El otro día fui a una tienda de Apple en Sant Cugat para que me revisaran el portátil, que ha dejado de funcionar. Así, porque sí. No estaba del mejor humor, pero el enfado que me turbaba no me impidió reconocer, entre las personas que esperaban a ser atendidas, a Álex Corretja, el extenista. Corretja es uno de los personajes famosos que viven en Sant Cugat: aquí tiene un restaurante, aquí vive con la modelo Martina Klein y aquí mantiene un largo litigio por una casa cuya demolición ha ordenado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Este hombre fue un tenista importante a finales del siglo pasado y principios de este: ganó docena y media de torneos, una Copa de Maestros, una Copa Davis, una medalla olímpica y fue dos veces finalista en Roland Garros: en la primera, perdió con el también español Carlos Moyà, y en la segunda, con el brasileño Gustavo Kuerten, que remontó el primer set, ganado por Corretja, y acabó venciéndole por tres sets a uno, con rosco incluido en el último. La presencia de Corretja en Apple me recordó mi larga, muy larga relación con el tenis, hasta hace algunos años. Todo empezó, como tantas otras cosas, con la anglofilia de mi padre, que admiraba aquel deporte inventado por los ingleses, como tantos otros deportes (casi todos). Y, como era un padre intervencionista, un padre proselitista y tribunicio, no dejaba de inculcarle esa admiración a su hijo. A mi padre le gustaba la elegancia del tenis, uno de los pocos deportes, decía, en los que no hay contacto físico entre los contrincantes (salvo, claro está, si se mandan pelotazos al cuerpo con la intención de reventarse; pero ese es un contacto delegado: no una patada o un guantazo, tan plebeyos, sino un misil que aún arrastra cierta cortesía consigo). Y todavía más le gustaban ciertas tradiciones que los ingleses mantenían a rajatabla, como que los participantes en el torneo de Wimbledon, la catedral del tenis, tuviesen siempre que jugar de blanco (y las damas, con falda). Aquellos formalismos le encantaban y consiguieron fascinarme también a mí. Aunque no es extraño: yo era un crío muy influenciable. Lo cierto es que mi padre y yo nos pasábamos horas viendo los partidos en televisión. En blanco y negro, por supuesto, y con la cantinela reduplicativa del regordete y añorado Juan José Castillo: "¡Entró, entró!", gritaba el locutor cuando la bola, en efecto, entraba. No era muy imaginativo el hombre, pero sí muy imparcial. Del tenis me gustaba, extrañamente, la dimensión topográfica: cómo los jugadores se esforzaban por tirar líneas que superasen al contrario, y que acababan dibujando una malla móvil, saltarina, invisible, imprevisible, que igual incorporaba una recta impecable que un ángulo agudísimo o un semicírculo que, vaya uno a saber por qué, se llamaba lob. La puntuación y la terminología del tenis le resultaban también atractivas, por misteriosas (e ilógicas), a mi padre, y, por lo tanto, también a mí: ¿por qué cada punto no daba un punto, sino quince? ¿Por qué, a partir del tercer o cuarto punto, según, ya no daba quince, sino diez? ¿Por qué, si estaban empatados a cuarenta puntos, cada punto ya no valía quince puntos, ni diez, sino una ventaja, o volvían a estar iguales, como los ciegos? ¿Y por qué, en fin, si uno no conseguía ningún punto, se decía que iba a love, es decir, a amor? ¿Qué tenía que ver el amor con todo aquello? Aquellas preguntas le causaban a mi padre una gran confusión, pero era una confusión gozosa. Ver un partido de tenis era para él como ver un documental de animales: uno contempla las evoluciones de un cangrejo de los cocoteros, pongamos por caso, y no entiende nada de lo que hace, pero, precisamente por eso, por esa incomprensión absoluta, se siente encandilado por el bicho. Mi padre veía a los jugadores de tenis como a elegantes cangrejos de los cocoteros, que se dejaban la vida por enviar un trozo de caucho al otro lado de una red. Y yo también. En aquellos tiempos remotos, nuestros favoritos —es decir, los suyos, que yo hacía míos— eran los artistas, como Ilie Nastase, rumano, el George Best de la raqueta, un verdadero virtuoso del encordado, capaz de enviar la pelota, desde cualquier posición, al único rincón de la pista donde el rival no podía alcanzarla: lo hacía con un delicado giro de muñeca, que parecía de plastilina. También nos seducía su carácter burlón, su sentido del espectáculo y las muchas triquiñuelas que utilizaba, que lo emparentaban con la picaresca patria, aunque no fuesen un modelo de elegancia: en cierta ocasión, sacó para vengarse, con un pelotazo milimétrico, de un juez de línea que había cantado malo un servicio anterior por haber rozado la red. Pero mi padre y yo estábamos de acuerdo: el juez de línea se lo merecía. (A mi padre también le maravillaba que se hubiese acostado con 2.500 mujeres, según decía Nastase; yo, con diez u once años, aún no me hacía a las dimensiones prodigiosas de esa cifra). El rumano consiguió títulos importantes, y hasta fue número 1 del mundo en 1973, pero no obtuvo tantas triunfos como sus prodigiosas cualidades hacían prever. Su tenis artístico fue derrotado por el tenis inhumano de los pegadores, aquellos que daban raquetazos como quien tala un árbol, y cuya estirpe no ha hecho sino crecer. En el tenis siempre ha habido dos clases de jugadores: los finos y los que martillean, igual que el el boxeo ha habido estilistas y fajadores, en el ciclismo, escaladores y rodadores, en el fútbol, Messis y Cristianos, y en la poesía, experimentales y figurativos. Pero todos ellos, me doy cuenta, han sufrido la extraordinaria presión psicológica del tenis. Precisamente porque no es un deporte de contacto, sino de regla y cartabón, solitario y matemático, como el ajedrez, los tenistas se ven exprimidos hasta el desquiciamiento: esprintar como un poseso para alcanzar una dejada; o retroceder para devolver por entre las piernas un lob; o correr de un lado a otro de la pista, a cada uno de los cuales nos envía el adversario la bola durante un peloteo eterno; o insistir en las voleas sin que el contrario se rinda, sino que las devuelva todas, aun las que parecen imposibles, y hasta gane el punto; o ver cómo el golpe definitivo, dado a plena cancha, se estrella contra la red o se va fuera por milímetros, todo eso, y tantos otros suplicios, enloquecen al más pintado. Y por eso alguien como John McEnroe se enfurecía con los árbitros como si estuviera en una discusión de tráfico —a un umpire lo llamó "la escoria del mundo"—, o un australiano de hoy, que atiende por Kyrgios, se comporta como un macarra de VOX, o pocos tenistas no han estrellado alguna vez la raqueta contra el suelo, a veces hasta dejarla convertida en un acordeón, por la frustración de un golpe mal ejecutado o una maniobra incorrecta. Pero mi pasión por el tenis no se ha desarrollado solo en el sillón, que es donde prefiero practicar los deportes, sino también en la pista. Uno de los regalos de Reyes que más ilusión me hicieron nunca fue una raqueta de tenis. Era una raqueta de madera, que pesaba un quintal, pero que a mí me emocionó como si fuese a convertirme en Bjorn Borg, aquel sueco melenudo que lo ganaba todo y que era otro de mis héroes. El día que me la regalaron, me pasé media mañana jugando con ella en la calle: mi rival era la pared de la casa de mis tíos, donde íbamos a comer. La pared devolvía todos los golpes, pero yo insistía, y no me importaba (ni, por lo que recuerdo, a mis padres tampoco) que la pelota me superara, se fuera a la calzada y yo corriese a recuperarla entre los coches que pasaban. Empezaba a experimentar el desquiciamiento del tenista, pero me ilusionaba tanto el juguete que no me importaba. Luego he tenido ocasión de practicarlo en pistas de tierra de verdad: con Juan Carlos, un amigo al que, asombrosamente, siempre ganaba (era barrigudo y psicólogo: nunca me parecieron las mejores características para dedicarse a este deporte), y en un club deportivo de Sant Cugat en el que estuve apuntado con mi familia varios años (hasta que la cuota que pagábamos creció hasta parecer la cuota de la hipoteca; entonces lo dejamos). Allí comprobaba una obviedad: los resultados dependían mucho de con quién jugase. A Ángeles solía ganarle, alguna vez casi por incomparecencia: ella sacaba y con el saque sufría una lesión muscular, de forma que, cuando le devolvía la bola, ella ya no estaba de pie para golpearla, sino en el suelo, agarrándose la pantorrilla. Luego mis hijos la retiraban, sujetándola cada una por un brazo, y yo me proclamaba vencedor. Cuando jugaba contra mis hijos, en cambio, siempre perdía. Yo intentaba desconcertarlos con golpes astutos, propios de la inteligencia que me caracterizaba, dirigidos a donde menos se esperaban, pero ellos, no sé cómo, los adivinaban siempre y, dando unos pasitos, los alcanzaban para devolvérmelos con, advertía yo, cierta compasión o incluso sentimiento de culpa, que, no obstante, no les impedía hacerlos inalcanzables. Si, por ejemplo, yo me había ido a la red para machacarlos con una volea, ellos enviaban la pelota por encima de mí; y lo hacían de cuchara, que era lo más humillante. Al principio, intentaba retroceder para machacarlos con un passing shot, o con un cruzado de derecha, o con lo que sin duda se me ocurriría en aquel momento, pero, cuando a la segunda carrera (infructuosa) empecé a ver nublado y a sentir que aquello que me asomaba por las orejas no era cerumen, sino los pulmones, desistí del esfuerzo y me limité a ver (y luego a escuchar: ya ni me giraba) los botecitos del caucho en la arcilla. "¡Entró, entró!", habría gritado Juan José Castillo. Si, utilizando otra estrategia, me mantenía al fondo de la pista, controlando el peloteo y buscando el error del rival, me encontraba yendo de una punta a la otra como un metrónomo, cada vez a mayor velocidad, hasta que sentía los mismos efectos que cuando subía a la red: lo veía todo borroso y el hígado parecía que me fuese a explotar. Creo que mi mejor resultado fue un 6-0, 3-0. No llegué a acabar el segundo set, pero desde la enfermería me sentí muy orgulloso de haber terminado el primero. Ah, todo lo que tiene el tenis de difícil, lo tiene de satisfactorio.
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