Gavá es una población próxima a la costa, a unos 20 km al sur de Barcelona. Pese a lo cerca que está de mi ciudad –y de Castelldefels, otra población costera donde mis padres tenían un apartamento en el que solíamos pasar fines de semana y vacaciones–, solo la he visitado una vez: cuando me reuní allí con mi amigo Carlos para hacer el Camino de Santiago en bicicleta. Carlos guardaba en la casa de veraneo de su familia las dos bicis con las que nos lanzamos a la aventura compostelana, y aquel fue nuestro punto de partida. Desde entonces, hace más de 30 años, no había vuelto al lugar. Hoy lo hago para visitar las minas prehistóricas (aunque ¿por qué prehistóricas? ¿No forman parte también de la historia? ¿Hay algo anterior a la historia?) y el museo local con mis amigos Agustín y José Antonio. Lo primero que sorprende es que estén en pleno centro de la ciudad, rodeadas por casas y calles muy transitadas. Allí se descubrieron durante unas obras en 1975: las excavadoras dieron con un complejo conjunto de galerías y restos líticos y humanos que se identificaron como una gran explotación minera, más aún, como la única explotación minera subterránea del neolítico a gran escala en Europa. Las pruebas del carbono 14 han determinado que las minas estuvieron en funcionamiento nada menos que durante un milenio, aproximadamente: desde el 5500 hasta el 4500 a. C. Durante este larguísimo periodo, proporcionaron sílex, ópalo, cuarzo, turquesa, ocre, fosfosiderita y, sobre todo, variscita, un aluminofosfato verde que se utilizaba como ornamento personal: era el material de las joyas de la época. Una vez en el interior del parque, podemos asomarnos, aunque no descender –lo prohíbe una portezuela con una gran candado–, a las minas, cuyos agujeros se abren en el centro de un gran espacio de exposición, rodeados por los cubículos informativos. En cada uno de estos cubículos se asiste a una filmación sobre el tema de que se trata: los instrumentos utilizados por las comunidades neolíticas; sus símbolos y valores; la fauna y flora en la que vivían; etc. Lo filmado muestra la fabricación hoy, pero con las técnicas de la época, de las herramientas y bienes neolíticos. Y, así, las manos de un artesano desconocido nos enseñan cómo se labraban las cuentas que componían los collares de variscita a partir de las piezas del mineral extraído del subsuelo; o cómo se fabricaban las flechas con las que se cazaban conejos y jabalíes, o las hachas de madera y piedras encastradas con las que se destazaban los animales cazados; o cómo se obtenía un punzón de hueso del fémur de un ciervo. Dado que las minas se utilizaban también como vertedero y como lugar de enterramiento, han aflorado muchos restos óseos. Su estudio ha permitido comprobar que muy pocas mandíbulas conservaban los dientes –la completa ausencia de higiene arrasaba las bocas–, que muchas vértebras estaban afectadas de artrosis u otras enfermedades causadas por el violento y continuado esfuerzo físico, y que morían muchos niños, cuyos huesecillos abundan en las cuevas. Nada de esto sorprende, en realidad: es la constatación de una vida dura, sucia y corta, plagada de enfermedades para las que no había remedios, salvo los que proporcionaba una medicina incipiente, como la trepanación, de la que hay abundantes pruebas, es decir, numerosos agujeros, en los cráneos encontrados. (La trepanación siempre me ha asombrado, como la sangría: ¿cómo es posible que algo tan objetivamente perjudicial para el cuerpo humano, y sobre todo para el cuerpo humano debilitado por una enfermedad, no solo se mantuviera como práctica médica durante siglos, sino que además pasara por eficaz cura de las dolencias? ¿No era evidente que las personas se morían más y más deprisa cuando se aplicaban una y otra?). En un espacio anejo, el parque ha reconstruido una sección de las minas para que el público conozca, con mayor realismo, lo que significaba trabajar en esas profundidades laberínticas. Para entrar, hay que calarse un casco amarillo, como en las obras. Descartamos el ascensor y bajamos por las escaleras al interior de la recreación. Nos parece más aventurero hacerlo así. Hemos de acostumbrarnos a desdeñar los añadidos modernos al escenario antiguo, como las puertas de incendios que aparecen, de vez en cuando, en los rincones de la mina. El alumbrado eléctrico, aunque atenuado, nos impide imaginarnos cómo debían de verse aquellas galerías a la luz mortecina de las lámparas mineras neolíticas, que no eran sino piedras agujereadas, en cuyo hueco quemaba la grasa o el tuétano de los animales. Recorremos los bajos y angostos pasillos, en mi caso con especial preocupación, a pesar del casco, por dejarme la cabeza en algún techo. En las paredes de pega, pero bien reproducidas, se han dispuesto vetas de variscita y fosfosiderita, indicadas con postes luminosos, para edificación de los escolares e ilustración del público en general. Tras una somera visita a la tienda del parque arqueológico, en la que hay poco género, vamos al museo de la ciudad, donde se conserva la Venus de Gavá, la principal pieza artística extraída de las minas. Parque y museo están cerca: no tardamos más de diez minutos en llegar a la torre Lluc, el hermoso caserón de 1799 en el que se encuentra el museo. Vemos una pancarta amarilla que se despliega entre las fachadas de una de las calles que conduce hasta él, en la que se lee: "Tornarem a ser forts" ('Volveremos a ser fuertes'). El mensaje me sorprende, porque implica que quienes lo dicen consideran que ahora no lo son, y confesiones de debilidad así no son frecuentes. (Aunque también resuena en la afirmación el eco de las palabras pronunciadas por Lluís Companys al salir en 1936 de la cárcel donde lo habían encerrado por proclamar la República Catalana dos años antes, cuando gobernaba la derecha en Madrid: "Tornarem a sofrir, tornarem a lluitar i tornarem a guanyar" ['Volveremos a sufrir, volveremos a luchar y volveremos a ganar']). El museo en sí no es muy grande: en las salas de la planta baja hay una exposición de pintura en homenaje a Leonardo da Vinci, aunque los temas de actualidad, de rabiosa actualidad, el feminismo y la independencia de Cataluña, impregnan el tributo que numerosos autores rinden al genio italiano. Vemos, así, una composición titulada Dones silenciades, de Mercè Carbonell, en la que aparecen las caras de seis lideresas del soberanismo presas o prófugas: Forcadell, Serret, Bassa, Ponsatí, Gabriel y Rovira. Carbonell las ha embellecido a todas. Hablando de mujeres, también admiramos un Dona vitruviana, de Esther Xandri, que recuerda al hombre de Vitruvio leonardiano, pero que representa a una mujer, cruzada por una linea morada que converge, desde ambos lados del cuadro, en la vagina. Un Deconstrucció i estudi d'un cos femení, de Alícia Hernàndez, completa una exposición marcadamente reivindicativa, aunque no todos los cuadros lo sean: un Escalera imposible, de Xabier Etxeberria, evoca los laberintos imposibles de Escher. Algunos poemas de conocidos poetas catalanes, como Carles Duarte, Manuel Forcano o Isabel Clara-Simó, cuelgan también de las paredes. En el piso superior, donde se encuentra la exposición permanente "Gavà, las voces del paisaje" –sobre la historia de la ciudad desde, precisamente, el neolítico–, damos con la Venus de Gavà, una figurita antropomorfa que se encontró durante la excavación de uno de los pozos. En realidad, no se encontró la figura, sino sus trozos: estaba rota y desperdigada, pero los arqueólogos la reconstruyeron con sabiduría. Hoy luce reconociblemente en las vitrinas del museo. Es una pieza de cerámica negra, de apenas 16 cm de altura y 6.000 años de antigüedad. No tiene nada que ver con las obesas venus paleolíticas de Willendorf o de Lespugue, a las que los pechos y las nalgas les cuelgan como globos. Sus rasgos son de un esquematismo contemporáneo: los ojos sobresalientes y solares; la nariz lineal, recta, desproporcionada; los pechos pequeños y puntiagudos, encima de los cuales pende un collar en forma de peine invertido; los brazos, adornados con brazaletes, delicadamente doblados sobre el regazo, como protegiendo el vientre embarazado; los dedos finamente perfilados; y la vulva, simbolizada por una espiga invertida. La Venus de Gavà ejemplifica el culto a la fecundidad, pero también la dualidad de la naturaleza: la luz (del sol de los ojos) y la oscuridad (de la piel negra); la tierra y el cielo; la mujer y el hombre; la vida y la muerte. Es inquietante y hermosa, en un sentido muy diferente de como lo son las imágenes del piso de abajo, obedientemente combativas, gregariamente éticas. También inquietante es algo más que vemos en "Gavà, las voces del paisaje": una botellita encontrada en una fosa común en Gurb, con un papel en su interior en el que se relacionan los nombres de los muertos arrojados a ella. Que los asesinos se deshicieran de sus víctimas en las cunetas, pero se tomaran la molestia de identificarlas, aun de aquella forma tan rupestre, nos revela una de esas contradicciones que constituyen la sustancia de la naturaleza humana.
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