Hace muchos años, en una de mis visitas a Atlanta, mi hermano Danny me recomendó un libro de poemas: Points for a Compass Rose, 'Puntos para una rosa de los vientos', de un autor norteamericano para mí desconocido, Evan S. Connell. Y, generoso como siempre, hizo más: me regaló el ejemplar que había leído. Era una primera edición, publicada por Alfred A. Knopf, un sello de Nueva York, en 1973: un libro grueso, de tapa dura; en la portada lucía una rosa de tallo muy alto, cuyos pétalos eran rostros humanos. Y al nombre del poeta que figuraba en ella lo seguía una indicación genealógica: "Jr.". Danny, un lector muy culto en cuyo criterio he confiado siempre, me dijo: "Resulta muy intrigante: uno nunca sabe a dónde se dirige el autor con su discurso, si es que se dirige a alguna parte; te mantiene permanentemente bailando, flotando en los versos, si es que son versos". Los gerundios (con lo poco que me gustan) y las cláusulas condicionales que utilizó Danny bastaron para que me acercara con interés al libro. Y quedé cautivado de inmediato. Puntos para una rosa de los vientos era, en efecto, un artefacto poético singular: un vasto poema unitario, compuesto por casi 9.000 versos, que se agrupaban en fragmentos sucesivos, y en el que resonaban las voces de una humanidad asimismo vasta y compleja, integrada por soldados, monjes, papas, reyes, filósofos, científicos, marineros, alquimistas y un sinfín de personajes, históricos o ficticios, que sostenían una gran obra coral, un diorama épico, compendio de las locuras y los crímenes de los hombres (así como de algunos personajes admirables y de sus nobles actos). Las epopeyas siempre me han seducido; y las epopeyas contemporáneas, posmodernas, que las hay, aún más. En este relato —porque también es un relato—, descuellan algunos de los desastres del siglo XX: el nazismo y la guerra del Vietnam, que, cuando Connell escribió el libro, se encontraba en su más sangrante apogeo. El poemario me llevó a interesarme por el autor, y descubrí que Evan S. Connell, que aún vivía, era un narrador prestigioso, autor de varias novelas que habían sido llevadas al cine y de una biografía del malhadado general Custer que se había convertido en una exitosa miniserie de televisión. También había sido poeta, aunque solo de dos poemarios: el que yo tenía en las manos y otro, anterior, Notes from a Bottle Found on the Beach at Carmel ('Notas de una botella encontrada en la playa de Carmel'), aparecido en 1962, el año de mi nacimiento. Su silencio poético se extendía, pues, a lo largo de más de tres décadas, y condecía con cierto silencio del propio autor, que no participaba en la sociedad literaria, ni frecuentaba los medios de comunicación, ni se prodigaba siquiera en entrevistas, a diferencia de tantos, vacuos, que se entregan con denuedo a la farándula de las letras. Parecía ser uno de esos escritores que rehúyen el contacto público, o, mejor dicho, que lo cifran en sus creaciones, en sus libros: ahí están ellos, y en ningún otro sitio; ahí dicen todo lo que tienen que decir. Me puse a traducirlo enseguida, por mera simpatía, por puro placer, sin pensar en publicar el trabajo. Avancé despacio, porque la poesía de Connell está trufada de referencias culturales que hay que conocer o desentrañar, y con interrupciones, porque el carácter altruista de la labor la hacía más vulnerable a las demandas de la realidad; y a lo largo del tiempo que tardé en concluirla, Connell se me murió, en 2013, sin que hubiese tenido ocasión de conocerlo, o de entrar en contacto con él, como me habría gustado. Cuando la hube acabado, pensé que sería un adecuado homenaje al escritor desaparecido darla a conocer, y también que esa exigua especie que son los lectores españoles de poesía (excluyo de esta condición a los consumidores de regüeldos adolescentes por Internet) merecía disfrutar de ella como lo había hecho yo, si acaso había sabido preservar sus valores con mi traducción. La joven pero enérgica editorial barcelonesa Godall Edicions ha sido, por fin, la anfitriona de mis desvelos y quien ofrece ahora la extraordinaria obra poética de Evan S. Connell al público lector.
Esto digo en el prólogo del libro:
A Evan S. Connell lo encontraron muerto, a los 88 años, en una residencia de ancianos, llamada como uno de los conquistadores españoles que se adentraron en el sureste norteamericano, Ponce de León, en Santa Fe (Nuevo México), el 10 de enero de 2013. Murió solo, pues, como moriremos todos, pero él lo hizo sin testigos siquiera: en la sobrecogedora soledad de un cuarto vacío. Sus cuidadores le confesaron a una periodista, Gemma Sieff, que llegó a entrevistarlo en aquel retiro poco antes de fallecer, que sus compañeros de asilo pensaban al principio que era mudo. Aquel hombre que había dicho cosas innumerables en una veintena de libros –el primero, The Anatomy Lesson ['La lección de anatomía'], databa de 1957; el último, Lost in Uttar Pradesh ['Perdido en Uttar Pradesh'], de 2008– no hablaba. Aquel silencio era metáfora de una vida dedicada a la escritura, de una vida desatenta a cualquier actividad o relación que no fuese la creación por la palabra: Connell no se había casado, no tenía hijos y había frecuentado poco, o nada, la sociedad literaria (...).
Puntos para una rosa de los vientos constituye, desde su título, un viaje por la historia y el conocimiento humanos; sobre todo, por la estupidez y la crueldad del hombre. Pero este viaje –señalado a lo largo del libro por diferentes coordenadas geográficas– no es lineal, sino circular; ni individual, sino plural, más aún, multitudinario; ni exterior solamente, sino también interior. No tiene principio ni final: da vueltas sobre sí mismo, con una circularidad obsesiva, que no conduce a ningún nuevo territorio, sino a una contemplación lúgubre, pero esclarecida por la lucidez, de las honduras fangosas y a menudo sanguinolentas de la conciencia humana (...).
Puntos para una rosa de los vientos no es un poemario convencional. Su lirismo no emana de la dicción exaltada o la síntesis introspectiva, sino de la desnudez de los hechos. Connell se sitúa, pues, en la estela objetivista de Charles Reznikoff y George Oppen. Los datos que aporta, las crueldades y sevicias de la historia con las que ilustra su irónica y desquiciada meditación, destilan, en ascética sucesión, una pureza metálica y una perturbadora capacidad para suscitar asociaciones y ecos, que multiplican su sentido, como incumbe a la mejor poesía (...).
Y esto dice Connell en el libro:
Un enjambre de abejas vigila el Danubio; en Damasco,
las cabezas ensangrentadas de los cristianos se apilan
en la plaza del mercado: hay más que sandías.
Lo cual me recuerda al feroz Ricardo Corazón de León,
que partió una barra de hierro por la mitad
para demostrarle a Saladino lo afilado de su espada.
Entonces el musulmán probó lo tajante de la suya
lanzando un cojín al aire y cortándolo con la cimitarra
sin hacer el menor ruido. Era previsible, desde luego,
porque los astrónomos árabes ya calculaban
la precesión equinoccial y el ángulo de los eclipses
cuando los europeos aún creían en un cielo
ornado por cabras, toros, cangrejos y peces.
Mi hijo opina que me obsesionan litigios olvidados.
He intentado explicarle que el amor por la Antigüedad,
en sí mismo, no es la razón, ni tampoco el engreimiento,
ni un sentimiento de condescendencia, sino el deseo
de desentrañar el comportamiento del Hombre —cómo ha
llegado
a ser lo que es— y de seguir su arduo descenso,
por espesuras innumerables, hasta el presente.
Me gustaría que nos volviéramos a descubrir en nuestro
por espesuras innumerables, hasta el presente.
Me gustaría que nos volviéramos a descubrir en nuestro
primer gozo
y nuestro primer dolor, en nuestro asombro y nuestro afán
creativo,
en nuestro éxito y nuestro más absoluto fracaso, y en todo
lo demás.
No creo que me hayas entendido. Tanto peor.
Quizá me alcance, o quizá no.
No esperaré a nadie.
Quizá me alcance, o quizá no.
No esperaré a nadie.
Godall Edicions, 2020
ISBN: 978-84-120684-7-4
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