En el Museo Picasso, se reúnen dos exposiciones sobre la vertiente literaria de Pablo Picasso, que fue mucho más amplia de lo que se cree, pero que ha quedado oscurecida por la magnitud de su fama como pintor: Pablo Picasso. Paul Éluard. Una amistat sublim y Picasso poeta. Las visito con mi amiga Anay, que ha tenido que vencer cierta antipatía por la persona que fue Picasso para acompañarme en esta ocasión. No obstante, que haya sabido separar la conducta del hombre de la creación del artista demuestra altura de miras, y es un mérito que estoy muy dispuesto a reconocerle. La primera impresión es agradable: no hay colas para entrar. La última vez que pasé por aquí, había una que recorría prácticamente toda la calle Montcada, compuesta mayoritariamente por japoneses, pero que desprendía un tufo soviético (o cubano: en La Habana se forman colas parecidas para coger la guagua o comprar papel higiénico). Vemos primero la exposición sobre Picasso y Éluard. Los dos artistas se amistaron en 1935 y, hasta la muerte del francés en 1952, cultivaron y acrecieron esa amistad, hasta el punto de configurar un dúo, un bloque, coincidente en empuje creador, sensibilidad artística y opciones políticas: ambos se opusieron a los fascismos del medio siglo y se afiliaron al Partido Comunista. La exposición recorre la columna vertebral de ese vínculo, integrado por la influencia del pintor en el poeta y del poeta en el pintor, por sus compromisos artísticos y políticos, y por una cotidianidad a menudo compartida. Los dos, por ejemplo, junto con sus mujeres respectivas, Dora Maar (que Éluard le había presentado a Picasso) y Nusch Éluard (con la que el poeta se había casado tras separarse de Gala, que luego se convertiría en la musa de Dalí: el círculo sentimental de los surrealistas era ciertamente endogámico), pasaron varias vacaciones juntos en Mougins, cerca de Cannes, donde Picasso se compraría más tarde una casa y moriría en 1973. Abundan los dibujos y óleos de Picasso de Paul, Dora y Nusch, así como fotografías de unos y otros (tomadas por la propia Dora o por otros fotógrafos famosos, como Man Ray o Brassaï). En las obras de Picasso no faltan los cojones y los coños, frecuentes en sus papeles y lienzos, y las narices caen donde caen; como todo, en general: el cubismo impera. Tampoco faltan las cartas y postales que se intercambiaron: esas menudencias sentimentales que consolidan una relación duradera en el tiempo y el espacio. Picasso aparece en muchas de las fotos expuestas como le gustaba estar siempre: en camiseta de tirantes, horrorosas, y calzones cortos pero anchísimos, como un probo labriego español. Éluard, en cambio, se muestra siempre mucho más peripuesto, con americana y hasta corbata, fino y elegante: un auténtico caballero parisino, por muy surrealista que fuese. Bueno, siempre no: en una foto de grupo tomada en la playa, luce un bañador ajustadísimo y subido hasta más allá del ombligo: no resulta una visión placentera. Nusch, por su parte, que había sido acróbata y actriz, exhibe el pecho desnudo en otra foto de un verano en Mougins: los intelectuales de aquel tiempo desafiaban las convenciones de la sociedad y sus estándares éticos, como Dios manda. Varios poemas de Éluard ilustran aquellos amores, aquella amistad y aquel mundo, como todos los dedicados a Picasso (uno dice: "He vuelto a ver a quien no olvido nunca. A quien no olvidaré jamás") o el titulado "Noviembre, 1936", que escribió cuando España libraba ya una atroz guerra civil, un conflicto que no dejaría de atormentarlos y en el que ambos tomarían un resuelto partido por la República: "Mirad cómo trabajan los constructores de ruinas / Son ricos pacientes ordenados negros bestiales / Hacen todo lo posible por quedarse solos en la tierra / Están al límite del hombre y lo colman de inmundicia / Pliegan a ras de suelo palacios sin cerebro". Esta pieza inspiraría los grabados de Sueño y mentira de Franco, de enero de 1937. Pero Éluard también escribió versos de amor a su mujer, Nusch, como en este poema epónimo: "La cabellera de las caricias / Sin recelos ni sospechas / Tus ojos se entregan a lo que ven / Vistos por lo que miran / (...) De noche tus ojos se pierden / Para unir vigilia y deseo". Otro poema inspirado por su mujer, pero utilizado en la lucha contra el enemigo nazi —los aliados lo lanzaban desde el aire sobre el París ocupado—, es el legendario "Liberté", cuya estrofa final dice: "Y por el poder de una palabra / Reinicio mi vida / He nacido para conocerte / Para nombrarte / Libertad". La exposición no es solo pictórica: también recoge muestras de la escultura de Picasso, como un Cap de mort ('Cabeza de muerto'), de 1943 —inspirado, seguramente, por la carnicería que se desarrollaba entonces en el planeta—, que es eso, un negro, deforme y espeluznante cráneo humano, con grandes huecos en lugar de ojos, ubicado junto a un cráneo relicario de Gabón, propiedad de Éluard, también negro y también estremecedor. Pero Picasso bebía del arte primitivo —de África, de Chipre, de cualquier sitio— para componer su mundo, y esta es otra prueba de su ecumenismo creador. Un poco más allá de los dos cráneos, vemos un molde en yeso de la mano de Picasso: nos sorprende la cortedad de sus dedos. Uno se los imaginaba largos y finos, como los de un pianista: instrumentos afilados que sostuvieran con fuerza y gracilidad el pincel. Pero eran tan chaparros, tan morcillescos como él. Es muy interesante asimismo el Retrato de Paul Éluard, de 1941, una sucesión de dieciocho dibujos del perfil del poeta, con pequeñas variaciones del primero al último, en busca de una esencialidad que se aproxima a la abstracción. No obstante, solo se exponen dieciséis: los dos que faltan fueron regalados (uno, al propio Éluard). La faceta política de los dos Pablos tiene igualmente una amplia representación en la exposición. Picasso se afilia al Partido Comunista en 1944 y, con la liberación de Francia y el fin de la Segunda Guerra Mundial, su obra se llena de palomas: toda una pared de la sala está cubierta de ellas. Pero allí, en un rincón, figura también un dibujo, de formato mucho más pequeño, en el que se lee, con la caligrafía picuda habitual de su autor: "Staline, a ta santé" ('Stalin, a tu salud'). Picasso entra con esta pieza en la concurrida nómina de grandes creadores que han loado a uno de los mayores criminales de la humanidad (el segundo con las manos más manchadas de sangre, después de Mao, según las últimas estadísticas): Neruda, Alberti, Nicolás Guillén y Miguel Hernández también incurrieron en ese terrible trampantojo. El sentido combativo del arte y el compromiso político, certero o equivocado, de Picasso quedan bien reflejados en la reflexión que hizo en marzo de 1945 y que preside la sala: "No, la pintura no está hecha para decorar los pisos. Es un instrumento de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo". A este planteamiento responden también otras piezas expuestas, como el gran óleo Masacre en Corea, de 1951, motivado por la guerra que entonces se libraba en el país asiático, y en el cual, dispuestos como en Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, un grupo de hombres acorazados, con aspecto de robots, fusila a otro grupo de hombres, mujeres y niños desnudos. La exposición concluye con la proyección del documental Guernica, de Alain Resnais y Robert Hessens, de 1950, cuyo texto escribió Paul Éluard y leen Jacques Pruvost y María Casares. Las imágenes, fracturadas, superpuestas, subrayan los ojos desparejados del cuadro, las lenguas puntiagudas que salen como cuchillos de las bocas, las cabezas paralelas al cuerpo, todo el dolor sentido, pintado, gritado, que suscitó el bombardeo de la ciudad vasca. De las perturbadoras imágenes de Resnais pasamos a la otra exposición "Picasso poeta", enmarcada por esta reveladora cita del malagueño: "Si fuese chino, no sería pintor, sino escritor: escribiría mis pinturas". La pintura y la literatura estuvieron siempre muy cerca en la obra de Picasso; de hecho, cabe decir que se fundieron en una. André Breton lo dio a conocer como escritor con "Picasso poète", un texto publicado en Cahiers d'Art en 1935, y Picasso confirmó esa condición de poeta que le atribuía el autor de Nadja, aunque "descarriado". Quizá por eso trituraba el lenguaje en sus cuadros, y en lo que no eran cuadros, como si fuese una masa verbal de la que extraer sonidos, colores, asociaciones, quebrantamientos, raptos. Picasso escribió poemas en castellano y en francés, siempre rabiosamente surreales, como este, fechado el 24 de noviembre de 1939: "El ungüento que decora el vacío del cielo con las esquinas encendidas por la uña que clava sus
labios en el cebo de cantos de gallo devorando sus sonrisas sus caricias haciendo garabatos en
la pizarra la fachada aún de pie milagrosamente pelando su barba en el borde del velo de
encaje de la vela de la mirada presa en el hielo de las águilas desatadas del lago que ondea en
la ventana". Y también escribió teatro, de igual sesgo irracionalista, cuya mejor manifestación acaso sea El deseo atrapado por la cola, de 1941, originariamente en francés. Pero asimismo incorporó el lenguaje a su pintura. Vemos cinco de los once dibujos que componen otra variación sobre un mismo tema, Il neige au soleil ('Nieva al sol'), en los que la frase cambia, desde la legibilidad inicial a la desarticulación absoluta, con líneas dispersas e hiperbólicas. También pinta un óleo cargado de humor negro, una sátira feroz, contra los facciosos que se han rebelado contra la República y quienes los apoyan, Retrato de la marquesa de culo cristiano echándole un duro a los soldados moros defensores de la Virgen (un título que es, por sí mismo, una breve pieza literaria), de 1937, cuya horrenda protagonista enseña un cuello peludo y unas garras retorcidas, con las que sostiene una banderita de España (hoy, Cayetana Álvarez de Toledo, que también es marquesa, exhibe la enseña patria en una pulserita de muñeca): parece una cacatúa. Y, finalmente —es la última sala que atravesamos antes de salir—, a Anay y a mí nos fascina el poema litografiado Le chant des morts ('El canto de los muertos'), de 1948, con cuarenta y tres poemas de Pierre Reverdy, autografiados por este e iluminados con tinta roja por Picasso en 125 litografías, como los códices medievales. La imbricación de pintura y poesía es aquí absoluta. Y así, iluminados, cantados, imbricados, pero muy vivos, salimos otra vez a la calle Montcada. Anay, además, se siente legítimamente orgullosa: ha sido capaz de disfrutar de los poemas y de los cuadros de una persona con la que nunca se iría a tomar un café. Y yo me alegro por ella.
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