Visito, con mi amiga Teresa Morcillo, la exposición Los Machado. Fondos de la colección Fundación Unicaja en la sede del Instituto Cervantes en Madrid. Hacía mucho tiempo que no entraba en el edificio de las Cariátides, que es donde radica la noble institución, y ya no recordaba que esta imponente construcción se alzó para albergar un banco, el muy ultramarino Banco Español del Río de la Plata, que luego sería el Banco Central, más tarde el Banco Central Hispano y, por fin, el Instituto de Crédito Oficial. Este destino se reconoce, nada más entrar, por la amplitud —y sinuosidad— de los mostradores, por el lujo de los materiales empleados —mármoles, caobas— y, sobre todo, por esa solemnidad mercantil de las grandes empresas, que aspiran a inspirar confianza y sobrecogimiento al mismo tiempo. Los Machado expone gran parte de los fondos documentales de los hermanos Antonio y Manuel Machado adquiridos por la Fundación Unicaja desde 2003. La primera información sobre los dos escritores la proporciona un breve vídeo documental, con diversos testimonios de sus descendientes y herederos. Me llama la atención que varios de ellos subrayen, cada vez que se menciona a Manuel, su "pensamiento progresista", como si desde el principio quisieran impugnar la oposición entre el republicano Antonio y el franquista —o, por lo menos, acomodaticio— Manuel. Es cierto que Manuel fue liberal, republicano —llegó a componer el borrador de un himno para la Segunda República— y, mientras fue miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, hasta socialista, pero también que abrazó sin dificultad la causa de Franco: aceptó en 1938 el nombramiento como académico de la lengua; participó en proyectos nauseabundos como Los versos del combatiente (junto con otros grandes nombres de la poesía española del siglo XX, como Luis Rosales, Leopoldo Panero o Luis Felipe Vivanco) con una "Dedicatoria al Caudillo" o la Corona de sonetos en honor de José Antonio Primo de Rivera con una "Oración a José Antonio", y expelió un no menos abyecto ramillete de poemas a los capitostes de la rebelión (y responsables de la muerte de su hermano y su madre), como "Al sable del caudillo", "Francisco Franco", "Emilio Mola, ¡presente!" o "Tarifa-Toledo" (dedicado al general Moscardó); y, en fin, tras la guerra, entretuvo plácidamente sus últimos años en los muy gubernamentales cargos de director de la Hemeroteca y el Museo Municipal de Madrid. Así acaba "Al sable del Caudillo", escrito para celebrar la entrada de las tropas facciosas en Madrid: "De tu soberbia campaña, / Caudillo noble y valiente, / ha resurgido esplendente / una y grande y libre España. / Que hoy sean tu nueva hazaña / estas paces que unirán / en un mismo y puro afán / al hermano y el hermano… / Con la sombra de tu mano / es bastante, ¡Capitán!"; y en "Francisco Franco", el último endecasílabo afirma que "la sonrisa de Franco resplandece". Parece el programa electoral de VOX. Pero no es la fetidez ideológica del último Manuel Machado lo que más inquieta a la visitante que se ha sentado a mi lado. Cada vez que el poeta aparece en el documental, casi siempre con un cigarrillo entre los dedos, la mujer exclama para sí: "¡Fumando!". Su indignación es tanta que, al marcharse, se olvida la bufanda en el asiento. Me levanto, la busco y se la devuelvo. Ella me lo agradece con una tenue sonrisa. Los documentos sobre Antonio incluyen abundante material gráfico: la célebre foto de su boda con Leonor en 1909 —y que fue uno de los peores días de su vida, según confesión propia: la pareja recibió insultos, y hasta pedradas, de los que desaprobaban (que eran casi todos) que un cuajado caballero de treinta y cuatro años se casara con una jovencita de quince—; la también famosa imagen del poeta en su lecho de muerte en Colliure, cubierto por la bandera republicana; y la hermosa y desgarrada litografía de Picasso con ocasión del homenaje que le rindieron los artistas españoles a Machado en 1955, en la que el autor de Campos de Castilla aparece con los rasgos interrumpidos, angulosos, y el pelo —el escaso pelo que tenía— alborotado. El material escrito lo componen numerosas cartas familiares, manuscritos tanto de sus libros como de los que escribió al alimón con su hermano —plagados de tachaduras, correcciones y faltas de ortografía y puntuación—, poemas a Guiomar —su segundo y último amor, aquella poetisa casada, conservadurísima y religiosísima que lo tuvo a pan y agua sexual, y que se desentendió de él poco antes de que estallara la Guerra Civil— y el documento más impactante para mí: la carta que le escribió el hispanista John Brande Trend, fechada el 20 de febrero de 1939, ofreciéndole un lectorado de español en la Universidad de Cambridge (que, aunque no estaba a la altura de sus méritos, precisaba Trend, le supondría un sueldo de 330 libras esterlinas al año, de las que él, personalmente, se brindaba a adelantarle la cantidad que necesitara). Machado murió el 22 de febrero. (También le llegaron invitaciones de las universidades de Oxford y Moscú: todas tarde). Muy curiosa me resulta igualmente otra misiva, del 20 de septiembre de 1912, remitida por Machado a Gregorio Martínez Sierra —aquel prolífico escritor de obras escritas por su mujer—, en la que se quejaba de que, cuando les pidió a los editores de Renacimiento 500 pesetas por la segunda edición de Soledades. Galerías. Otros poemas, estos le respondieron que era una petición "desmedida y usuraria", porque sabían que había cobrado 300 por Campos de Castilla, y solo le ofrecieron 200. A Machado, esta cantidad le pareció "francamente denigrante, no para quien la ofrece, sino para quien la recibe". Y no la aceptó. Estas muy prosaicas vicisitudes de los poetas contrarrestan cierta hiperbólica tendencia a idealizarlos y demuestran, por si aún hiciera falta, que la convivencia (o el sinvivir) de poetas y editores ha sido siempre uno de los campos de batalla más sangrientos de la literatura. Algunos objetos recuerdan, en fin, la trayectoria política y vital de Antonio Machado, como el carné de Izquierda Republicana (en cuya foto aparece calvo y con gafas) o su último pasaporte, expedido por el consulado de España en Perpiñán. También hay una elegante cartera de piel de cocodrilo (que hoy concitaría el odio de los ecologistas, es decir, de casi todo el mundo) y un bastón de caña, aunque ninguna placa aclara a cuál de ambos Machado perteneció. En la parte dedicada a Manuel, reparo en que algunos de sus manuscritos incluyen dibujos, y también en alguno de sus poemas escritos en francés, como "Minuit". No resulta extraño, en realidad. Para la formación de ambos, Francia y su literatura fueron capitales: el primero viajó dos veces a París, en 1899 y 1902, y allí conoció a Verlaine, Moréas y el desahuciado Oscar Wilde; el segundo vivió un lustro en la capital francesa, entre 1898 y 1903, trabajando como traductor y compartiendo piso con Enrique Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío. El apartado gráfico de Manuel es menor que el de Antonio, pero sonrío ante una foto suya de niño, en la que, muy al gusto de la burguesía de la época, aparece vestido como una niña. Que un bohemio, jaranero y mujeriego como Manuel (por lo menos, hasta que abrazara la religiosidad más acendrada, de la mano de su abnegada esposa, Eulalia Cáceres) aparezca de esta guisa en sus años mozos, no deja de ser paradójico. También destaca una caricatura del autor de Ars moriendi, hecha por Felipe Treno en 1926, en la que aparece rodeado por dos angelitos (o más bien angelotes), uno tocando la guitarra y otra con un rizo en la frente y una caña de manzanilla en la mano. Felipe Treno sabía bien de las aficiones mundanas de Manuel, unas aficiones que Antonio —sobrio, melancólico, esencial, como su poesía— solo compartió en su primera juventud, cuando ambos fatigaron la bohemia madrileña finisecular. De hecho, la musiquilla del documental que se oye en todo el recinto de la exposición —los acordes al piano, aflamencados, de una sobrina nieta de los Machado, que Teresa encuentra demasiado invasivos— recuerdan aquella época de tablaos, toros y cafés de artistas en la que ambos participaron. Los documentos que dan cuenta de la dimensión comercial de la obra de Manuel incluyen varios contratos de edición —uno con Manuel Altolaguirre para la publicación de Phoenix (que no alude a la capital de Arizona, sino al ave que resurge de las cenizas)—, algunos certificados del Registro de la Propiedad Intelectual y hasta un libro de contabilidad (siendo los libros de contabilidad lo más alejado que hay de la literatura; los libros de contabilidad son a la literatura lo que Nueva Zelanda es a España). Una sección importante de la exposición se dedica al mucho teatro que los hermanos Machado escribieron juntos, desde Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel, estrenada en 1926, hasta el fatalmente premonitorio El hombre que murió en la guerra, en 1941, pasando por la exitosa y popularísima La Lola se va a los puertos, en 1930. Quizá el trabajo más ambicioso al que se dedicaron ambos, y uno de los principales documentos aflorados en esta exposición, es La diosa Razón, sobre la Revolución francesa, una obra inacabada e inédita. Cerca ya del final del recorrido, se reproduce un artículo de Manuel, "El quinto, no matar", publicado en ABC el 2 de abril de 1946, del que extraigo algunas máximas certeras: "El bien no basta con hacerlo; hay que saberlo hacer"; "da, y parece que ha pedido"; y la más halagadora de todas (aunque a todas luces falsa): "Siempre tiene razón el buen Poeta". Más allá, en el gigantesco vestíbulo del Instituto Cervantes, pero fuera del espacio dedicado a la exposición, Teresa me hace notar la presencia de una máquina expendedora de libros. Otras venden latas de Coca-Cola o tabletas de Kit-Kat. Esta entrega, por un módico precio, a Juan Larrea o María Zambrano.
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