domingo, 20 de enero de 2019

Una lectura en el IES Sierra de Guadarrama

Voy hoy a Madrid, invitado a leer poemas en el Instituto de Enseñanza Secundaria Sierra de Guadarrama, de Soto del Real. Debo la invitación a mi buen amigo Juan Luis Calbarro, que trabaja allí como profesor de lengua y literatura. La invitación se enmarca en un programa de fomento de la lectura del Ministerio de Cultura, en el que ya he participado en otras ocasiones, gracias igualmente a otros amigos poetas y profesores. El programa, no obstante, es austero: solo cubre el viaje del autor. El alojamiento se lo ha de procurar uno. Por suerte, y no es ironía, en Madrid vive mi suegra, y me quedaré en su casa. He dudado de si ir a la capital en avión o en tren. El primero, asombrosamente, es más barato, pero también mucho más incómodo: la diferencia de precio no compensa la incomodidad, y opto por el AVE. Pero el ferrocarril, por moderno que sea, también tiene sus inconvenientes, como que se siente a tu lado un dinámico ejecutivo, de esos que trabajan para una importante multinacional de cualquier tontería y se pasan la semana yendo de la capital a provincias, y decida aprovechar las horas de tren para despachar trascendentales asuntos de negocios. Estos hombres son profesionales responsables y afrontan sus obligaciones con dedicación plena y rigor ejemplar. El que me ha tocado en suerte a mí desenfunda el móvil, que maneja con tal soltura que parece una prolongación natural de la mano, y empieza a apretar botones. La cháchara, tan incomprensible como vacua, se ve jalonada a menudo por un "¿me escuchas?". Pero digo yo que su interlocutor lo estará escuchando; lo que pasa es que no lo oye. De las mujeres con las que habla se despide con un jovial "¡que seas feliz!"; de los hombres, con un aséptico y escasamente promisorio "¡hasta luego!". Para mi desesperación, mi otro vecino, al otro lado del pasillo, aunque no luce pinta de ejecutivo, pero tiene alarmantemente encendido un portátil en cuya pantalla no dejan de aparecer tablas alfanuméricas, decide blandir asimismo su telefonino y propinar a todo el vagón una minuciosa charla sobre componentes del automóvil. Procuro aislarme con la música que escucho por los auriculares que ha repartido el azafato de RENFE y la lectura de Instrumental, el sobrecogedor libro de James Rhodes, pero las voces mercantiles y automovilísticas de mis putos vecinos se me infiltran en el cerebro como gusanos insidiosos, o como virus. Por suerte, alabado sea el Hacedor, el primero decide hacer una pausa en su jornada de trabajo, apaga el móvil (aunque no lo suelta), saca de un bolsillo interior una cajita con tapones para los oídos, se pone dos, se recuesta en la ventanilla y se queda dormido con la boca abierta. Siempre me ha admirado esta capacidad que tiene la gente para dormirse en cualquier parte. Yo no soy capaz de hacerlo en casi ninguna, y mucho menos en los inclementes espacios de los medios de transporte, que en los autobuses y los aviones no son asientos, sino féretros. Este ejecutivillo, además, lo ha hecho ipso facto. Y no ronca. Tampoco pugna por el reposabrazos, el objetivo de peleas épicas pero silenciosas en trenes y aviones, ni practica el manspreading, esa lamentable costumbre masculina, denunciada por las feministas más puntillosas, consistente en abrirse de piernas cuando están sentados e invadir con ellas el espacio que corresponde a sus vecinos. (Vi hace poco un vídeo en Internet, en el que una activista rusa se dedicaba a recorrer el metro de Moscú, armada con una botella de agua con lejía, para derramar el corrosivo líquido en entrepierna de los que se despatarraran. Afortunadamente, no utilizaba ácido sulfúrico). En realidad, y salvo por la pulsión telefónica, este ejecutivo es bastante llevadero: discreto y recogido; ni siquiera se tira pedos. El del otro lado del pasillo, en cambio, continúa con sus palimpsestos de excel y su parloteo automotor. Me voy un rato a la cafetería, a descansar del soniquete. Allí me tomo un té, que me resulta dulzón tiene poca agua para el sobrecito de sacarina que le he echado, y hojeo la prensa. En La Razón, el rotativo cómico, descubro un compungido artículo sobre la persecución de los cristianos en el mundo. No me sorprende comprobar que donde peor lo pasan es en los países árabes (aunque sí que los acosen en México, un país, para su desgracia, profundamente católico). Ni la violencia ni la venganza son nunca encomiables, pero pienso que, a lo mejor, el hecho de que, después de siglos de ser la opresora, con una brutalidad que hace que los yihadistas parezcan críos de teta, la Iglesia pruebe ahora su propia medicina y sea la oprimida, podría enseñarle algo. Cuando vuelvo a mi asiento, los dos ejecutivos están callados: uno sigue dormido, y el otro está absorbido por la fascinante manipulación de sus jeroglíficos de números. Ya en Madrid, llego al IES Sierra de Guadarrama en autobús (que tampoco paga el Ministerio). Va casi vacío. Soto del Real está a 40 kilómetros, que se me pasan deprisa. El norte de la comunidad de Madrid es un lugar fantástico y sorprendentemente desconocido, incluso para los propios madrileños. Los paisajes, enturbiados hoy por el día frío y gris, reúnen la sobriedad castellana y cierta exuberancia mediterránea. Y la calidad de la luz es única: una luz metálica y viva, exacta, explosiva. La lectura no se hace en el Instituto, sino en el Centro de Artes y Turismo, del ayuntamiento de Soto, muy cercano, no obstante, al Sierra de Guadarrama. Me agrada la bienvenida que me da el edificio: en la fachada se lee un gigantesco CAT. El patio de butacas es casi una pared de butacas: han recuperado la disposición grecolatina de los teatros, con gradas muy elevadas con respecto al escenario. Los chicos, como casi todo el público del mundo, se sientan atrás y dejan las primeras filas vacías. No saben lo descorazonador que es para cualquier conferenciante encontrar ese espacio sin nadie frente a sí, y cuánto se agradece la calidez que proporciona que esas filas más cercanas estén ocupadas. Se lo recuerdo al principio de mi intervención, pero nadie se mueve para llenarlas. Quizá podría yo abandonar el lugar al que me condena la lectura, detrás de la mesa dispuesta en el centro del escenario, y acercarme a las butacas, o incluso pasearme por los pasillos laterales, mientras recito, pero sé de mi torpeza y me aterra tropezar con algún cable, golpearme con una silla o haberme dejado la bragueta abierta. Leo, pues, a una cierta distancia de los alumnos, pero enseguida percibo que hemos establecido una buena conexión. Estas cosas se notan: por el rabillo del ojo advertimos si el lenguaje corporal, si la textura del silencio de quienes nos escuchan (ahora sí: que nos escuchan; confío en que no solo nos oigan), transmite cercanía, comunicación, o desinterés o incluso disgusto. Pero estos son buenos estudiantes. Apenas hay cuchicheos y ninguna interrupción. La tensión en las miradas parece indicar que voy por el buen camino: que les digo cosas que les interesan. Procuro graduar los textos: empezar con cosas relativamente sencillas, como unos haikus y algún poema estrófico una décima, un soneto; no me atrevo con ellos con una sextina soez, aunque estoy bastante seguro de que la aceptarían con placer, y nunca mejor dicho, y voy creciendo hasta los poemas en prosa más extensos y acaso complejos. Cuando llega el turno de preguntas, hay muchas, y casi todos las empiezan con un "¡hola!" que me relaja y al que contesto con otro. Las intervenciones son previsibles pero amables y, en algunos casos, perspicaces. Un alumno dice, por ejemplo, que ha notado mi tendencia a juntar un sustantivo y un adjetivo contradictorios, y que le gustaría saber por qué reúno así las palabras. Le hablo de la voluntad de fusión de reconciliación que toda paradoja supone, y de cómo esa momentánea fusión me consuela de la ruptura que supone estar vivo y tener que morir. Temo que el asunto de la muerte y la insistencia en ella de mi poesía les confunda o disguste, pero es lo contrario: los adolescentes suelen sentir curiosidad por ella, aunque sea una curiosidad, por suerte para ellos, antes científica que existencial. Acabado el acto en el que me han acompañado Juan Luis; Esteban, el director del Instituto; la encantadora Begoña, jefa del departamento; Sofía y María, compañeras de Juan Luis y Begoña; Sonia, profesora de inglés; y, al principio, hasta que ha tenido que marcharse, Manuel Román, concejal de cultura del ayuntamiento de Soto del Real y, según he sabido luego, creador de los Lunnis y ganador de un premio Goya en 2004, una alumna se me acerca por su cuenta y me hace varias preguntas, relacionadas con el tema de la muerte, que no ha querido formular en público. Y entiendo por qué. Le contesto con sinceridad, como le contestaría a un amigo, y ella me mira con sinceridad, también, me parece, como miraría a un amigo. Intuyo que es una persona especial, muy madura para su edad, con una poderosa vida interior, quizá demasiado poderosa. Percibo por un momento la conexión que antes he establecido con todos vigorosamente establecida ahora con ella, más allá del acto literario. Volvemos todos al Instituto, y yo espero a Juan, al que le queda una clase para acabar la jornada, en la cafetería del centro, donde me asesto un pincho de tortilla inenarrable. Charlo allí también un buen rato con Begoña, que me habla con pasión de los paisajes que ha descubierto en esta zona de la comunidad. Luego, cansado por la lectura los actos públicos me agotan, pero fortificado por el pincho y la conversación con Begoña, acompaño a Juan a comer en el restaurante "La casa vieja", donde acabo de recuperar fuerzas con unos raviolis excelentes y un pollo con hierbas muy fino. La tarta tatin de manzana, sin embargo, desmerece: está poco hecha y aún menos cuajada. Pero el orujo a cuenta de la casa con que rematamos la colación nos permite recuperar el tono y salir satisfechos del establecimiento. Juan me devuelve en coche a Madrid en un punto de cuyo recorrido diviso la cárcel de Soto del Real, esa prisión VIP que, vista desde lejos, se diría un aeropuerto (la torre de vigilancia parece una torre de control, y los módulos semejan hangares) y en la que purgan o han purgado sus culpas algunos de los mayores chorizos del país, desde Luis Bárcenas hasta Rodrigo Rato, pasando por Mario Conde e Ignacio González y unos cuantos paisanos míos: Sandro Rosell, Jordi Pujol Prenafeta, Macià Alavedra y los Jordis indepes: Sànchez y Cuixart y desde la casa de mi suegra voy en taxi a Atocha, donde he de coger otra vez el AVE. El taxista, calvo y muy gordo, decide que me interesa saber que los taxistas de Madrid van a ir pronto a la huelga para protestar contra las compañías de vehículos con conductor, y me explica con detalle sus reivindicaciones y las innumerables e incalificables tropelías que cometen esos piratas, y que les están quitando el pan a sus hijos. Lo hace mientras escucha la COPE, donde alguien está insultando a otro alguien, y él mismo saca de vez en cuando la cabeza por la ventanilla para injuriar a otros conductores, incluyendo y esto no lo oía yo desde los tiempos de los Reyes Católicos a una mujer por ser mujer y estar al volante. La civilización de este hombre me aconseja no confesarle que en España no he utilizado nunca Uber ni Cabify, pero sí en Inglaterra, donde funcionan de maravilla: son rápidos, eficaces, pulcros, educados, tienen los coches limpios, no insultan, no echan espumarajos por la boca, no te dan vueltas, no escuchan basura episcopal por la radio, no conducen como maníacos y siempre sabes lo que vas a pagar. Después de este taxista, espero al menos que esta vez en el tren no haya ejecutivos entregados a su trabajo a mi alrededor. 

3 comentarios:

  1. El otro día me enteré de que existe un "vagón del silencio" en el AVE, en el que está prohibido hablar por teléfono. La gente puede reflexionar, echar una cabezada, leer a Rhodes sin tener que soportar la tabarra de los que se creen que sus asuntos son más importantes que la tranquilidad del resto. Lo sorprendente, en realidad, es que no sea al revés: un único "vagón del ruido", donde concentren a todos los brasas, como aquella pecera para fumadores de los aeropuertos.

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  2. Cómo nos gusta a los profes que sean los poetas quienes hablen con los muchachos de poesía y de todo lo que sucede antes, durante y en torno a ella. Nos miran después de otra manera. Lo que sucede en ese rato da luego pie a muchas preguntas y comentarios en el aula (¡la sextina soez daría para un trimestre!). La poesía pierde por un tiempo su sabor a libro de texto, tiene ojos, boca y manos, tiene un nombre y, sobre todo, tiene una voz, no una prestada, sino la de quien la entonó desde el mismísimo silencio.

    Un abrazo.

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