viernes, 24 de enero de 2020

Apple o el descenso a los infiernos

He descendido a los infiernos. Otros lo han hecho antes que yo: Orfeo para rescatar a Eurídice; Ulises para interrogar a Tiresias; el Dante, guiado por Virgilio, para explorar el universo y conocer el misterio de Dios; Hércules para cumplir con uno de sus muchos trabajos; Teseo para raptar a Perséfone; Gilgamesh para ganar la inmortalidad. Pero ellos solo tuvieron que enfrentarse al Hades, al Tártaro o al Mundo de los Muertos. Yo he tenido que enfrentarme a Apple. Mi ordenador portátil, comprado hace dieciséis meses por una pasta gansa, ha dejado de funcionar. Me dirijo en primer lugar a la tienda de Apple en Sant Cugat. Antes, cuando algo se estropeaba, uno iba a la casa donde lo había comprado, decía: "Se me ha estropeado", aportaba la factura y la garantía, y la empresa reparaba o reponía el producto; y allí paz y después gloria. Ahora, la simpática joven que me atiende (en Apple, todos los trabajadores son jóvenes) me informa de que "las visitas al servicio técnico son con cita previa". Su información me confunde, porque yo no estoy "de visita" al servicio técnico: yo solo he traído un ordenador que no funciona para que me lo arreglen o me lo cambien. Por otra parte, no sé por qué la cita es "previa". ¿Hay citas que no lo sean? ¿Uno no se cita siempre previamente al encuentro que se concierta mediante la cita? Pese a las imprecisiones de la información un signum temporis, me temo—, la amable joven parece dispuesta a flexibilizar los criterios que gobiernan el funcionamiento de la empresa, y añade: "Pero quizá el servicio técnico todavía pueda atenderle, aunque está a punto de cerrar". Mi esperanza se ve frustrada al instante: un compañero le informa en ese momento de que no, de que ya ha cerrado. "Vuelva Ud. mañana", me recomienda la ahora larriana joven, y yo dudo que sepa de qué secular tradición patria es continuadora. "Pero procure que sea temprano: venga a las cuatro y media o a las cinco". El primer asalto se ha saldado con derrota. Pero volveré, como McArthur. Y, en efecto, al día siguiente vuelvo: a las cuatro y media, como me ha recomendado la dependienta. Repito la historia al joven que me recibe, que me señala con un gesto las puertas del servicio técnico. Ah, pienso, por fin las cosas funcionan. Bajo al mostrador interior, en el que otro joven vestido con algo parecido a un mono azul (qué bien: ya voy reconociendo las viejas tradiciones) se mueve entre aparatos misteriosos, y le explico el caso. "No se enciende", le digo; "se ha muerto", apuntalo. El hombre me mira como un especialista en física nuclear miraría a una cajera de supermercado que le llevase un transistor para reparar. Quita entonces los tornillitos de la tapa del ordenador y, así, desnudo, lo conecta a un enchufe, que se me antoja un enchufe mágico. Mira durante unos segundos las tripas del aparato exangüe y chasquea la lengua. A continuación, emite el dictamen fatal: "La placa no funciona". "¿La placa? ¿Qué es la placa?", pregunto yo, alarmado. El técnico vuelve a mirarme con una conmiseración que expresa no solo lástima, sino también asombro por que haya tanta ignorancia en el mundo. "Es una pieza fundamental, el motor del ordenador", responde con rudimentaria pero eficaz metáfora. "¿Y por qué no funciona?", pregunto yo, consternado. A estas alturas, ya no me importa que me tome por idiota: en asuntos informáticos, lo soy. "Puede ser por muchas cosas", responde el tipo, aunque no precisa ninguna. Y puntualiza: "En algunos modelos antiguos, a veces, simplemente, deja de funcionar". Es decir: no lo sabe; nadie lo sabe. Empiezo a vislumbrar la asombrosa verdad: Apple vende productos que dejan de funcionar sin que ni ella misma sepa por qué. "Pero no es un modelo antiguo: lo compré hace dieciséis meses", respondo, resistiéndome a admitir la realidad. El tésnico sonríe: "Que Ud. lo comprara hace poco no quiere decir que se fabricara hace poco: es un modelo antiguo". Otra verdad terrible: un producto creado hace, quizá, cinco o seis años es ya una antigualla, a la que le falla el motor, como a los ancianos les falla el corazón. Salgo, descorazonado, otra vez a la tienda, donde se me informa de que, como el aparato está en el segundo año de garantía, y no lo compré allí, sino por Internet, debo ir a la central de Apple para que me lo arreglen. Si estuviera en el primer año de garantía, sí que lo arreglarían ellos. Al parecer, eso marca la ley. Otra visita, pues, que se salda con fracaso. Y van dos. Al día siguiente, con el cadáver del ordenador al hombro, me dirijo a la sede de Apple en Barcelona, situada en Paseo de Gracia, 1, muy cerca de mi trabajo, con la esperanza de que lo resuciten. Me he pasado toda la noche fortaleciéndome para afrontar la gestión con el mismo espíritu con el que Hércules acometió la pelea con el Can Cerbero, pero no puedo evitar el sobrecogimiento: el edificio, exagerado, me aguarda con las fauces abiertas, como el desfiladero del infierno, y yo no soy Hércules, pero Apple sí es una hidra con muchas cabezas. Respiro hondo y entro. El lugar hierve de gente, entre público y empleados. Estos se reconocen por las camisetas rojas que visten y, aún más que por el atuendo, por ir armados hasta los dientes de artefactos digitales: hay quien sostiene una tablet en una mano, el móvil en la otra y lleva al cinto varios dispositivos más, cuya utilidad ignoro, pero que cuelgan, ominosos, como los colts de la cadera de los pistoleros. Aquí no hay oficinas, no hay despachos: es todo un gran espacio hormigueante, con dos plantas, atravesadas por mesas con ordenadores. Lo digital preside, impregna el lugar como el espíritu de Manitú: es una gran burbuja de teclados, iconos, enlaces, contraseñas, idés, imágenes, velocidades, microprocesadores, pantallas e interfaces que absorbe la atención, hipoteca la mente y suspende el ánimo. Me siento tan en casa como en un aquelarre satánico o en una reunión de poetas de la experiencia. Me dirijo a dos empleados, que mantienen una amena charla en la planta baja. No dejan de hablar porque yo me acerque: siguen en ello un ratito, hasta que uno —joven, pero ya calvo— tiene a bien mirarme. Me explico: "Sí, hola, buenos días, es que tengo un ordenador que se me ha estropeado, y en el servicio técnico de la tienda de Sant Cugat me han dicho que he de traerlo aquí, porque, como está en el segundo año de garantía, ellos no...". "Pero ¿cuál es la pregunta?", me interrumpe el joven. Ya veo que no lo voy a tener fácil. "La pregunta es qué tengo que hacer para que me reparen o cambien el ordenador...". "Claro", prosigue el dependiente, "es que, si no hay una pregunta, yo no sé de qué informarle". Noto entonces cómo mis manos agarran con fuerza el ordenador, pero pienso que, si se lo estampo en la cabeza, Apple alegará que el aparato ha recibido golpes y la reparación no quedará cubierta por la garantía. También reprimo la tentación de que la pregunta sea: "¿Tú eres tonto?". En su lugar, me esfuerzo por razonar: "Me parece que, si le digo que el ordenador no funciona, no hace falta que haga ninguna pregunta para que Ud. me indique lo que tengo que hacer...". No sé si es el tono o los ojos inyectados en sangre lo que convence al empleado de la conveniencia de concluir la conversación, aunque lo hace con el aire de quien opta por no seguir perdiendo el tiempo con quien no entiende nada: "Segundo piso, servicio técnico", remata. "Muchas gracias, muy amable...", me despido. Y sigo el descenso a los infiernos, que en realidad es un ascenso: subo las escaleras hasta la segunda planta y allí me encuentro con otro pelotón de empleados de Apple —todos jóvenes, todos con el brillo de los iluminados en la mirada—. Me dirijo a uno, que aún no está calvo, pero que ya ralea, y vuelvo a explicarle el caso, esta vez con más concisión, no sea que pertenezca a la misma escuela que el de abajo. Pero no, este es de otra. "Muy bien. Puedes reservar hora en el servicio técnico bajándote la app de Apple". "Pero yo no quiero bajarme la app de Apple, ni sé cómo hacerlo. ¿No puede Ud. simplemente darme cita con el servicio?". El hombre omite mi última e ingenua pregunta e insiste en la necesidad de que me baje la app de Apple, que debe de ser como bajarse los pantalones, pero que él probablemente asocie con bajar los frutos de las ramas del árbol de la ciencia. "No hay problema. Yo te ayudo. ¿Tienes un ipod?" (o ipad, no estoy muy seguro de lo que me dice; tampoco sé en qué se diferencian un ipod de un ipadsalvo en la vocal). "No lo sé: tengo un móvil", le respondo. Lo saco y se lo enseño. "Ah, pero, claro, con esto o puedes...", me responde, enigmáticamente, al verlo. "Bueno, lo intentaremos de otro modo", continúa, con desaliento, pero sin perder el optimismo. El optimismo, como la juventud o los calvos, es un rasgo propio de Apple. "¿Qué contraseña ID tienes?", me pregunta —tuteándome, como si ya fuésemos amigos—, que viene a ser como si me preguntara: "¿Y a qué edad se reproducen los monos bonobo?". "Pues no lo sé", respondo. "Es que, para reservar hora en el servicio técnico, hay que hacerlo desde la cuenta de Google, y se necesita una contraseña ID", replica. Se sobrepone a mi expresión de estupor y me conduce hasta uno de los ordenadores de las mesas. Lo conecta y, tras pasar por varios enlaces y varias páginas, me hace introducir la contraseña de mi cuenta de correo electrónico —la única que conozco— en una ventanita que aparece debajo de otra en la que consta mi número de teléfono móvil. Lo hago, pero el sistema no la reconoce. A mí no me extraña, pero a él parece confundirlo. "Bien", concluye, "vamos a llamar al servicio técnico (¡al fin!, pienso) y ellos te ayudarán a encontrar la cuenta (¿qué cuenta?, pienso) para darte cita previa (¡qué suerte que sea previa!, pienso)". Y luego añade, sibilino: "Y hasta te la darán ya". Es decir, que todos los pasos que ha intentado dar conmigo hasta ahora no eran necesarios, sino que la hora podía asignarse directamente. El sujeto, que no parece preocupado por esta evidencia, teclea entonces, veloz, en la tablet que sostiene como si fuera la tablet de la ley, y me avisa: "Te van a llamar enseguida. Ten el móvil preparado". Vuelvo a desenfundarlo y, en efecto, me llaman enseguida: desde Irlanda. Al otro lado del teléfono reconozco los melosos acentos de una joven venezolana. Nadie en el universo visible parece capaz de darme hora con el servicio técnico de Apple, pero se conoce que sí que va a poder hacerlo alguien invisible, como esta venezolana residente en Irlanda. Le explico el caso (es la sexta vez que lo hago, desde mi primera incursión, anteayer, en la tienda de Apple en Sant Cugat) y la mujer me pide la dirección de correo electrónico. Se la doy. Luego, pasado un rato, me dice que va a refrescar el sistema, porque no le está dejando introducir la reserva. Y, mientras suena la musiquita nauseabunda con la que me ha dejado esperando, me pregunto si no habré sido víctima de algún vudú digital que impida que sea devuelto a la vida el ordenador prematuramente difunto. Pero no. Tras unos minutos angustiosos, la voz vuelve y me explica que la primera hora libre que tienen es el próximo lunes, a las 15.45 h. Por seguir con la metáfora mosaica, siento que las aguas del mar Rojo se abren ante mí. No me importa que sea dentro de tres días: acepto la cita y me despido de mi benefactora. Pero algo me ronda por la cabeza, y es inquietante. Cuando ya estoy a punto de salir del averno, caigo en la cuenta: el lunes, a la misma hora que me acaban de reservar, he de acompañar a mi madre al médico. No lo he tenido en cuenta a la hora de concertarla: estaba demasiado contento como para recordarlo. El mar Rojo vuelve a cerrarse sobre mí. Con desolación infinita, subo otra vez las escaleras. El dependiente que me ha atendido le está pidiendo ahora la contraseña ID a otro incauto, así que me dirijo a un compañero suyo, que está solo y manipula con fervor otra tablet. Este no es calvo. Me pide que espere un momento a que acabe lo que está haciendo. Aprovecho la pausa para mirar a mi alrededor: todo el mundo está de pie, clientes y empleados, simbolizando el dinamismo de la empresa. Ese es el espíritu Apple: un dinamismo feroz, consistente en hacer cosas inútiles a toda velocidad. En el piso de abajo, sin embargo, sí hay gente sentada (en unos cubos como de guardería): son los alumnos de alguna nueva aplicación o artilugio de la compañía, que un instructor acorazado de trastos, y, por si fuera poco, con un micrófono en la boca, les explica delante de una pantalla violentamente iluminada. Los alumnos escuchan con devoción y con los ojos encendidos de felicidad: asisten a lo novísimo, a lo ultimísimo, a la expresión quintaesenciada de la modernidad. El empleado me atiende por fin y le explico el caso (por séptima vez), ahora enriquecido por el hecho de que ya tengo cita concedida, pero que he de cambiarla, porque no he tenido en cuenta una obligación ya contraída. Advierto un leve brillo de conmiseración en sus ojos, pero no dice nada. Simplemente, vuelve a marcar en la tablet y me avisa de que me llamarán enseguida. Saco el móvil (por tercera vez) y, sí, ahí está otra vez la llamada de Irlanda. Me atiende entonces una colombiana, pero esta no es melosa, sino poco menos que imposible de entender, porque: a) me canta las frases que tiene inscritas en el mármol de sus protocolos de atención al cliente, y esa lectura rutinaria, repetida ad nauseam, introduce un soniquete deformante en lo que dice, hasta el punto de hacerlo casi incomprensible; y b) su acento y sus muletillas colombianas me resultan crípticos. El resultado es un chorreo impenetrable en la oreja, cuya impenetrabilidad agrava el ruido circundante (y las instrucciones, magnificadas por el altoparlante, del profesor de abajo), del que solo rescato, aquí y allá, alguna palabra, a la que me aferro como el náufrago al pecio. Por si fuera poco, la joven es una interrogadora nata, con un ansia de saber que excede con mucho a la de su compañera venezolana. Primero, quiere averiguar si he recibido un correo electrónico de Apple confirmando la cita. No lo sé, le respondo. Me pide que lo compruebe. Lo compruebo. Sí, le digo. Necesito saber el número de referencia que incluye, me dice. Entonces, mientras con una mano sostengo el móvil, con la otra me quito la mochila, la abro, busco un lápiz en sus profundidades, recupero el correo electrónico y, como no dispongo de papel a mano (entre otras cosas porque tengo las dos que Dios me ha dado ocupadas con el móvil y el lápiz), escribo el número (larguísimo, que me veo incapaz de memorizar) en el sueloSe lo canto a la colombiana, aunque el suelo es gris y las cifras, también grises, se leen con dificultad. Pasan unos segundos, nuevamente angustiosos, y la colombiana me pregunta: "¿Ha recibido otro?". Sí, he recibido otro, le respondo. Necesito saber el número de referencia del otro correo, me dice. Yo me pregunto entonces por qué Apple manda a sus clientes más de un mensaje por un mismo asunto, y con números de referencia distintos, y por qué les pide que le digan qué dicen los mensajes que les ha enviado, pero intuyo que no es un buen momento para entrar en disquisiciones lógicas, así que repito la operación anterior: recupero el correo electrónico, anoto el número de referencia, otra vez, en el suelo, y se lo canto a mi interlocutora. (El primer empleado que me ha atendido se ha dado cuenta ya de que estoy escribiendo cosas en el suelo, y me mira con la expresión con que los zoólogos observan a los mandriles). Pero a mi interlocutora de Apple no le ha bastado enterarse de los dos larguísimos números que Apple me ha comunicado y, a continuación, quiere conocer el número de serie de mi portátil. Siento que la sangre se me agolpa en las sienes. "Pero, oiga, su compañera no me ha pedido el número de serie del portátil. ¿Por qué es necesario ahora?", le pregunto. La colombiana recula: no, no es necesario, me dice (¿por qué me lo ha pedido entonces?, pienso), y, felizmente, concluye: "Vamos a reordenar la cita", o algo parecido. Pero, no sé si por la necesidad de refrescar el sistema, que parece particularmente seco hoy, o por algún otro requisito superfluo, vuelve a dejarme a la espera. Esta vez, la musiquita repugnante viene precedida por una grabación que me informa de que puedo optar, pulsando no sé qué tecla, por escucharla o no escucharla. Como no hago nada, suena. Al cabo de unos minutos horrísonos, la colombiana reaparece para agradecerme la espera; para leerme, ininteligiblemente, un texto legal que, por lo que puedo entresacar, me advierte de la obviedad de que, si el ordenador ha sufrido golpes o daños de cualquier tipo, generará los gastos que correspondan; y para decirme, final y gloriosamente, que mi nueva hora de visita será el próximo martes, a las diez y diez de la mañana. Eso lo entiendo muy bien: será que los sentidos se aguzan cuando uno es presa de la desesperación. Respiro hondo, guardo el móvil, guardo el lápiz, me echo la mochila a la espalda y vuelvo a bajar las escaleras, esta vez para salir a la fría mañana de Barcelona. He sobrevivido al descensus ad inferos. Me baña un golpe de luz y el aire contaminado de la ciudad, que ahora me parece el más puro del mundo. El martes que viene habrá una nueva catábasis. Espero no tener que contarla en otra entrada. 

2 comentarios:

  1. ¡Qué texto más cojonudo! Hermoso de no ser cierto. Un abrazo semicalvo.

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  2. Gracias. Me gustó mucho el humor y la ironía de su relato. Muchos nos identificamos. Saludos desde Argentina.

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