Mi suegro murió el diciembre pasado. Hoy vamos al cementerio de Hoyos, donde está enterrado. Ángeles quiere ponerle unas flores. El cementerio de Hoyos es como casi todos los cementerios de pueblo: pequeño, rústico, floral. Aunque no tan pequeño, en realidad: cubre, rectangular, cierta extensión de terreno a la entrada del pueblo, cerca de una quesería. Normalmente, si uno quiere entrar, ha de pedir la llave en el ayuntamiento, pero estos días de Semana Santa las puertas quedan francas. La verja se abre con dificultad: rasca en el suelo. En el centro del camino principal se alza el cubo de la ermita de San Sebastián, donde a veces se celebran oficios. A su lado y a la izquierda se encuentran las gruesas flechas de dos cipreses, cuyos troncos son un anudamiento de troncos menores, como gigantescos cables eléctricos de fibras entrelazadas. En Roma, los cipreses eran árboles de bienvenida. La gente los plantaba a la entrada de sus villas para anunciar la alegría de la hospitalidad y la civilización. El cristianismo se apoderó de la criatura y, por su forma, que apuntaba al cielo, lo transformó en símbolo de la salvación de las almas, que escalaban a la gloria desde los pudrideros de la tierra. El cristianismo es una religión plagiaria; es el diógenes de las religiones: casi todos sus rituales y mitos —desde la Navidad hasta el diluvio o la crucifixión, pasando por los cipreses— provienen de otros credos o culturas, esquilmados sin disimulo. Llegamos hasta el nicho donde descansa Alfonso, cuyas hijas han hecho inscribir en la lápida, bajo las fechas de nacimiento y muerte, un escueto "cirujano". No hay más lemas ni inscripciones. No hacen falta. Me gusta así. Y recuerdo la tumba de Tolstói, donde solo se lee "Tolstói". La vocación y la vida de mi suegro fueron esas: operar, remediar, curar. Y, en cuarenta años de ejercicio médico, curó a muchos, ciertamente. A no pocos —algunos, reventados por las bombas de ETA— les salvó la vida. A Ángeles le ha costado encontrar las flores adecuadas. En realidad, son unas plantas crasas, que florecen raramente, pero que se mantienen vivas y frescas siempre: una reúne varios tallos espigados, que se elevan como cipreses exiguos. Las ha comprado en Moraleja. Mientras ella arregla el nicho y reza unas oraciones, yo paseo por el camposanto, leyendo nombres y despedidas, y viendo las fotografías de los enterrados que sus deudos han colocado en las lápidas. En esto, me incomoda el barroquismo y la demasía. A la muerte hay que acogerla con parquedad y, si es posible, hasta con indiferencia. No vamos a darle encima la satisfacción de que vea cuánto nos importa su presencia. Aquí, en cambio, las estelas son reventonas: de nombres, fechas, Cristos, vírgenes, ángeles, parentescos, fotos, frases (plagadas de faltas de ortografía), jarrones, flores, coronas fúnebres, más fotos, más frases, más flores, más coronas. Uno se imagina el agobio del difunto, dentro. Reparo en muchas caras: campesinas, arrugadas por el sol y el trabajo, unas; o de cuando el finado era joven, otras. Caras con gafas grandes y cuadradas, con nudos de corbata grandes y cuadrados, con peinados grandes y cuadrados. En las fotos de los muertos, nadie ríe. Todos miran muy serios, muy tiesos, a la cámara, anticipando quizá el lugar desde el que contemplarán, muertos para siempre, a quienes van camino de serlo. Entre los nombres, abundan los Eufrasios, los Nicomedes, las Patrocinios (y dos nombres que se me antojan especiales: Longinos, como el del soldado que alanceó a Cristo en el costado, y Asterio, que me recuerda irremediablemente al Asterión del cuento de Borges). Y entre los apellidos, dos muy comunes en Hoyos, y esta vez muy eufónicos: Montero —el de Alfonso y Ángeles— y Valiente. También leo alguno inquietante: García Martín. Y el apellido de una bisabuela italiana de Ángeles, que tiene a muchos parientes enterrados aquí: Axerio. Quizá de ella provengan los ojos claros y los cabellos rubios de la familia. Al salir, vemos, a la derecha, una ampliación reciente del cementerio. Un gran espacio tapiado espera a los nuevos muertos. Las paredes son de ladrillo, y cada ladrillo parece un nicho en miniatura, una representación a escala del difunto que vendrá. Un anillo de castaños copudos rodea la necrópolis. En algún rincón canta un mirlo. Cerramos con esfuerzo la verja de entrada y nos vamos a comer. No tenemos mucha hambre, pero es un trámite que hay que cumplir. Por la tarde, visitamos en su casa a nuestros amigos Toña y José Antonio. Toña me regala un montón de libros de poesía en inglés que ha encontrado en un contenedor del pueblo. En la Sierra de Gata han vivido, y siguen viviendo, varios escritores británicos. Se conoce que alguno ha hecho limpia de la biblioteca y no ha encontrado mejor forma de deshacerse de los libros que tirarlos a la basura. Ah, los ingleses ya no son lo que eran. Aunque tampoco los españoles podamos presumir de nada. En el pueblo de Gata, muy cerca de aquí, se dio hace tres años una situación parecida: en un contenedor de reciclaje (al menos, el autor de la masacre tuvo el escrúpulo de aprovechar el papel) apareció un montón de libros, de los que sospecho se desprendió el bibliotecario de la localidad, que ya no debía de saber dónde ponerlos. Pero no saber dónde ponerlos no es razón para tirarlos, y menos un bibliotecario, que es un profesional de las letras y que debería estar comprometido con la cultura. Entre aquellos libros había títulos destacadísimos y ediciones no desdeñables, como demostraron los vecinos que, escandalizados por la dilapidación, los fotografiaron y se los quedaron. Hicieron muy bien: la dignidad de su gesto contrastó con la vileza del dilapidador. Yo escribí un artículo en el Hoy denunciando aquel desatino, "Biblioclasia gateña". Algo similar, pues, ha pasado en Hoyos. Toña me cuenta que los libros se metieron en cajas y se trasladaron a la Casa de Cultura, para que los vecinos se llevaran los que quisieran. Ella, pensando en mí, rescató títulos señalados de poetas clásicos ingleses, como Wyatt, Tennyson, Pope, Dryden o Wordsworth, y también de importantes autores contemporáneos en lengua inglesa: William Carlos Williams —Patterson—, Edward Muir, Robert Duncan o Margaret Atwood. En el lote va la poesía reunida de John Betjeman, un poeta inglés muy conservador por el que no siento ningún interés, pero que no rechazo: no es cortés rehusar un regalo, Betjeman es un escritor relevante y un libro siempre es un libro. Toña añade que aún quedan cajas con libros en el vestíbulo de la Casa de Cultura, aunque muchas menos que al principio. Me alegra que mis convecinos se hayan lanzado a vaciarlas, aunque lamente, pro domo mea, tanto botín desaparecido. De regreso a casa, me asomo a los restos y, para mi sorpresa, todavía descubro títulos que valen la pena: un estudio sobre Delft, la patria de Vermeer, uno de mis pintores favoritos, con espléndidas fotografías de sus cuadros; una monografía sobre los cementerios londinenses, por los que tanto paseé durante mi estancia allí (titulada Londinenses permanentes; si escribiera yo uno sobre el cementerio de Hoyos, lo titularía Soyanos permanentes); un ensayo sobre Kim Philby y la fascinante saga de espías cantabrigienses del siglo pasado; media docena de novelas de Evelyn Waugh, aquel escritor antimoderno con nombre de mujer; varios interesantes poemarios, de Danny Abse y Peter Porter; y un libro delicioso, Enemies of Promise [Enemigos de la promesa], de uno de los mejores críticos literarios del siglo, Cyril Connolly: la edición, de Penguin, es de 1961, aunque el libro apareciese en 1938, y llena la cubierta la cara rechoncha, algo batracia, de Connolly, cuyo nudo de la corbata no es ni grande ni cuadrado, sino un Windsor irreprochable. Salgo de la Casa de Cultura sosteniendo una inestable columna de libros entre las manos y la barbilla, y me encuentro, a la entrada, con un coche de la Guardia Civil. Por fortuna, no me espera a mí. La guardia al volante —no veo a su compañero: yo pensaba que los miembros de la Benemérita iban siempre en pareja— habla con un grupo de chicos sentados en las escaleras de entrada del Centro de Recursos del Profesorado, que, cuando he llegado yo, parecían estar liándose unos porretes. "No me la vayáis a montar, ¿eh?", les dice la guardia. Luego pone en marcha el vehículo, que, con todas las luces encendidas, parece un árbol de Navidad, y se dirige despacio a la plaza Mayor. Yo la sigo, luchando por que no se me desmoronen los libros.
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