sábado, 13 de abril de 2019

Motown

No he ido nunca a un musical. Y no he ido porque no me gustan los musicales, excepto Cantando bajo la lluvia, West Side Story y Víctor o Victoria (que no es, técnicamente, un musical, aunque se le parece bastante). Más aún: se me hacen incomprensibles y ridículos, sobre todo cuando los protagonizan indios de bollybood. Que actores serios abandonen el desarrollo de la historia que están interpretando y prorrumpan en cánticos y brincos, acompañados en el desafuero por docenas, o incluso cientos, de bailarines que se retuercen de improviso y sin razón discernible en el escenario, se me antoja un uso inmoderado de la libertad creativa. Pero Ángeles se prendó de ellos en Londres, donde asistió a varios —con gran placer, se conoce—, y está empeñada en que asistamos a uno, aquí en Mánchester. Salimos, pues, a ver Motown, el espectáculo que ha elegido (y para el que ha comprado entradas —carísimas: 72,5 librazas por barba— con gran antelación: se agotan con meses de adelanto), en la Opera House de la ciudad. Y, cuando lo hacemos, llueve. Bueno, no solo llueve: también sopla un viento que no tiene nada que envidiarle a una ventisca groenlandesa. La combinación es letal. Pero el mayor peligro de la lluvia no viene de arriba, sino de abajo: sorprendentemente, el sistema de drenaje de las calles de Mánchester no es bueno, y los charcos se suceden hasta formar estanques semejantes a las marismas del Guadalquivir. La posibilidad, pues, de que un coche pise uno y te deje como recién salido de la ducha mientras esperas a cruzar un semáforo o, simplemente, vas por la acera, es muy grande; y algunos automovilistas, cuando ven un charco prometedor y que esperas a cruzar un semáforo o vas por la acera, aceleran. Y es que los charcos los carga el diablo. Por otra parte, muchas baldosas del suelo mancuniano están tan flojas como las perspectivas electorales de Podemos, así que, de nuevo, la posibilidad de que pises una losa suelta y hundas el pie en un aguazal subterráneo es tan alta como la de ser regado por un coche. Me anega la melancolía cuando pienso que he abandonado un fin de semana en Barcelona con temperaturas previstas de veintipico grados para sumergirme en este espanto helado. De todo esto parecen avisarnos los gansos que viven en el canal que rodea nuestra casa, que graznan con desesperación. Comemos en el Wahaca, un restaurante mexicano atendido por camareras españolas. En realidad, solo como yo: Ángeles ha pedido un ceviche, que resulta ser un lanzallamas. Lo deja al tercer bocado, con la boca abrasada. Hemos de pedir, de urgencia, una jarra de agua, un vaso de leche y un helado de cualquier cosa para sofocar el incendio. Por lo que vemos (y, sobre todo, por lo que sentimos), en el Wahaca se toman muy en serio lo de hacer comida mexicana, aunque las camareras sean españolas. Mi ensalada de Sonora está rica, pero mi atención se ve distraída por dos factores (y no me gusta que sea así: a mí me gusta concentrarme en lo que como): la fogata que se le ha declarado a Ángeles en las entrañas y la opulenta joven que está almorzando en la mesa de al lado, vestida de negro riguroso, pero de piel muy blanca, que luce, con una generosidad rayana en el derroche, por la parte del pecho. Cuando llegamos a la Opera House, la lluvia arrecia y hay una cola para entrar parecida a las que se forman en Caracas para comprar papel higiénico o un litro de leche. De nuevo, las circunstancias se alían para que la situación sea trágica. Allí nos ponemos todos: en la cola y bajo la lluvia, pero, mientras la lluvia cae con creciente rapidez, la cola avanza con exasperante lentitud. No obstante, una cola en  Gran Bretaña es sagrada: antes se desmoronarán los astros, antes cancelará el Mesías su nueva venida, antes Nigel Farage abjurará de su fe antieuropea y abrazará la causa de Bruselas, antes Mourinho pronunciará una palabra amable o Pablo Casado una palabra inteligente que se vulnerará el orden de una cola. Así que todos esperamos, con británico estoicismo, calados y callados, a que nos llegue el feliz momento de entrar en el teatro, o, por lo menos, de guarecernos bajo su historiada marquesina. Encuentro un raro consuelo —o acaso un ejemplo a seguir— en la contemplación de los no pocos aborígenes que pasan despacio junto a nosotros, sin preocuparse por protegerse de la lluvia, completamente empapados. Ellos aceptan con naturalidad su destino, y el destino de un mancuniano es mojarse. A paso de quelonio, llegamos por fin a la puerta de acceso, donde comprueban nuestras entradas y nuestros bolsos. Y entendemos que esta era una de las razones por las que avanzábamos tan despacio: el ujier ejerce asimismo de segurata. Otra, y fundamental, es el gentío presente: medio Mánchester debe de estar aquí. El bar está atiborrado, la cola para dejar la ropa en la consigna es casi tan larga como la que todavía hay en la calle para entrar, y en los baños, que son minúsculos, y donde también los hombres hemos de hacer cola, meamos todos muy pegaditos, a los lados y por detrás, lo que no deja de ser inquietante. Superados todos los obstáculos, accedemos a nuestros asientos de platea. Como era de esperar, son muy estrechos: el edificio data de 1912 y entonces no se estilaban los asientos amplios, aunque no dejo de preguntarme cómo lleva tanto tiempo soportando estas butacas para pigmeos un pueblo como el inglés, de individuos grandotes. Por suerte, y a pesar de la multitudinaria asistencia, los asientos vecinos, tanto del lado de Ángeles como del mío, se quedan sin ocupar, de forma que podemos disfrutar de un poco más de espacio para dejar los abrigos, las bufandas, los paraguas, el bolso que ha sido registrado y los zapatos (que me quito yo, como siempre) y estirar las piernas. Observamos que, con una de las raras licencias que se conceden en Inglaterra y no en España, se puede entrar con bebida en la platea, y muchas personas se acompañan de su pinta de cerveza en vaso de plástico mientras disfrutan del espectáculo. Motown cuenta la historia de Berry Gordy y la compañía discográfica que fundó, Motown Records, que lanzó a la fama a los principales cantantes pop de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX, entre los que figuran, entre otros, Diana Ross y las Supremes, Stevie Wonder y los Jackson Five, con Michael Jackson, el pederasta, de niño, a la cabeza. Gordy y Motown promovieron la música negra para apoyar a los artistas de color, pero también para darla a conocer y para que fuese apreciada entre los blancos. De hecho, algunas de las primeras imágenes que se proyectan en el musical corresponden al histórico combate entre Joe Louis, negro, y Max Schmeling, blanco y alemán, por el campeonato del mundo de los pesos pesados en 1938, en Nueva York, en el que Louis, tras haber sido derrotado por Schmeling dos años antes, arrasó al teutón en el primer asalto, tras propinarle 41 golpes en menos de dos minutos (y encajar solo dos), romperle varias costillas y enviarlo 10 días al hospital: fue la primera gran victoria planetaria de un negro contra un blanco, al que además se veía como representante de un régimen que aspiraba a destruir a los negros. Casi todos los miembros de la compañía del musical son, consecuentemente, afroamericanos, y el trasfondo de las luchas raciales en los Estados Unidos de su época sigue presente durante todo el espectáculo. En lo musical y artístico, Motown funciona de maravilla: las voces son magníficas, y las dotes interpretativas de los cantantes no desmerecen de ellas; las coreografías resultan dinámicas y divertidas; y la escenografía nos transporta persuasivamente, mediante imágenes y cambios de decorado bien integrados en el devenir de la trama, a ciudades, lugares y escenarios de todo el mundo. A un ritmo trepidante, sin pausas que hagan decaer la atención, desfilan los principales hits de Motown: My Girl, What's Going on, Dancing in the Street, I Heard it Through the Grapevine y Ain't No Mountain High Enough, entre muchas otras, y el público las celebra con ovaciones y vítores, e incluso cantando con los actores: los ingleses son un pueblo muy musical y se entusiasman con la música. Tanto que, al final, no se limitan a aplaudir cortésmente, ni les basta con ponerse en pie para manifestar su alborozo, sino que se arrancan a cantar y bailar con la compañía, en una suerte de frenesí colectivo al que no tiene inconveniente en sumarse Ángeles, siempre más bailonga que yo, y, finalmente, yo mismo, azorado por el hecho de ser el único que permanece en su asiento mientras todos los demás danzan a su alrededor como apaches en torno a una hoguera. La apoteosis concluye entre aplausos y rugidos que nos dejan a todos exhaustos y, debo admitir, felices: es una catarsis. A la salida, observo que la felicidad de algunos se ve aumentada por el resultado del partido de rugby que se está jugando a esta hora entre Gales e Irlanda: al descanso, Gales vence 16-0 y promete una victoria escandalosa (que se ha confirmado hoy: 25 a 7). En el caso de estos aficionados, a la dicha rítmica se suma la dicha deportiva, y entiendo que, parapetados en tanto bienestar, no les importe la lluvia, que sigue cayendo, que cae aún con perseverancia de monje miniador. Pero a nosotros sí nos molesta. De hecho, todavía tenemos los pantalones y los pies empapados de la venida. Hacemos, pues, un alto en el hotel Midland, el de más solera de la ciudad, vecino de la Opera House, para tomarnos un té bien caliente y que se nos seque un poco más la ropa y el calzado con su espléndida calefacción. De regreso a casa, no puedo evitar la tentación de entrar en mi tienda favorita de Mánchester, el Empire Exchange, un tugurio lleno de cachivaches inverosímiles, entre los que, no obstante, siempre encuentro algún libro valioso. Esta vez doy con una primera edición de Norse Tales [Historias nórdicas], de 1912, un conjunto de relatos inspirados en poemas escandinavos, de Edward Thomas, uno más de los jóvenes poetas ingleses malogrados en la Primera Guerra Mundial (aunque, en realidad, no era tan joven: cuando se alistó, tenía ya 37 años y estaba casado y con hijos; podía haber evitado ir a la guerra, pero no quiso escabullirse, y pereció en la batalla de Arras, al poco de llegar a Francia). El libro, en un estado de conservación impecable, me cuesta siete libras, es decir, unos ocho euros. En las páginas de respeto hay escritos, uno encima del otro, dos nombres: Edna Dean y A. Molyneux. Al llegar a casa, escribo el mío debajo.

1 comentario:

  1. ¿Asistir a un musical te genera "lo de Confucio"? Me hace gracia. Qué cosa.

    Besos a los dos.

    ResponderEliminar