solvencia o razonabilidad de estas listas, como en los premios literarios, siempre hay que mirar quién compone el jurado. En este abundan los miembros jóvenes y faltan, por razones que se me escapan, varios de los críticos habituales en las páginas de Babelia, como Manuel Rico y Antonio Ortega. Pero aquí sí hay paridad: 20 hombres y 20 mujeres, y está muy bien: si en algún lugar ha de haberla, es aquí: es el equilibrio en la mirada del juzgador lo que garantiza la imparcialidad. Por último, me sorprende que entre los 50 títulos no figuren dos ensayos: La hoguera de los inocentes, de Eugenio Fuentes, uno de los mejores escritores extremeños (y españoles) actuales, y el magno e inteligente Teoría general de la basura, de Agustín Fernández Mallo. Este quizá se haya quedado fuera por algo tan corriente, pero tan lamentable, como haber aparecido a finales de año. Lo que ve la luz en los últimos dos meses del ejercicio rara vez entra en la consideración de los críticos: no les da tiempo a leerlo y, a menudo, ni siquiera a conocerlo. Una limitación más de estas listas tan limitadas.
Te confieso que me dan mucha pereza estas listas, como los resúmenes en la tele y en la radio. Yo creo que es porque me hago vieja, pero también porque me aburre ver cada semana una lista del tipo: "libros que hay que leer antes de los 20/30/40", "libros que hay que leer si eres madre/padre", "libros que no debes perderte si amas la música", "los mejores libros para leer si estás enamorada/embarazada/estresada/mal pagada o malotracosa". Todas las semanas, un par de recetarios, como si los libros pudieran prescribirse o, peor, como si la gente que lee necesitara un vademécum literario. Como si no hubiera libreros, bibliotecas o iniciativa en un adulto lector. En fin, "n'importe quoi".
ResponderEliminarLástima, como dices, de los libros sin escaparate, de los lectores que no podrán mirarse en esos espejos, siendo tal vez los que con mejor luz construirían su imagen.
Injusto, muy injusto la oscuridad de los traductores. Yo sería mucho más pobre hoy sin Marian Ochoa, sin Cărtărescu.
Besos.
Estamos en la fiesta del consumo por antonomasia: La Navidad.Por desgracia,la literatura también ha entrado de cabeza en este sinsentido.Si realmente recomendaran los libros para incentivar la lectura, no estaría mal, pero me temo que su único afán es que nos gastemos el dinero, aunque el libro, después de quitarle el papel de regalo que lo envuelve,vaya a parar, en el mejor de los casos,en una librería particular muriéndose de pena y sin un triste apunte entre sus páginas.
ResponderEliminarDe los casi anónimos traductores...,todo lo has dicho tú. En fin, como dice Gema, me estaré haciendo vieja, vieja y cansada de las sandeces que tengo que seguir oyendo día tras día .
Buena lectura.Besos.