viernes, 20 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

El Niño Jesús no nació en un establo, sino en un campamento de refugiados: en una carpa donada por una ONG. A su lado, no había un buey ni un asno, sino otros refugiados (y, a veces, alguna rata). Hacía frío, y los animales no estaban allí para atemperarlo con su aliento. José era carpintero, pero ahora tenía que trapichear con cualquier cosa, o incluso dedicarse al top túnica, porque, como era galileo, los vecinos de Belén creían que había venido a quitarles el trabajo y beneficiarse de las ayudas sociales (un poco de forraje gratis para las bestias; algún mendrugo de pan arrojado por los virreyes romanos desde carros engalanados) y le hacían el vacío (además, en el campamento se rumoreaba que solo era padre putativo de la criatura, que el verdadero padre había sido otro: algunos creían que un legionario romano llamado Pantera; otros, que un tal Palomo, al que nadie había visto, pero del que se decía que era un gran seductor. Pantera o Palomo, otro animal había sembrado en aquel huerto). María era ama de casa, pero a veces tenía que salir a trabajar para que la familia pudiese comer. Sin embargo, cuando lo hacía, no le pagaban en ases, como a José, sino en cuadrantes o incluso en leptós, como los que echó la pobre viuda al arca de las ofrendas. Los Reyes Magos no eran ni remotamente reyes, y mucho menos magos. Melchor era un mendigo viejo, de los muchos que pululaban por aquellas tierras, que llevaba años sin afeitarse —lucía una barbota descuidada y gris— y que quiso mezclarse con los refugiados porque allí daban mantas y repartían sopa. Gaspar era un sirio que había escapado de un país atormentado por la guerra y que había alcanzado aquel rincón sin flechas ni catapultas, hacinado con varias docenas más de emigrantes en un carromato fletado por una mafia local. Y Baltasar, bueno, Baltasar era uno más de los millones de negros que, como no dejaban de repetir cada día los patricios romanos y los líderes de Judea, esperaban en los países del sur para asaltar su tierra y acabar con sus costumbres, más aún, para arrebatárselo todo: cosechas, ganado, mujeres, casas, todo. Melchor, Gaspar y Baltasar no iban en camello, sino a pie, siempre a pie, y no le llevaron al Niño Jesús oro, incienso ni mirra, a quién se le ocurre: si apenas tenían con qué vestirse. Asomaron, uno tras otro, por la entrada de la tienda, le lanzaron al Niño y a los padres (es decir, a la madre y al padre putativo) una mirada conmiserativa y se acurrucaron en un rincón, hasta que llegara la sopa o pasara algo. Fuera, el frío era insoportable. Había nevado, y la nieve, pisoteada por cientos de menesterosos, se acumulaba en grumos negros. También había por allí un montón de pastores, aunque sin ovejas. Eran otros emigrados, que merodeaban sin saber qué hacer. Las ovejas y las cabras las habían dejado (o se las habían robado) en Samaria o Perea, o más allá del Jordán, y vagaban ahora por este y otros campamentos con la fatalidad del que no tiene nada y no espera nada. Para llegar allí, no habían seguido el camino de una estrella en el cielo (el cielo estaba demasiado contaminado como para dejar ver las estrellas), sino los itinerarios del exilio, que eran muchos desde siempre, o las rutas del tráfico transjordano de personas, controladas por bandidos sin escrúpulos que los desvalijaban de los pocos denarios que pudiesen tener. A muchas mujeres, estos desalmados las condenaban a pagar con su cuerpo, en los burdeles de Jericó (cuyas murallas serían derribadas luego con estrépito descomunal), la deuda que les habían impuesto. Mucha gente que huía lo hacía por mar: se lanzaban al Mediterráneo en frágiles y sobrecargadas chalupas, con la esperanza de alcanzar una tierra mejor. La mayoría perecía en la travesía, y eso si no los asaltaban los piratas que infestaban aquellas aguas para venderlos como esclavos en Chipre o Anatolia. La vida en el campamento era muy dura. Como eran tantos, las instalaciones sanitarias no eran suficientes para todos. A los refugiados no les quedaba, pues, más remedio que aliviarse donde pudiesen, a veces muy cerca de las carpas. María y José, en concreto, estaban negros, porque al lado de la suya solía descargar un hombre que llevaba una especie de caperuza roja en la cabeza y, por más que le habían dicho que se fuera a otro lado, el sujeto no dejaba de obrar en las inmediaciones. La última vez que lo habían increpado, José creía haber visto en el chaleco de borrego que vestía un extraño lazo amarillo. A todas sus desgracias, los refugiados habían de sumar el merodear constante de los esbirros de Herodes, que en cualquier momento podían darles un disgusto. Los gestores del campo no podían mantenerlos lejos —eran demasiado poderosos—, y quizá a José y María no les quedase más remedio que abandonar la relativa protección de la ONG y huir a otro lugar, si querían salvar la vida y la de Jesús. Se sabía que Herodes miraba con desconfianza a todos los niños que nacían en el campamento, porque le espantaba que aquellas mareas de desheredados, con su pobreza a cuestas, sus costumbres bárbaras y sus muchos piojos, a las que él consideraba inferiores, pudieran sustituirlo en el poder cuando crecieran. Además, si dejaba que se quedasen, habría que alimentarlos, escolarizarlos y procurarles un trabajo, y eso suponía mucho gasto y demasiado esfuerzo por gente tan arrastrada. Que se volvieran a sus países o que se ahogaran en el mar, pensaban Herodes y muchos con él. Y José y María lo sabían. Pero aún confiaban en que el mundo les diera alguna esperanza, algún calor; aún esperaban que no fuera todo un muro insuperable. 

Feliz Navidad.

4 comentarios:

  1. La mejor historia navideña que he leído en muchísimo tiempo. ¿En dos milenos? Muy bueno. ¿Acabará todo esto, o parte de ello, recogido en algún libro? Ya tienes por lo menos a un comprador entusiasta. Un fuerte abrazo, y que un buen pan y algún que otro vino sigan protegiéndonos de cada día. Salud, Eduardo Moga. (Aníbal Campos)

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  2. Gran actualización de "La vida de Brian". Apúntate otra Eduardo.

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  3. Una interpretación muy actualizada del fenómeno mediático del nacimiento de Jesús.Eduardo, un poquito de magia, por favor. ¡ Feliz navidad!

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  4. A lo largo de nuestras fronteras podríamos instalar cientos de belenes vivientes. Es lo que en estos momentos sufren tantas familias, llamadas “sin nombre”. Y lo sufren en silencio, comiéndose el orgullo y las lágrimas, mendigando una solución. Los puentes de paso están atestados de tiendas de campaña hechas de retazos de lonas viejas y plásticos agujereados que no se bastan para detener el agua y el frío propios de esta época del año. Y tienen su propia seguridad porque no quieren ser escaparate de nadie, ni dar lástima por unos días al año. Están cansados de que les tomen fotografías y de que los exhiban en los medios para tranquilizar conciencias con un tipo de caridad que no llega a ninguna parte. La solución pasa por hacer viable en su lugar de origen una vida digna de ser llamada así. Lo que ellos anhelan es que se solucione su situación para comenzar una nueva vida donde no tengan que poner la albarda a la burra y salir corriendo. Nada causa más dolor que el dolor que sufren los que viven en su propia carne la historia.

    Feliz Navidad.

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