Hoy visitamos el Museo Judío de Mánchester. La comunidad judía ha sido tradicionalmente importante en esta región (aunque, en la actualidad, 250.000 judíos de los 350.000 que viven en la Gran Bretaña residen en Londres) y nos apetece conocer algo más de sus circunstancias y su historia. Enfilamos por la Chetham Hill Road, una calle fea, llena de almacenes, talleres mecánicos y solares sin destino discernible, en cuyo número 198 se encuentra el museo, y nos cruzamos, poco antes de llegar, con la iglesia de San Chad, el templo católico más importante de Mánchester, erigido, en estilo neogótico, a mediados del s. XIX. Como Ángeles y yo somos constitutivamente incapaces de pasar por una iglesia sin visitarla, flanqueamos el coqueto cementerio que le sirve de jardín y entramos en ella. Pero no podemos pasearnos a nuestras anchas, porque es hora de misa. Yo me doy la vuelta institivamente para salir, pero Ángeles me pide que nos quedemos —"cinco minutos", atenúa—. Hay tres buenas razones para irme: primera, soy ateo; segunda, soy antirreligioso; y tercero, habiendo sido alumno de un colegio de curas once años, ya me he chupado suficientes misas como para, a pesar de las razones primera y segunda, haberme ganado con creces el cielo. Pero aún hay una razón mejor para quedarme: Ángeles quiere que me quede. Así que me quedo. Nos sentamos en un rincón de la última fila y disfrutamos del espectáculo. (Ángeles aprovecha también para persignarse un poco). La iglesia es elegante, suena un hermoso canto gregoriano —que no parece enlatado, aunque no vemos el coro— y el cura combina el queen's English con un notable sentido musical, que le permite entonar armoniosamente los salmos que lee. El sacerdote, además, se ha subido al púlpito para cantarlos y sahumarnos con incienso. Los rayos de sol que se filtran por las vidrieras iluminan el estrado y otorgan al misacantano, nimbado por las volutas del incienso, un aura sobrenatural. Pese a la impactante imagen, los oficios religiosos me dan sueño, y este no es una excepción. En las rarísimas ocasiones en que asisto a uno, no puedo evitar recordar el inmortal sketch de míster Bean en la iglesia anglicana, más aún, no puedo evitar sentirme como míster Bean, aunque no lleve caramelos en el bolsillo. Por eso suelo marcharme antes de que el sermón surta su efecto narcótico y me deje en evidencia ante la feligresía. Así lo hago también hoy, arrastrando a Ángeles. Muy poco más allá, llegamos al Museo Judío, que ocupa la sinagoga española y portuguesa, construida en 1874 por un arquitecto de origen sefardí, Edward Salomons, que la llenó de arcos moriscos y, como indica la cartela de entrada, "motivos sarracenos". El templo atendía a las necesidades espirituales de una comunidad judía muy numerosa en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, atraída por las necesidades fabriles y financieras de una región industriosa. En esa comunidad había personajes relevantes, como el primer presidente del Estado de Israel, Chaim Weizmann, que vivió en Mánchester entre 1904 y 1917. Visitamos primero la planta de la sinagoga, de la mano de una solícita voluntaria —judía, claro— que nos aclara numerosos conceptos de la religión y la cultura hebreas. La sinagoga, nos cuenta, está orientada ("más o menos", matiza) hacia Jerusalén, igual que las mezquitas apuntan a La Meca. (Pienso que las sedes católicas no se construyen hacia Roma ni hacia ningún lado, y me pregunto el porqué de esta desorientación geoteológica). Se divide en una planta principal y un anfiteatro (aunque no estoy seguro de que sea esta la palabra que utiliza, que me suena irreverente, por teatral, para referirse a una misa), reservado para las mujeres. La razón por la que se las separaba, prosigue, era para que su presencia —es decir, sus cuerpos— no distrajera a los fieles. Es, de nuevo, el mismo motivo por el que hombres y mujeres se mantienen también separados en las mezquitas (y, hace mucho tiempo, en las iglesias). La guía nos enseña el arca (hekhal) en la que se guardan las torás, hechas de pergamino, los objetos más sagrados de la sinagoga. Son tan sagrados que los dedos humanos no pueden tocarlos: se guardan en bolsas o cajas de metal o de madera y, cuando se leen, quienes lo hacen siguen las líneas con un puntero rematado por una manita con un dedo extendido. Encima del arca lucen las tablas de la ley, con los diez mandamientos; encima de estos, la luz eterna (ner tamid), que simboliza el fuego que se mantenía siempre encendido en el Templo de Jerusalén; y encima de todo, una enorme vidriera con una menorah, o candelabro de siete brazos, en el que consta inscrito el salmo 67, ese, hermoso como todos los salmos, que reza, en la versión de Reina-Valera: "Dios tenga misericordia de nosotros, y nos bendiga; haga resplandecer su rostro sobre nosotros; Selah. Para que sea conocido en la tierra tu camino, en todas las naciones tu salvación. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra; Selah. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben...". Ni en esta ni en ninguna otra vidriera del templo hay figuras humanas. En una nueva coincidencia con el islam, la representación humana está prohibida, aunque solo allí donde haya hebreo escrito. Nos acercamos a continuación a la tebah, el estrado en el que se lee la Torá. Y vaya si se lee: todos los años de principio a fin, a razón de un fragmento cada semana (y tiene 52, como semanas el año). El judaísmo es una de las tres religiones del Libro (y la más pequeña de ellas en número de fieles), pero, sin duda, la que más atiende a su condición de libro: de palabra que ha de ser dicha, meditada y debatida, y vuelta a decir, a meditar y a debatir. Al pie de la tebah se exponen, entre otros objetos, mezuzahs (que deberían estar a la entrada de todas las habitaciones de la casa, menos el baño, pero que suelen reservarse para la entrada principal), tefillins (esas cajitas negras que los ortodoxos se ponen en la frente y el brazo, que contienen fragmentos de la Torá, y que tanto se parecen a un tintero) y las fajas y chales que visten los hombres en los oficios, cuyos flecos representan las nada menos que 613 leyes que los judíos deben respetar, si quieren que el Mesías vuelva. La prescripción es terrible: Dios solo regresará al mundo si todos los hijos de Israel las cumplen sin tacha. De estas leyes, la amable guía se preocupa por explicarnos algunas de las referidas a la comida. El régimen kosher es muy estricto y está lleno de prohibiciones: los judíos, por ejemplo, no pueden mezclar carne y leche, ni comer marisco, ni carne de animales que no tengan más de un estómago y la pezuña hendida, ni insectos (menos cuatro tipos de langostas): así, los ultraortodoxos ni siquiera comen espárragos, porque no pueden estar seguros de que no escondan insectos. La lista de restricciones es pintoresca e interminable. Siempre me he preguntado qué tendrán que ver todos estos ritos, gastronómicos o de cualquier otra naturaleza, con la existencia de Dios o su gobierno en la Tierra; qué relación guarda mezclar la carne y el queso con hacer el bien, o practicar la compasión, o salvarse o condenarse. Le pregunto a la guía qué pasaría si un judío vulnerase alguna norma kosher, si se zampara una hamburguesa con queso, por ejemplo. La mujer, azorada, no me da una respuesta clara. Dice que el judío infractor sufriría mucho —sí, eso puedo imaginármelo— y que iría corriendo a hablar con su rabino, aunque no especifica cuál sería el cometido de este: ¿amonestarlo?, ¿castigarlo?, ¿hacerle prometer no volver a hacerlo?, ¿perdonarlo? Porque ¿cómo quitarle a alguien de encima la abrumadora culpa de ser el responsable, por haberse comido una hamburguesa con queso, de que el Mesías no vuelva a la Tierra? Los judíos carecen del utilísimo sacramento de la confesión, y eso debe de causarles, en momentos de tribulación, una angustia indecible. Los católicos, en cambio, lo tienen fácil: se lo cuentan a su rabino, que es el cura, y este, pronunciando unas palabras mágicas, los absuelve de todo mal: así se quedan tranquilos y ya pueden volver a pecar. Es muy práctico, y no entiendo cómo una institución tan ventajosa no se ha extendido a los demás credos del mundo. Acabada la visita a la sinagoga propiamente dicha, subimos al primer piso (a las galerías que antes ocupaban las mujeres) y vemos los textos, fotografías y objetos cotidianos que dan cuenta de la vida de la comunidad judía mancuniana a lo largo de los siglos. Es de agradecer que uno de los primeros datos que se nos proporcione sobre la historia de los hebreos en Inglaterra sea que el rey Eduardo I los expulsó de su reino en 1290, dos siglos antes de que los Reyes Católicos hicieran lo propio con sus israelitas. Casi todos los países europeos han perseguido, matado y expulsado a los judíos a lo largo de los siglos, a menudo con más encono y crueldad que Sefarad, pero, curiosamente, es España la que carga con el sambenito de la Inquisición y el peor antisemitismo, que, si bien fueron ciertos, no fueron peores que los de sus vecinos continentales, donde se cometieron tropelías incalificables. El póster también informa de que los judíos fueron acogidos de nuevo en Inglaterra por Oliver Cromwell en 1656, pero no por un imperativo ético, sino por el acreditado pragmatismo inglés: el astuto Cromwell se dio cuenta de que con ellos mejorarían sus relaciones comerciales con las demás naciones, y mejorar las relaciones comerciales es algo que siempre ha estado bien visto en Inglaterra (hasta el Bréxit). Dos detalles nos llaman la atención en la galería. En una foto de una fiesta judía de los años 20 del siglo pasado, vemos a uno de los invitados abrazar a la vez a dos mujeres, a cada una de las cuales les pone una mano en el pecho. Se conoce que las fiestas judías de los años 20 del siglo pasado eran la repera. Y en la baranda que nos protege de caer, observamos una pieza de metal distinta de todas las demás. Otra ficha nos entera de que el error es deliberado, para recordar a los feligreses que solo Dios puede crear la perfección. Salimos de la sinagoga con hambre, pero no tenemos ninguna intención de buscar un establecimiento kosher. Damos, a escasos doscientos metros, con un restaurante iraní, es decir, musulmán. La comida iraní es comida mediterránea, y eso es siempre una garantía, sobre todo en los países del Norte, donde la tendencia es a atiborrarse de féculas, hidratos de carbono y grasas animales. Entramos, pues, y honramos así, sutilmente, a la tercera religión del Libro. Aquí también tienen prohibiciones: para mi desesperación, no hay cerveza. Pero el agua con yogur y menta que pedimos está deliciosa, y el abgusht que nos atizamos resucitaría a un muerto. De hecho, salimos resucitados.
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