Acaba de publicarse Pedir la luna. Una reflexión colectiva sobre el arte de traducir, coordinado y editado por Miguel Casado, Ignacio Fernández Rocafort, José Luis Gallero e Inmaculada Jiménez Morell (Madrid, Enclave de Libros/Galsen RPM, 2019), una interesantísima "puesta en común de los múltiples interrogantes, expectativas y responsabilidades que confluyen en el universo de la trducción". El origen del volumen son las jornadas sobre traducción que se celebraron en la librería Enclave de Libros, de Madrid, durante el otoño de 2018 y el invierno de 2019, que reunieron a algunos de los traductores y hombres de letras vinculados a la traducción más relevantes del país, empezando por el propio Miguel Casado –que es, además, un notable crítico y poeta– y siguiendo por Mariano Antolín Rato, Luis Magrinyà, Manuel Borrás, Esteban Pujals, Berta Vias, Carlos Bueno Vera, Carlos Fortea y Pilar González España, entre otros. De ese ciclo seminal se han recogido, en la primera parte de Pedir la luna, todas las ponencias presentadas –salvo la de Luis Magrinyà, que por desgracia no fue redactada ni grabada–. En la segunda, el libro incorpora un conjunto de reflexiones de traductores asimismo destacados, a los que se ha invitado a participar en el proyecto editorial –Julia Castillo, Julián Jiménez Heffernan, Chantal Maillard, Luis Marigómez, Enrique Murillo o Ildefonso Rodríguez, de nuevo entre otros–, así como las respuestas a un cuestionario establecido por los coordinadores de otro conjunto de traductores –entre los que me cuento– y un apéndice integrado por sendos ensayos breves de Juan Barja, Miguel Morey e Isidoro Reguera. La tercera y última parte de Pedir la luna incluye un repertorio de textos sobre traducción pertenecientes a la tradición hispánica y organizados en forma de diccionario, una lista de obras de referencia y, por último, un "quién es quién": la nómina de colaboradores. En total, 66 voces se han sumado al volumen. Se trata, como se ve, de una estructura compleja, pero que arroja un resultado resplandeciente: un panorama teórico-práctico riquísimo de las concepciones y dificultades que suscita el trabajo de la traducción, y cuya complejidad se explica por el carácter colectivo que se ha querido imprimir al libro. La traducción, como he escrito en algún lugar, es la actividad creadora –porque tan creadora es como la propia creación literaria, ya que crea en dos lenguas– que mejor admite el trabajo en grupo, es más, que más lo reclama, y cuyos resultados más visiblemente se enriquecen con el trabajo de varios y no de uno solo. A ello obedece que, como recuerdan –y discuten– muchos de los traductores cuya opinión se recoge en el libro, se haya generalizado en las editoriales la figura del "editor de textos", también llamado "editor de mesa", que pule, complementa y, en su caso, corrige la labor del traductor. Pedir la luna es, pues, un libro coral, que aporta, felizmente, múltiples perspectivas a la tarea, siempre ardua, siempre insatisfactoria, de verter a un idioma una obra literaria escrita en otro. Esta pluralidad de aproximaciones, cuya lectura se hace fascinante –al menos para alguien como yo, intrigado desde mucho antes de que me dedicara a esto, hace ya 25 años, por los secretos y maravillas de la traducción–, responde a una evidencia que, no obstante, olvidamos a menudo: "La historia de la poesía occidental es la historia de la poesía en traducción" (e igualmente podría decirse "de la literatura occidental"). La frase, contenida en Un pez en la higuera: una fabulosa historia de la traducción (Ariel, 2012), es del ensayista inglés David Bellos, y la recoge Mariano Antolín Rato en su ponencia "Escritura y traducción: una misma e insalvable brecha", donde remacha esa idea fundamental: "Todas las tradiciones poéticas occidentales están hechas a partir de otras, es decir, a partir de traducciones". Y así ha sido no solo en las tradiciones poética occidentales (y orientales), sino también en las mías propias: yo me he formado como lector –y, por lo tanto, después como escritor– leyendo a autores en mi lengua y a autores en otras lenguas, traducidos. Mi lectura, a los veinte años, de En busca del tiempo perdido –que hice en la versión de Pedro Salinas y Consuelo Berges– determinó mi sentido estético y mi voluntad de ser escritor. Las de La tierra baldía y Cuatro cuarteros, de Eliot –de quien fuera mi profesor, el inolvidable José María Valverde–, y de Hojas de hierba, de Whitman, no me influyeron menos. Rimbaud y Perse –que leí de la privilegiada mano de Enrique Moreno Castillo, pero que también me hizo accesible el gran Manuel Álvarez Ortega– fueron asimismo decisivos. La lista es interminable. Sin traducción, no hay cultura; sin traducción, no hay, en puridad, literatura: solo espasmos liliputienses, balbuceos solipsistas. Pedir la luna constituye una magnífica aportación al debate intelectual de nuestro país y al análisis de una tarea tan inquietante, pero tan necesaria para la buena salud de nuestras letras (y de nuestra inteligencia), como la traducción.
A continuación transcribo mi contribución al libro: la respuesta que di a la pregunta "¿Cómo afrontas, a la hora de traducir, el problema específico de la puntuación?" (pág. 301-302):
A continuación transcribo mi contribución al libro: la respuesta que di a la pregunta "¿Cómo afrontas, a la hora de traducir, el problema específico de la puntuación?" (pág. 301-302):
¿Qué hacer con la puntuación de Whitman? Es deudora del mismo hervor, de las mismas turbulencias de su verso, y ha de ser, pues, respetada, como otro rasgo expresivo singular, tan singular como sus enumeraciones, su sintaxis tortuosa o su ímpetu oratorio. Pero también es sumamente imprecisa, cuando no errónea. Los traductores que me han precedido apenas han reparado en ella, como si solo hubiera que traducir las palabras y no los signos que las ordenan. He procurado, en consecuencia, ajustarla al sentido que, en mi opinión, tienen los versos: a la formulación más nítida, más ceñida, del significado. Es arriesgado, porque confundir una coma o un punto puede trastocar asimismo el significado, y porque, y más importante, ese ajuste no puede interrumpir la concatenación alborotada, pero casi siempre esticomítica, de la poesía de Whitman, ni desvirtuar, de este modo, su fluir hímnico, que es una de sus mayores potencias; pero también es muy satisfactorio, porque, si se acierta, el verso brilla con una nitidez insólita: significa más, o significa mejor.
¿Qué hacer con la puntuación de Bukowski, tan desaliñada como su poesía? Y no solo desaliñada, sino también incoherente, que es aún peor. El empleo de los signos de puntuación no suele obedecer a una voluntad expresiva, inspirada por las vanguardias, porque las vanguardias inspiraron muy poco a un poeta figurativo a machamartillo como Bukowski. Que haya una coma o un punto, o que no los haya (los signos más sofisticados, como el punto y coma, sencillamente no existen en su poesía), responde al puro descuido o al puro azar; o al humor, laxo o inquieto, en que se encontraba el poeta al escribir los versos. Así, en un mismo poema, y para regular sintagmas o versos muy parecidos, a veces encontramos una coma y a veces no. O un punto. O un guion. Se advierte la prisa, la factura urgente del verso: la práctica desidiosa del oficio. Yo me he decantado por distinguir aquellos poemas en los que la omisión total o parcial de los signos de puntuación, que Bukowski practica en ocasiones, sí responde a un propósito comunicativo y, por lo tanto, persigue un efecto estético, de los que no. En los primeros, respeto la opción del poeta; en los segundos, ajusto la puntuación a la norma en castellano, aunque con matices: el inglés, en general, es menos puntuador que el castellano, me parece, y Bukowski, en particular, es poco dado a puntuar, aun cuando decida hacerlo. Por eso, en contextos en los que tan admisible es, es español, poner una coma como no hacerlo, si él prefiere omitirla, como suele suceder, respeto su elección.
¿Y qué hacer, en fin, con la puntuación de Emily Dickinson, en la que prácticamente todos los signos han sido reemplazados por sus característicos guiones? La mayoría de sus traductores modernos los han respetado: son su sello personal, y suprimirlos parece atentar contra la propia sustancia de su poesía. Sin embargo, a mí me molestan –entorpecen la lectura, perturban la comprensión– y, cuando he tenido ocasión de traducir algunos poemas de la poeta de Amherst, me he inclinado por eliminarlos (aunque eso hacía, en realidad, más difícil la tarea). Entonces me ha parecido que sus versos, sin perder ni su concisión ni su fuerza, ganaban ritmo y hondura. Sé que esta eliminación puede tenerse por un sacrilegio, por atentar contra la voluntad creadora de la escritora, pero lo asumo; en cualquier caso, y por importantes que fuesen para ella los guiones, recaen sobre un elemento ancilar, no sobre el meollo lingüístico de su obra.
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